SACERDOTES SANTOS Y NUMEROSOS PARA QUE NUNCA NOS FALTE EL CORPUS
CHRISTI
El cardenal arzobispo de Buenos Aires, Mario Poli, adora el Corpus Domini al concluir la procesión del Corpus Christi en la Plaza de Mayo de Buenos Aires, frente a la Catedral Metropolitana.
Porque es infinitamente
bueno, «Dios es amor», Deus caritas est (1 Jn. 4,8).
Porque Dios es amor es infinitamente bueno.
Y porque es amor
infinitamente bueno difunde su propia bondad: bonum est diffusivum sui.
A
partir de estas premisas, podemos definir
las cuatro revelaciones fundamentales
del amor que Dios nos tiene.
Primera, la Creación.
Siendo infinito en el ser, la
bondad, la belleza, Dios existe desde toda la eternidad y no tiene ninguna necesidad de
las criaturas. Las pone en la existencia, las hace pasar de la nada al ser,
movido por un amor inmensamente bueno, que crea las criaturas para que
participen de su ser y bondad. Por puro amor y bondad, gratuitamente, las crea
y las conserva en el ser: por puro amor y bondad, en Él «vivimos y nos movemos
y somos» (Hch 17,28). Ésta es la primera y permanente declaración del amor que Dios nos tiene.
Y el
hombre es amor, al ser en el mundo visible, el único ser creado «a imagen y
semejanza de Dios» (Gén 1,26). Por eso el hombre es hombre en la medida en que
ama a Dios, a los hermanos, a la creación. Por el contrario, el hombre que no
ama, o que ama poco y mal, apenas es hombre: es una falsificación del ser
humano verdadero, una caricatura del hombre. Y en esta trágica condición
pecadora caen Adán y Eva y toda la humanidad, que de ellos reciben una
naturaleza humana herida.
Segunda, la Encarnación del Hijo
divino.
El hundimiento del hombre en el
pecado de Adán y Eva no tiene remedio por medios naturales: «pecador me concibió mi madre» (Sal 50). El hombre nace afectado
de una enfermedad mortal, de la que él, con sus propias fuerzas, no puede
salvarse. Por eso San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: «vosotros estabais muertos por vuestros
delitos y pecados… pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con
que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por
Cristo: de gracia habéis sido salvados» (2,1.4-5). Ésta es la segunda
declaración del amor que Dios nos tiene, preparada en nuestro mundo en la
historia de la salvación iniciada por Dios en Abraham.
«El Verbo era Dios… Todas las cosas fueron creadas por Él, y sin
Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,1.3). «Él es la imagen
[visible] del Dios invisible, el Primogénito de toda criatura; porque en Él
fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las
invisibles… Todo fue creado por Él y para él. Él es antes que todo, y todo
subsiste en él» (Col 1,15-17). El Verbo encarnado, nuestro Señor y Salvador
Jesucristo, por obra del Espíritu Santo se hizo hombre en las entrañas
virginales de María para, como un segundo Adán, iniciar una «nuevo creación», a
la que se accede por el agua y el Espíritu Santo en un «segundo nacimiento»,
que nos da ser «nuevas criaturas».
Tercera, la muerte de Cristo en la
Cruz.
El Hijo eterno del Padre,
«nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios verdadero, por nosotros los
hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. Y por obra del Espíritu Santo
se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Y por nuestra causa fue
crucificado» (Credo). El Verbo encarnado «no
reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó, tomando
la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres… Se humilló, hecho
obediente [al Padre] hasta la muerte, y una muerte de Cruz» (Flp 2,6-8).
Ésta es la tercera declaración del amor que Dios nos tiene, una declaración que
se perpetúa en la Liturgia del la Eucaristía, pues ésta hace siempre actual el
Sacrificio de la Cruz en nuestros altares (Pablo VI, Mysterium fidei, 1965).
Cuarta, la Eucaristía, el Corpus Christi.
Resucitado al tercer día y
ascendido a los cielo, el Cristo vencedor del pecado y de la muerte, del mundo
y del demonio, se queda con nosotros para siempre en la Eucaristía, en modo
visible/invisible, hasta que vuelva con nosotros finalmente en la Parusía. Es
una «locura de amor» inefable: mysterium fidei. En ella
da cumplimiento fiel a su palabra: «Yo
estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20). «Éste
es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros: haced esto en memoria mía» (Lc
22,19). «Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre verdadera bebida. El que come
mi Carne y bebe mi Xangre está en Mí y Yo en él» (Jn 6,55-56). Ésta es la
cuarta y definitiva declaración del amor que Dios nos tiene. Recordémoslo cada
vez que recibimos la comunión: «–El cuerpo de Cristo.
–Amén».
¿Quién nos da el Cuerpo de Cristo?
El Padre celestial.
Lo dice Jesús claramente: «es mi Padre el
que os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32). Es el Padre, el que «tanto amó al mundo, que le dió su Unigénito
Hijo» (Jn 3,16): lo dió en Belén, lo dió en la Cruz, lo da en la
Eucaristía. «Pudiera ser que alguno
muriera por uno bueno. Pero Dios probó [mostró, demostró, garantizó, reveló,
declaró] su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por
nosotros» (Rm 5,8).
El Verbo encarnado,
nuestro Señor y Salvador Jesucristo: Él «entrega su cuerpo y su sangre» en
sacrificio de expiación para nuestra salvación (Lc 22,19). «Nadie tiene amor
mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,14).
El Espíritu Santo. «Por
obra del Espíritu Santo», se realiza en la Virgen María la encarnación del
Verbo, Y «por obra del Espíritu Santo» obra Dios la transubstanciación
eucarística del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Salvador
Jesucristo. Consiguientemente en la Misa, en la epíclesis, antes de la
consagración, el sacerdote pide al Padre: «te rogamos que este mismo Espíritu
santifique estas ofrendas, para que sean el Cuerpo y la + Sangre de Jesucristo,
nuestro Señor» (Pleg. euc. III).
Gloria al Padre, y al Hijo y al
Espíritu Santo, que nos dan el Corpus Christi. Cuando
vamos a comulgar, sobre todo, reconozcamos en la fe con toda gratitud que es la
Santísima Trinidad la que nos da el pan vivo bajado del cielo.
La Santísima Virgen María nos da el Cuerpo
de Cristo, que durante nueve meses se ha formado en su seno por obra del
Espíritu Santo. Así ha venerado y adorado siempre la Iglesia el sagrado cuerpo
de Cristo. Es la fe católica que se expresa muy bien en el Pange
lingua, el himno litúrgico compuesto por Santo Tomás de Aquino
(+1274) para la nueva solemnidad del Corpus Christi.
Corporis
mysterium… nobis datus, nobis natus, ex intacta Vírgine… El
misterioso Cuerpo del Cristo glorioso nos ha sido dado, nos ha nacido, de la
Virgen inmaculada. Tengámoslo muy presente cuando en la Misa nos acercamos a
comulgar: este pan vivo que recibo de la Santísima Trinidad nos ha sido dado,
nos ha nacido, de la Virgen inmaculada: nobis natus ex intacta Virgine.
Ella nos ha dado el Corpus Christi. Ella, que
tantas veces comulgó antes de su Ascensión, nos ayude a recibirlo con una fe y
un amor semejantes a los suyos.
La Santa Madre Iglesia es la
que nos hace posible la comunión eucarística del Cuerpo vivificante de
Jesucristo. Es ella, como Madre, la que da a sus hijos este alimento
sobrenatural perfecto, esta medicina que tiene fuerza santificante para sanar
todas las enfermedades del alma.
La Iglesia nos asegura el
verdadero Corpus Christi por medio de sus sacerdotes ministros. Si no
hay sacerdotes, no hay Eucaristía, no hay Sacrificio de alabanza y expiación,
no hay Pan vivo celestial que baje a nuestros altares. Demos, pues, gracias a
Dios que, como nos dice el Vaticano II hablando de los presbíteros,
«… siendo el solo Santo y santificador, quiso tomar a hombres
como compañeros y ayudadores que le sirvieran humildemente en la obra de la
santificación. De ahí que los presbíteros son consagrados por Dios, a fin de
que, hechos de manera especial partícipes del sacerdocio de Cristo, obren en la
celebración del Sacrificio [eucarístico] como ministros de Aquel que en la
liturgia ejerce constantemente, por obra del Espíritu Santo, su oficio
sacerdotal en favor de nosotros» (Presbyterorum ordinis 5).
Pidamos, pues, a Dios que
suscite en la Iglesia sacerdotes santos y numerosos, de
modo que nunca nos veamos privados del Corpus Christi, del Pan
vivo bajado del cielo.
José María Iraburu,
sacerdote
No hay comentarios:
Publicar un comentario