EL SUBLIME OFICIO DEL SACERDOCIO MINISTERIAL
CATÓLICO
Entrada en Jerusalén, pintura románica, ermita de San Baudelio, Soria, España (s.XI)
La Liturgia contiene rúbricas muy sabias.
Son formas que expresan realidades excelsas.
Una breve reflexión coloquial muy oportuna en esta
Semana Santa, acerca de la indicación del Misal Romano de “inclinarse un poco”
al momento de recitar la fórmula de la consagración.
Hay una indicación ritual, muy escueta,
a la que pocos sacerdotes hoy hacen caso, y que es la expresión de una realidad
profunda y esencial, que hace a nuestra identidad sacerdotal.
Ocurre en el corazón de la Misa, cuando
el celebrante toma en sus manos la hostia y se dispone a comenzar a decir las
palabras que transformarán ese pan en el Cuerpo herido, llagado, ultrajado,
traspasado de Cristo. Ese Cristo, hecho Cordero de Dios, Sacrificio de
expiación, ese Cristo manso y humilde, callado como oveja llevada a matadero,
literalmente ha de ser llevado, cargado, por el sacerdote celebrante. Hay que
portar al que todo contiene, como dice san Juan Crisóstomo.
Y para eso la Liturgia nos indica una
escueta consigna: inclinarse (cfr. Plegarias Eucarísticas, Misal Romano)
Y aunque de paso sea un gesto de profunda veneración, no es esa su primera
acepción: más bien se trata de inclinarse como lo hace un animal ensillado para
ser montado.
Durante siglos y siglos (al menos
catorce) este “inclinarse” fue enfático, intenso, al punto que ambos codos y
antebrazos debían apoyarse sobre el altar; hoy la discreta rúbrica sólo indica
que se inclina un poco (parum), sin
explicitar cuánto ni cómo. Pero aún reducido a mesura y sobriedad, el gesto
expresa con notable plasticidad lo que por siglos comentaron los Padres y
místicos: el sacerdote carga sobre sí al Cristo sufriente; como Cristo cargó
con nosotros al cargar sobre sus espaldas la Cruz. Él nos cargó; ahora el
sacerdote lo carga a Él. Suavemente, delicadamente, piadosamente.
Pero para dar con el modo exacto de
estos adverbios, con la precisa manera en que hacerlo, por siglos y siglos el
consejo fue unánime: mirad al pollino.
¿Quieres, sacerdote, hallar la forma
más exquisita, más ajustada, más pura con que tomarlo y cargarlo? Mira al asno, mira al burrito. Ni las
águilas en su vuelo señorial, ni el cordero en su ternura, ni los leones en su
bravura, ni los venados en su hermosura, podrán enseñarte este arte sacerdotal
con que portar sobre tu lomo al Rey y Señor para que avance resuelto hacia el
ara del Sacrificio donde derramar su Vida por nosotros.
Las rúbricas no son el alma de la
Liturgia mas la contienen, como el cuerpo contiene el espíritu. Por eso, cuando
un sacerdote descuida este minúsculo gesto y consagra muy erguido sacando
pecho, lo grave no es si cometió o no una infracción; lo triste, lo penoso es
que el sacerdote olvide su función de burro, desdibuje su humildísimo rol con
que hacer de mula de carga, que en su andar calmo y sereno, firme y seguro,
lleva sobre su espalda el peso completo de la Salvación del Mundo, carga sobre
su lomo al Dios anonadado que avanza para ser partido y entregado en alimento.
El cura que al momento de consagrar, en
vez de achicarse al extremo se realza y hasta mira contento a los fieles que le
miran, más que una infracción, más que un torpor celebrativo, hace el penoso
ridículo como el de aquel burro de Samaniego o aquel otro de Luciani, creyendo
que el centro es él.
Un burrico que saca pecho tira a su jinete. Un asno que, engreído por los Hossanas y aplausos, perdiera la curvatura de su humilde gesto y condición, arroja y despide al Cristo que porta.
Sólo en la escuela del señor Jumento
los clérigos aprendemos el oficio. Sólo el burro nos desasna. Su opaco pelaje
gris, su hocico gacho, su mirada silente, su andar calmo, son arte celebrativo.
Pero de modo eminente, porque sabe que no es ni gacela, ni cóndor, ni león,
sabe que lo suyo no es mostrar espléndida cornamenta, ni dorada melena ni
cuello de armiño; sabe que lo suyo, lo que le otorga nobleza y gallardía, no es
su frente sino sus espaldas, la hospitalaria y segura planicie de su lomo.
Sabe el burro (y hemos de saber los
sacerdotes) que suya y nuestra es la raza de los que valemos no por lo que
somos sino por lo que portamos; suya y nuestra es la estirpe de los que
curvamos la espalda para que Madre y Niño huyan de los Herodes de todos los
tiempos; el linaje de los que nos arqueamos y doblamos ante el altar para que
Cristo, nuestro Dios y Señor, vuelva a montarnos y sea llevado hasta la cumbre
del Per Ipsum.
¡Devuélvenos, Señor, a nosotros,
indignos e inútiles siervos tuyos, el arte pollino, el arte de revalorar
nuestras espaldas más que nuestras caras, el arte de inclinarnos ante tu altar
y como insignificante litera ofrecer nuestra osamenta para que entre el Rey de
la Gloria!. Para que, así como al asno lo marcaste con el signo de la Cruz
sobre su lomo, también nosotros llevemos en la carne de nuestras aradas
espaldas, el indeleble Signo que salva.
(Meditación del Monasterio del Cristo Orante, Mendoza, Argentina)
El Padre Pío en el momento de la Consagración.
En el antiguo Misal Romano, ésta es la rubrica al momento de la consagración.
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