Íntra túa vúlnera abscóndeme
Reflexión acerca del pasaje
evangélico de la duda del apóstol Tomás que, ante la evidencia, exclama SEÑOR
MÍO Y DIOS MÍO, y que se lee el II Domingo de Pascua
Icono de Cristo resucitado que se presenta ante el apóstol Tomás y le muestra sus llagas y su costado
“Hay una línea, un verso bellísimo que repite desde hace
siglos la piedad cristiana, que alude a ser escondido —así, en voz pasiva; no a
los pechazos propios sino por ingenio y fuerza ajenos— dentro de las Llagas del
Señor Resucitado.
Una genialidad lírica y mística. Una
imagen bien concreta, pero a la vez, imposible de imaginar: ser escondido, hallar escondite, caber con
toda nuestra voluminosa humanidad, ahí, en esa grieta de la peña, en esa
hendidura de la Roca, en esa apertura del Cuerpo glorioso del Señor. Para
allí vivir, movernos y existir.
El verso reza literalmente así:
intra
tua vulnera, abscondeme.
Para los familiarizados con la oración
continua es esta fórmula una feliz alternativa. Vale en castellano, como se
suele conocer más, por aquella oración post comunión: “dentro de tus llagas, escóndeme”.
Pero
permítanme alentarlos a saborear su versión original, alguna vez… Libres de
fobias y de idolatrías latinistas, tan sólo para paladear su melodiosa
cadencia.
------ íntra túa vúlnera
abscóndeme ------
Es un susurro. Es frágil pero a la vez, tiene estructura,
está bien vertebrado. Detenido un rato en paladar, cada fonema empieza a
destilar sus sabores secundarios y terciarios.
Y entonces el “intra” alude a interioridad, a profundidades, a honduras sin fondo.
Y el “túa” se esmera en apropiarse de un Rostro, una identidad. Tiene el
mordiente con que fijar, las heridas en la Persona Única de Cristo. No son
cualquier heridas, ni son las heridas de cualquiera: son las tuyas, Señor; ¡las
tuyas!
Y el melodioso “vúlnera” carece por completo de la sordidez de una pustulosa infección. Son heridas limpias y cristalinas; y sangrantes. Mas no son tan sólo llagas. Es todo aquello herido y sufrido que hay en Cristo. Escóndeme allí en Tu dolor… Llévame por los adentros más adentros de tu vulnerable Corazón muy lastimado. Por los adentros de ese Pecho del amor muy lastimado…
Pero la frase hace cumbre con ese esdrújulo “abscóndeme”. Dulce y feroz rebencazo.
Es un clamor, una herida y gemida súplica, que como todo lamento, sabe por
momentos a reclamo e improperio: no me dejes más afuera; que soy yo ahora el
que cubierto de rocío, gimo a tu puerta —a la puerta de tus Llagas— pidiendo
refugio.
Escóndeme en Ti; escóndete en mí. No me
digas: mañana, para volvérmelo a decir mañana.
Las yemas de mis dedos van pioneros. Ciegos son, mas saben conocer al tacto. Y saben abrirse paso. No cierran su mano en un puño. El puño no conoce. La mano abierta y estirada sí. Acariciar y leer son sinónimos para el ciego, para la ciega fe.
Como el largo dedo del Bautista señala a Cristo, de modo semejante, el dedo de Tomás es precursor, es adelantado, es punta de lanza que le abre huella a los demás sentidos y demás potencias y al yo mismo, que van ingresando alineados detrás del dedo precursor como en procesión litúrgica.
Que mi ciego tacto, Señor y Dios mío, invitado por Ti a avanzar hacia las honduras de tu apertura, de tu hendidura, lea el secreto deletreo de tu Amor extremo. Tu luminoso tajo da a una voraz inmensidad; la puerta estrecha de tu Costado, abre a la vasta y vertiginosa infinitud del Todo.
En la trastienda de una casona de Jerusalén hay un punto en
el espacio, el costado abierto del resucitado, que contiene todos los puntos
del espacio. Tomás el Mellizo, en pasmo severo, accede a esa grieta de
ergástula, y balbucea un azorado ¡Señor
mío y Dios mío! Es el todo en la parte.
Felices nosotros, que cada día aumentamos nuestra Fe
acariciando el Misterio por las rugosas entrañas mismas del Pecho del amor muy
lastimado.
Felices nosotros invitados y movidos a
ser por Él mismo escondidos en la Roca hendida, Refugio nuestro y Baluarte, la
recámara del Rey herido, el anchuroso Paraíso recobrado, donde racimos y
nieves, tigres y bisontes son míos… pues en esa vertiginosa vastedad, míos son
sus cielos y mía su tierra, las gentes, los ángeles y la Madre de Dios y todas
las cosas.
Pues allí, en ese divino Tajo, el mismo
Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí”.
P. Diego de Jesús
Monasterio del Cristo Orante, Tupungato, Mendoza
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