LA IGLESIA NO PUEDE PREDICAR OTRA COSA
QUE LA CRUZ,
QUE LA CRUZ,
PORQUE NACIÓ EN LA CRUZ
Meditación ante la soledad de María
(de la
maravillosa homilética clásica para el Viernes y Sábado Santos)
Un hijo de hombre ha muerto. Entre
atroces sufrimientos. Cada respirar de su agonía apoyó el peso de su cuerpo en
el hierro cruel que atravesaba los nervios y huesos de sus pies. Cada batir de
su joven corazón impulsó su sangre a las heridas, por las cuales dos clavos
oxidados sujetaban sus brazos a un travesaño de madera. Su cuerpo desnudo apoyó
una espalda desollada por los golpes del cuero contra el poste astillado. El
lugar horrendo de la condena está lleno de fétidos olores, vigilado por las
aves de rapiña, surcado por nubes de moscas y mosquitos.
Él ha muerto; en el terrible abandono de
los vencidos; en un grito de angustia que ha reventado a través de su garganta
y labios resecos; en la conciencia de un único dolor que fue su última
sensación de vida.
Pero ahora todo ha terminado. Dos
hombres de bien han pedido su cuerpo destrozado a las autoridades. Han recogido
esos pobres restos deformes y, -con la rapidez del que quiere terminar cuanto
antes un deber penoso para volver pronto a lo suyo – le han envuelto en una
mortaja y sepultado. La losa de piedra sellando el sepulcro es el último ruido
siniestro de la jornada.
Ya pueden volver a lo suyo. La vida
retoma su cauce normal.
Huyeron los amigos del muerto: son
puntos veloces por los campos de Judea, o figuras temblorosas en el rincón más
escondido de sus casas. El populacho sediento de sangre ha vuelto a la ciudad.
Se ha dispersado por las calles; se han juntado en grupos en las tabernas para
comentar los resultados del último partido. Se han humanizado – quizá– a la
vuelta a sus hogares, en el contacto con sus hijos y mujeres. Con la velocidad
con que el perro furioso, después de destrozar la liebre, se torna manso a los
pies del dueño, cada uno vuelve a su casa y se prepara para la fiesta.
Se festeja la Pascua judía, y el cordero
que humea en las fuentes es promesa de una noche plena de alegría y de vino. La
ciudad crepita en el rumor de las risas, el “chin- chin” de los vasos y los
gritos de los borrachos.
Pero, no lejos, en un cuarto donde el
silencio filtra el rumor cercano, una mujer recoge en su pequeño pecho la
angustia inmensa de todas las penas. Está sola. Le han quitado al hijo. Se lo
han muerto. Una madre está sola.
María
está sola.
La han acompañado un rato. La han mirado
con lástima. Le han dado golpecitos en la espalda... murmurando no sé qué
palabras de consuelo. Pero, ahora se han ido. La han dejado sola; han vuelto a
sus casas; tenían que seguir viviendo... Sólo queda el rumor de los pasos
furtivos que se alejan; el olor marchito de las flores; las tazas vacías; los
ceniceros llenos...
Todo ha terminado. Y – por fin – la
soledad la golpea con su maza. Estalla en el vacío de la habitación; en el
distante ruido de la fiesta; en las manos sin caricias; en la cara sin besos.
Estalla la soledad en la noche helada de luna , en el silbido triste del
viento, en la ceniza del fuego apagado, en el gélido cuerpo que yace cercano,
en el sepulcro...
Estalla la soledad en el recuerdo.
El recuerdo de la profecía; de las
palabras del ángel mensajero del portento; de los reyes de la mirra, el oro y
el incienso. La manecita contra el pecho; las arenas del largo río de Egipto;
la vuelta a las casas; los pasos vacilantes del niño; sus primeras palabras; el
fuerte brazo de José; el olor a madera y aserrín de la carpintería...
José fue el primero en irse. La casa de
Nazaret lloró la ausencia de su voz grave y masculina. Y María quedó sola con
su Hijo. Sin el apoyo del compañero, del amigo, del esposo... con la serena
conciencia de la misión tremenda que ella, humilde aldeana del caserío de
Nazaret, desempeñaba.
¡Una de las tantas ironías de Dios!
Cuando más María hubiera pensado que era necesario el padre... Dios se lo ha
llevado. Pero María debía aprender, en la dura escuela del dolor, que los
caminos de Dios a veces transitan la oscura senda del absurdo. “ ¡Mis caminos
no son vuestros caminos; mis planes no son los vuestros!” (Is 55,8).
También Jesús se fue, un día, por las
huellas polvorientas de Judea. María lo sabía desde el principio. Por eso la
despedida fue breve, y sus ojos supieron sostener la mirada... Pero el corazón
sangró por mucho tiempo. La casa pareció más grande. La cal de las paredes
sudaba su tristeza.
Y llegaban las noticias: que su Hijo
enseñaba; que su Hijo curaba...
Y, un día, un peregrino agitado que le
dio la novedad temida y esperada. Una noche de angustia. El camino apresurado a
Jerusalén.
También ella fue crucificada; en su Hijo
abofeteado; en los cabellos enredados en las espinas; en las manos horadadas de
su niño; en su cuerpo azotado; en los de la vía dolorosa sin la ayuda de la
madre; en la cuna horrenda del madero de esos hombres malos...
Ahora todo ha terminado. Y el recuerdo
de esas horas terribles hace más pesado el silencio.
María está sola. En sus oídos de madre
aún resuena el grito angustioso de su Hijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?” Sus labios de madre repiten mudos: “¿por qué me has
abandonado?”
¡Quién pudiera sondear el misterio del
alma de María! Porque, cualquiera puede imaginar su dolor de madre ante la
muerte espantosa del hijo. ¡Cuántas madres y futuras madres de las aquí
presentes lo pueden intuir perfectamente! Cuántas, incluso, habrá que lloran la
ausencia de un hijo; la separación de la distancia o de la muerte; o la
ingratitud; el dolor del hijo enfermo; o del hijo en malos pasos; del hijo con
problemas...
Pero, nadie puede imaginar el dolor de
la Madre de un hombre que también es Dios. Nadie puede imaginar el dolor de una
madre que, porque es Madre de Dios, es más madre de cada uno de nosotros que
nuestra propia madre. Porque, el alma de María fue preparada por la gracia para
que fuera capaz de llevar en sí todos los dolores de todas las madres.
Hoy menos que nunca somos capaces de
comprender estas cosas. El hombre vive cada vez menos las posibilidades
insondables del espíritu. Es capaz de llegar a los planetas lejanos y descender
a lo hondo de los mares; pero ha olvidado casi completamente el arte de
descender al hondón de su interioridad.
Mide todo con el basto instrumento de
sus sentidos. Y, si habla de la alegría, entiende colores, ruido, música,
placeres... Si habla de sufrimientos piensa sólo en el dolor de la carne, en el
hambre, en la sed y los enfermos... No es hábil para percibir que, el rincón
más pequeño del espíritu, es capaz de alojar más felicidad que el más inmenso
de los palacios (o de los yates, o de las cuentas bancarias, o de los viajes a
Europa...) Y se burla si le dicen que una miseria del alma es infinitamente
peor que la pobreza del dinero... o el dolor del hospital y de las guerras.
Pero, aún así, ¿quién no ha tenido sus
instantes lúcidos? ¿Quién, que haya intentado acercarse alguna vez a Dios en la
oración, no ha intuido la mezquindad de una vida dedicada a lo sensible y el
abismo de posibilidades de la vida interior? Ya decían los antiguos que el alma
humana es capaz de contener todo el universo...
Por eso, no nos engañe la humildad y
pequeñez de la figura de María. Porque la grandeza de las personas no se mide
por su capacidad de salir en los diarios, o de entrevistarse con el Presidente;
ni por el largo o la velocidad de su automóvil; ni por la cantidad de cosas que
sabe; ni por los vestidos que lleva; ni por el color de su piel o su estatura;
ni por los ejércitos que manda o los bancos que administra... Aquello que
realmente importa en la vida de los hombres es la densidad de sus espíritus, la
profundidad de su mirada interior, el sentido de la vida, la conciencia de Dios…
Un solo aletear del pensamiento vale más
que mil mundos materiales. Un solo pecado mortal es más terrible que mil bombas
atómicas y mil guerras. Un solo gesto de amor pesa más que los viajes a la
luna, los microscopios electrónicos, los abismos siderales del cosmos.
Detrás de sus hábitos de aldeana, de su
figura desapercibida, sin reporteros ni flashes; detrás de su silencio y del
trabajo humilde de mujer de casa, María llevaba en sí la más admirable de las
obras del Todopoderoso: su alma plena de Gracia. Y, en la intuición profunda de
su espíritu modelado por su propio Hijo, cupieron todos nuestros nombres...
Y, en la ternura infinita de su corazón
inmaculado, sublimado por el Espíritu, palpitaron – una a una- todas nuestras
lágrimas...
Por ello, la soledad de María tiene algo
de brutal y de tremendo. Porque en sus carnes, más sensibles que las nuestras
-¡ella es sin pecado!-, en su pecho más tierno, en su alma límpida, trabajada
por Dios desde la eternidad como su obra más perfecta, se vaciaron todas las
soledades; se expandieron todos los abandonos; se volcaron todos los
desamparos...
Ni un solo dolor de madre alguna (-
desde el sufrir de Eva por Caín y Abel hasta la angustia de la madre que
llorará al hijo que no vuelve del viaje a las estrellas–) estuvo ausente del
dolor de María. Ni un solo sufrir de hombre, ni de niño ni de viejo, faltó a la
cita en su alma atravesada.
Dios le hizo un corazón enorme, porque
con él debía amar al Verbo. Y, si goza en el Cielo de una gloria incomparable,
y si su santidad excede a todos los ángeles, es porque sufrió en la tierra más
que nadie, y porque bebió el cáliz de la amargura de todos los hombres.
Si el mismo Verbo trepidó de angustia en
el grito del supremo abandono; si la Segunda Persona de la Santa Trinidad
tembló en los labios que gimieron “por qué me has abandonado?” ... ¡cómo habrán
de haber surgido del alma creada de María, humana como nosotros, las olas de la
angustia más profunda, más negra que el color abisal de los infiernos!
Porque María no ve: cree. Con una fe
similar a la nuestra. Con el mismo estrujar de las entrañas que hace gemir a
cualquier madre ante la muerte de sus hijos. Y nosotros tenemos el apoyo de la
resurrección de Cristo realizada, de dos mil años de Iglesia y de glorias.
María sólo tiene fe. Ella solo ve el
fracaso de su Hijo, el fracaso de sus sueños. Solo le queda el cuerpo
destrozado en una tumba fría. Amigos fugitivos y desilusionados que no acaban
de entender. Fariseos sonrientes y escribas triunfantes. Apenas el recuerdo de
un marido bueno y de una caricia de niño.
Eso toca; eso ve: eso siente; eso
escucha... Y, en el silencio de su cuarto, inmóvil, palpa la angustiosa soledad
de la derrota. El fracaso del Hijo es su propio fracaso. Y la muerte del Hijo,
su propia muerte, sin ni siquiera el consuelo de la insensibilidad de la
verdadera muerte. Cristo fracasa y muere. Ella debió vivir ese fracaso y esa
muerte.
Tiene fe. La fe más sólida. La fe más
pura. La fe más fuerte. Pero, porque es la fe más pura, está vacía de luz y de
consuelo. Es la fe de la noche del espíritu, de la que hablan los místicos: la
fe fría, sin sentimientos; la fe del que, en el terrible silencio de la soledad
más absoluta, afirma una Presencia; afirma, sin sentir, que cree en el Padre.
Porque, el “HÁGASE” de María,
pronunciado en el alba de su vida redentora, resuena ahora en la soledad como
el único hilo de esperanza. Un “hágase” sin consuelos, en el absurdo, en el
horror del drama incomprensible; en la desnudez, sin ropa alguna, de su
tragedia solitaria.
Cristo y María han agotado hasta lo
último todas las experiencias del sufrir humano. No hay un solo dolor que el
hombre padezca que ellos no hayan padecido. En sus almas, agrandadas por una
calidad humana excepcional y por la gracia, se resolvieron todos los pesares de
los hijos de Adán. Porque, todo dolor es privación: privación de comida, de
salud, de dinero, de placer, de libertad, de afectos, de honor, de compañía...
Cada uno conoce bien cuál es su dolor, lo que le falta
Todo faltó a Cristo. Todo faltó a María.
La Cruz fue para los dos el resumen, el colmo de todas las carencias. Ni
riquezas, ni ropa, ni agua, ni comida. No tuvieron en la Cruz ni una sola cosa
de las que ofrece el mundo: sólo hiel y vinagre, lanza y clavos.
Ni un solo descanso. Ni siquiera la
huida de la anestesia o la morfina. Hasta los últimos átomos de sus cuerpos
giraron enloquecidos en el pavor de un dolor sin fondo. La sensibilidad de sus
almas exquisitas absorbió, uno a uno, el feroz rebelarse de sus atormentados
nervios. Y, en el fondo de sus espíritus, vivieron el drama cruel de la
humillación y de la nada.
Ni un solo resto de egoísmo. Ni la más
pequeña afirmación de sí mismos; sólo la carcajada del populacho, la burla del
fariseo, la orgullosa actitud del dominador romano; el abandono del amigo; la
vergüenza de las llagas, de la desnudez, del fracaso...
Todo aquello por lo cual el mundo de hoy
corre enloquecido fue crucificado en Cristo y en María. No quisieron ni las riquezas del mundo, ni sus placeres, ni sus
vanidades. Y nadie se los quitó. Lo rechazaron conscientemente. Fue una
entrega voluntaria.
En su desgarrada soledad, María sigue
crucificada. Sigue pronunciando, libre y serena, el “hágase” de su total
despojo.
El mundo moderno no nos prepara para ser
cristianos. Es la negación más antitética del cristianismo. Porque sus
objetivos más vitales son simplemente la búsqueda de todo aquello a lo cual Cristo
y María se negaron. Multiplica la riqueza, hace al hombre ávido de bienes
materiales; lo enloquece con su propaganda; le abre los brazos de un abundancia
material inimaginable... María, muda, sigue señalando a su Hijo, muerto y
desnudo, que pendió del hierro y el madero.
El mundo huye del dolor, lo cubre con la
anestesia, y abre las puertas de todos los placeres; los aumenta con las
drogas; los expresa con música enloquecedora; lo arroja contra las ventanas de
la televisión y del cine; los expande como nubes de humo y de alcohol; los
multiplica en los restaurantes y en las boites; los desenfrena en la
promiscuidad; les da rienda suelta en una juventud sin cauces y sin frenos...
María, en el silencio, sigue señalando a su Hijo muerto, (hecho una sola llaga
de dolor), que pendió del hierro y del madero.
El mundo moderno adora al hombre, lo
hace su “dios”; le da poder sobre el bien y el mal; lo libera de toda moral; lo
hace rechazar toda autoridad, toda jerarquía; desprecia las canas del anciano,
la palabra de los padres, el uniforme del soldado, el hábito del religioso, el
bastón de mando, la frente de los hombres nobles... A nadie obedece, a nadie
presta fe. No tiene caudillos, no tiene ley. No agacha la cabeza, no cede el
paso ni el asiento... María, siempre muda, sigue señalando a su Hijo muerto,
prisionero y sometido, en las manos de un pequeño déspota romano, del populacho
hebreo, de los jefes indignos de su pueblo; sin poder moverse, sin libertad
siquiera de espantarse las moscas; y que pendió, fijo, del hierro y del madero.
El mundo moderno huye de la soledad y
nos apiña en sus estadios; en sus bares a media luz; en sus shopings y malls,
en sus salas de cine. Nos lleva por avenidas llenas de autos y de ruido; nos
estruja en las pistas de baile, en las colas de los colectivos. Introduce miles
de conocidos en nuestras casas por las puertas del aparato de televisión y de
internet. Nos hace camaradas de locutores y de artistas; llena de nombres
nuestras cabezas por medio de diarios y revistas; multiplica nuestras
relaciones en el comercio y los negocios... María, muda, nos muestra el rostro
impasible de su soledad crucificada.
Pero, ¿qué le importa al mundo la
soledad de María?, ¿qué le importa del Dios Jesús, que yace en el sepulcro?
¿Qué me importa a mí?, ¿qué me interesa?. La cruz sirve bien de adorno para mis
paredes vacías, para colgar como amuleto en mi pecho de hippie, o en mi escote
con minifalda...
¡Fuera Cruz! ¡No nos molestes con tu
presencia! No nos aburras, María, con tu soledad. Quédate, si quieres, en la
poesía nostálgica de los cuentos de abuela; en los rosarios amarillos y añejos
de las primeras comuniones; en las estampas del viejo misal; en el rincón
oscuro de las iglesias... Olvidémonos... huyamos de la Cruz y de la soledad...
Pero, cuando la huída se hace más
vertiginosa, cuando parece que hemos dejado el Calvario para siempre, cuando
todo son risas y frotarse las manos... la Cruz aparece más negra y espantosa
que nunca, desnuda, sin Cristo, sin María, sin fe...
Porque, el hombre moderno es un triste
bicho. En el rodar de las multitudes, en el vociferar de las gentes, en el
atronar de los parlantes y de las radios, en el apretujón del subterráneo, en
el tintinear de los banquetes... el hombre está sólo... Y vive la angustia de
su soledad quizás sin darse cuenta, engañado estúpidamente por el mundo.
Porque, no hay soledad más tremenda que
la del que busca compañía. Sólo quiere encontrarse a sí mismo en los demás.
Acostumbrado a usar las cosas y tirarlas, en la abundancia de los plásticos y
los supermercados, sólo quiere de los demás el fomento diario de su propio
egoísmo.
Nada sabe de servicio, de abnegación. El
mundo le ha enseñado que lo único que cuenta es afirmarse a sí mismo. Sus
amistades son interesadas; de negocio, de estudio, de diversión... Nadie le
dice más que lo único capaz de comunicar a los hombre entre sí es el amor.
Nadie le ha enseñado que amar es darse, y que el amor exige sacrificios. Sus
papás son la máquina automática para acceder a todos sus caprichosos deseos. El
amigo es el compañero de francachelas y rabonas. La mujer es el instrumento de
placer personal. El marido es el garante de una vida tranquila. Hay que
exprimir el jugo de la naranja, hay que agotar hasta el fondo a la botella. Y
así, casi siempre, en los amigos, en la mujer, en los hijos, nos buscamos a
nosotros mismos.
Pero, porque me busco a mí en otro que,
a su vez, en mí se busca a sí mismo, ambos quedamos solos. Y, solos, yacemos en
los lechos matrimoniales, en la mesa de familia, en los bancos de las escuelas,
en las sillas de la oficina, en las butacas del teatro, en los mostradores de
los bares. El amigo, capaz de compartir la risa y el bullicio, se hace
impermeable para recibir las penas; y la vecina, abierta al chisme y a la
anécdota picante, se hace sorda a mi dolor. Y el viejo que molesta es relegado
al frío cruel de los asilos, y el enfermo, a la cama anónima de los sanatorios,
y el amigo en desgracia, a la lista de direcciones tachadas... y se acorta el
tiempo de los velorio y del luto, porque los muertos molestan;... y el pobre
tiene mal olor, ... y el otro, ¡qué se arregle!
Pero, cuando la televisión se apaga y la
risa muere en los labios de la noche; cuando las salas del cine se vacían y se
extinguen las luces de colores de los carteles de las calles; cuando la reunión
se transforma en olor a cigarrillos apagados y en papeles mudos tirados por el
suelo; en el segundo de respiro entre el agitarse engañoso del mundo, el hombre
moderno sufre el abismo espantoso de su egoísta soledad. Sólo se encuentra ante
la nada de sí mismo, ante la nada de sus apetitos más profundos frustrados.
Porque, señores, el mundo es falaz. El
corazón del hombre no ha sido hecho para encerrarse en la pequeñez de su
miocardio. El espíritu humano no ha sido creado para llenarse con una imbécil
programación de televisión, ni su cuerpo hecho para arrojarse en brazos de
prostitutas. Dios nos ha hecho nobles. Nos ha plasmado un espíritu sediento de
las mejores cosas. Nos ha hecho para amar, para darnos al hermano en todo lo
que somos. Para ofrendarnos a Dios. Para entregarnos a las causas grandes, para
empuñar una bandera, para desenvainar una espada, para hacernos santos.
Sólo Dios puede llenar el corazón del
hombre, y sólo en Dios podemos amar verdaderamente a nuestros hermanos. Por
eso, la cruz y la soledad, con las cuales, aún huyendo, nos encontramos, son lo
único que nos garantiza que nuestro amor está desnudo de todo egoísmo. Sólo en
la cruz estamos seguros de que nuestro cariño por los demás es puro,
desinteresado. Y sólo cuando presentemos al Señor los despojos de nuestro
egoísmo crucificado y no quede en nuestra alma nada de nosotros mismo, Dios
podrá llenarnos con Su presencia, y encontrarnos verdaderamente, para siempre.
La soledad del egoísta es terrible y sin
sentido; en cambio, la soledad del que da sin esperar recibir, elimina el
absurdo con la esperanza de la Resurrección.
Cristianos: la Iglesia no quiere
engañarnos. No puede predicar otra cosa que la cruz. Si alguna vez creímos que
podíamos vivir felices encerrados en nuestras caparazones egoístas, cumpliendo
tres o cuatro mandamientos y preceptos, estábamos equivocados... Si alguna vez
pensamos que el cielo podía ganarse en el ruido de las fiestas, errábamos... Si
alguna vez nos dijeron que el matrimonio cristiano era fácil y rosa..., que
podíamos hacer lo que quisiéramos..., que ser buenos era sencillo..., que
portarnos bien, llevadero... nos engañábamos.
La Iglesia nació en una Cruz. Y todo
cristiano debe llevar la suya. Y, si en la tristeza de los atardeceres sin luz,
su peso se nos hace insoportable,... pensemos en María. María la llevó mil
veces. Y María estaba sola. Pero, su soledad resuena con su “HÁGASE”. Y su fe
la sostiene en la crueldad del desamparo. No es soledad desesperada. Es la
soledad fuerte de la que supo permanecer de pie, junto a la Cruz.
Cuando te asalte la soledad; cuando
pienses que nadie te quiere; cuando a tu sufrir parezcan ridículas las palabras
de consuelo; cuando el apretón de manos no te diga nada; cuando el dolor te
golpee con su absurdo; cuando no entiendas nada y corras el riesgo de
enloquecer y desesperar; cuando creas que Dios te ha abandonado y sientas la
tentación de la blasfemia y de la rebeldía... piensa en María, tu Madre,
Nuestra Señora de la Soledad.
Salve, Crux, spes única!
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