¿Prescindir de los
dogmas de fe?
En el rito del
Bautismo de adultos, el sacerdote pregunta al catecúmeno: “¿Qué le pides a la santa Iglesia?” y éste responde: “la fe”. El sacerdote pregunta de
nuevo: “¿Y qué te da la fe” y el
bautizando responde: “la vida eterna”.
Hay
personas que se confiesan católicos pero, más que negar un dogma u otro, lo que
hacen es prescindir enteramente de los dogmas. Y afirman que lo único
importante es querer a los demás o, como mucho, que basta con saber que Dios es
nuestro Padre y que nos quiere. Lo demás, se dice, son “barroquismos”, “cosas
de teólogos”, “antiguallas” que alejan el cristianismo de la gente y que no
tienen ni ninguna importancia.
Resulta
muy curioso que, en dos mil años de historia de la Iglesia, sólo ahora nos
hayamos dado cuenta de que todo eso de los dogmas no tenía ninguna importancia.
¿A nadie le sorprende que, generación tras generación, la Iglesia haya vivido
pendiente de los dogmas como algo que afecta al núcleo de la vida cristiana y,
de repente, ahora descubramos que era irrelevante? La Iglesia de todas las
épocas, incluida la primera Iglesia de los Apóstoles, ha considerado que el que
no profesaba la fe de la Iglesia se separaba de ella:
“Todo el
que se extravía y no permanece en la doctrina de Cristo, no está unido a Dios;
el que permanece en la doctrina, ése tiene al Padre y al Hijo. Si alguno se presenta a ustedes y no trae esa doctrina, no le reciban en su casa ni le saluden, pues
el que le saluda se hace cómplice de sus malas obras” (2 Jn 9-11).
La
arrogancia de nuestra época considera con desprecio a la Iglesia de los
milenios anteriores, prescinde frívolamente de Concilios y Papas, mira por
encima del hombro a San Atanasio, San Agustín, Santo Tomás, San Cirilo de
Alejandría, San Buenaventura, San Ambrosio, San Hipólito, San Juan Crisóstomo,
San Gregorio Nacianceno, San Basilio, San Ireneo y multitud de otros santos y
Padres de la Iglesia que consideraron los dogmas como algo esencial para la
vida cristiana.
La
actitud de “lo que importa es ser buenos
y querer a los demás” es, generalmente, una resurgencia del pelagianismo.
Esta herejía establecía que podemos “ser buenos” y alcanzar el cielo por
nuestras propias fuerzas. Para Pelagio la gracia de Dios no era necesaria. Con
el compromiso humano bastaba. Jesús sólo había venido a la tierra para ser un
ejemplo para nosotros.
Es
totalmente cierto que lo más importante es el amor que tengamos. Al
atardecer de la vida, nos examinarán del amor, como decía San Juan de la
Cruz. Pero es que ese amor no puede ser cualquier amor, tiene que ser el
amor de Jesucristo, que es la caridad cristiana. La fe y la gracia son
necesarias para vivir el amor de Jesucristo. Sin la fe vivimos, en el mejor de
los casos, un amor superficial, sensiblero, meramente humano, propio del que
ama solamente a los que le aman, como hacen también los paganos.
Cristo
nos mandó: amaos unos a otros como Yo os he amado. Eso está más allá de
nuestras fuerzas. Somos totalmente incapaces de hacerlo. Sólo con la fe y la
gracia de Dios se hace posible. Para poder amar así, tenemos que saber cómo nos
ha amado Jesucristo, experimentar ese amor, conocerlo, saborearlo y contemplarlo.
Sólo mediante la fe alcanzamos ese amor. Si no, seremos incapaces de
amar a los demás de esa forma.
Los
dogmas, en esencia, sirven para evitar errores sobre ese amor, para impedir
que nos conformemos con otros amores que no son el de Dios. Pondré un
ejemplo muy claro: el Credo proclama que Jesucristo no es una criatura, sino
que es Hijo de Dios y Dios verdadero, engendrado por el Padre desde la
eternidad (…Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre). Creer eso no
es algo secundario. Es esencial, porque el hecho de creer realmente en el amor
de Jesús depende de que creamos en que Él es verdaderamente Dios. Es totalmente
distinto sentirse amado por el Dios eterno que lo ha creado todo y tiene mi
vida en la palma de sus manos que simplemente sentirse amado por un señor como
otro cualquiera que vivió hace dos mil años. La “fe” del que cree que
Jesucristo fue un simple ser humano como lo demás no trae la salvación, porque
lo que transforma la vida es que sea el mismo Dios el que, por amor a ti, se ha
hecho hombre y ha dado la vida por ti, siendo tú un pecador y sin merecértelo
en absoluto.
Los dogmas no son más que humildes ayudas al servicio del
encuentro con Cristo. Son señales en el camino que, de vez en cuando, te
dicen: no sigas por ahí, que ahí no está Cristo.
Los
dogmas nos indican quién es Dios verdaderamente y cuáles han sido sus acciones.
A menudo, la resistencia a los dogmas y a la moral de la Iglesia es señal de
que no aceptamos a Dios como es. Estamos apegados a un dios que hemos construido
a nuestra propia imagen.
Lo
que importa no es cómo nos gustaría que fuera Dios, sino cómo es realmente.
La salvación no viene de nuestras ideas, sino del Dios verdadero y eterno.
Consciente de nuestra debilidad, Jesucristo fundó la Iglesia y dejó en ella,
como don suyo, el Espíritu Santo para que la guíe a la verdad. El Catecismo,
utilizando una preciosa comparación, afirma: como una madre que enseña a sus
hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra
Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y
la vida de la fe.
El
Credo es la expresión solemne de nuestra fe, porque a través de ella recibimos
el amor de Dios, que supera todo conocimiento. ¿Qué me importan los dogmas?
Esa pregunta ya se responde en el bautismo de adultos, en el cual el
sacerdote pregunta al catecúmeno: “¿Qué
pides a la Iglesia de Dios?” Y la respuesta es: “La fe". El sacerdote
pregunta de nuevo: “¿Y qué te da la fe?” La respuesta del catecúmeno es muy
sencilla: “La vida eterna".
(del blog
ESPADA DE DOBLE FILO)
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