ANTE LA MEZQUINDAD DE LA “EFICIENCIA”
ES NECESARIO RECUPERAR EL
VALOR DEL SÍMBOLO Y DE LA HEROICIDAD
Fue olvidado el
valor de los símbolos. No se recuerda ya que las gestas heroicas a veces no son
más que gestos heroicos, gestos que quizás cuestan la vida, gestos que marcan a
fuego la vida y la muerte de un campeador de lides imposibles, gestos que terminan
grabando a fuego de sangre las páginas más sagradas de la historia de una
Nación o de un Imperio.
Nos consume y agita el
racionalismo cuantitativista y los cálculos humanos de eficiencia. Por eso,
-olvidando que, en virtud de la causalidad ejemplar, a veces lo más inútil es,
paradójicamente, lo más fecundo- rechazamos como inútiles todo gesto o gesta que
no prometa un amplio número de adhesiones o que implique pronósticos de
ostracismo y caras largas.
Es preciso recuperar el valor
del símbolo, la conciencia de la belleza impostergable e imperimible de la
hazaña quijotesca, de la vehemencia heroica y del gesto noble e inclaudicable.
En estos tiempos de
plebeyismo, donde todo salvo el lucro se nivela para abajo, donde todo es
bienvenido salvo la vehemencia apasionada en la afirmación de la Verdad, donde
muchos de los católicos buenos viven con un estúpido complejo de inferioridad o
de culpabilidad por no haber sido suficientemente mundanos o por no haberse
adaptado debidamente a los tiempos actuales, urge restaurar la estima del
símbolo heroico, del gesto caballeresco, de la palabra quijotesca, del testimonio
martirial.
No importa que el gesto
caballeresco prometa ser ociosa o magníficamente inútil así como no le importa
a la estrella brillar cuando el mecanismo del cosmos no requiere de su brillo
para conservar su eficiencia.
En el fondo, lo que más se
necesita son testigos que anuncien la Verdad perenne y que lo hagan con la
belleza que caracteriza a las obras de la aristocracia del espíritu, que supera
con abismales creces toda la ordinariez y la mezquindad de la “eficiente” y
adaptada producción los tibios y los fríos calculadores.
Al fin, no hay nada más
eficaz que la gesta heroica porque sólo las gestas heroicas levantan a los
pueblos en son y trance de poesía y combate, de lid maravillosa y épica
exultante.
Nadie se entusiasmará con los
discursos de la observancia de nimiedades cotidianas y ordinarieces
profesionales. Sólo los gestos heroicos y rotundos despertaran las águilas que
duermen el sueño del terrenalismo y el acomodo, del naturalismo y el negocio.
Sólo las gestas impares, por más “inútiles” que sean, lograran que muchos
muertos –que yertos yacen por la rutina y la depresión existencial- resuciten
de sus tumbas y marchen tras, o cual, nuevos Cides y Quijotes a renovar la faz
de la tierra bajo el único signo omnipotente, el signo de la Cruz.
La Cruz, omnipotente para
toda hazaña y catapulta de todo heroísmo, nos hace un último llamamiento con su
épico fulgor irresistible: navegar mar adentro a encender el mundo entero en el
fuego del Espíritu Santo hasta que toda rodilla se doble en el cielo, en la
tierra y el infierno ante Jesucristo y toda lengua confiese que Jesucristo es
el Señor y el único Rey de Reyes.
Si Pelayo pudo reconquistar
España comenzando desde la áspera estrechez de una diminuta cueva asturiana,
¿por qué seguimos encerrados en nuestros negocios y sacristías por miedo a las
huestes enemigas, que nos acometen en poseso malón y orgiástica horda? ¿Acaso
dudamos que Dios podrá enviarnos, como a Pelayo, a la Virgen Sacrosanta a
pelear en nuestras nuevas batallas de Covadonga o que podrá auxiliarnos como
otrora hizo mandando a Santiago a enarbolar la cruz espada y cerrar España?
Ya fallaron los cálculos, los
programas, las campañas masivas de adhesión, los pactos con el mundo, los
entrismos subterráneos, los plebiscitos, las juntas de firmas, los cambios de
lenguaje y las concesiones de toda laya.
Quizás, como a la División
Azul de Palacios, no nos queden más que bolas de nieve o piedras para resistir
ante los tanques enemigos del Goliat de turno. En tal caso, tiraremos sin
piedad esas bolas de nieve y esas piedras, y así gritaremos al mundo todo que
no nos rendimos y que nada podrá arrancar nuestra bandera, la bandera de Cristo
Rey y María Reina, la bandera de la Cristiandad, que supo y quiere ser Imperio
que proteja en su seno a todos los pueblos de la tierra que yacen presos bajo
el poder aplastante de las finanzas mundiales, en las tinieblas de la
apostasía, el paganismo y el vil materialismo.
Que Cristo impere doquiera y
que nosotros seamos sus pregorenos, sus apóstoles martiriales, sus avanzadas
imperiales, sus lanceros inclaudicables, sus últimos soldados, aquellos que no
calculan ni miden sus lides pues su hambre y su sed de justicia los extasían en
sueños de heroísmo y generosidad.
Padre Federico Highton, S.E.
Misionero en el Himalaya
18-VI-18, Madrid
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