NO TEMAN
YO HE
VENCIDO AL MUNDO
«Y no
temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma;
temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el infierno”
temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el infierno”
(Mt.10, 28)
En la tempestad, Jesucristo en la proa duerme en la Barca, ante el miedo de los apóstoles.
En el Evangelio de San Mateo, (10, 26.28) encontramos
dos invitaciones de Jesús: por una parte, "no temáis a los
hombres", y por otra "temed" a Dios (cf. Mt 10, 26. 28).
Así, nos sentimos estimulados a reflexionar sobre la diferencia que existe
entre los miedos humanos y el temor de Dios. El miedo es una dimensión natural
de la vida. Desde la infancia se experimentan formas de miedo que luego se
revelan imaginarias y desaparecen; sucesivamente emergen otras, que tienen
fundamentos precisos en la realidad: estas se deben afrontar y superar
con esfuerzo humano y con confianza en Dios. Pero también hay, sobre todo hoy,
una forma de miedo más profunda, de tipo existencial, que a veces se transforma
en angustia: nace de un sentido de vacío, asociado a cierta cultura
impregnada de un nihilismo teórico y práctico generalizado.
Ante el amplio y diversificado panorama
de los miedos humanos, la palabra de Dios es clara: quien
"teme" a Dios "no tiene miedo". El temor de Dios, que las
Escrituras definen como "el principio de la verdadera sabiduría",
coincide con la fe en él, con el respeto sagrado a su autoridad sobre la vida y
sobre el mundo. No tener "temor de Dios" equivale a
ponerse en su lugar, a sentirse señores del bien y del mal, de la
vida y de la muerte. En cambio, quien teme a Dios siente en
sí la seguridad que tiene el niño en los brazos de su madre (cf. Sal
131, 2): quien teme a Dios permanece tranquilo incluso en medio de las
tempestades, porque Dios, como nos lo reveló Jesús, es Padre lleno de
misericordia y bondad.
Quien lo ama no tiene miedo:
"No hay temor en el amor —escribe el apóstol san Juan—; sino
que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor
mira al castigo; quien teme no ha llegado a la
plenitud en el amor" (1 Jn 4, 18). Por consiguiente, el
creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios,
sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único
Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó
hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación.
Cuanto más crecemos en esta intimidad
con Dios, impregnada de amor, tanto más fácilmente vencemos cualquier forma de
miedo. En el pasaje evangélico citado arriba, Jesús repite muchas veces la exhortación
a no tener miedo. Nos tranquiliza, como hizo con los Apóstoles, como
hizo con san Pablo cuando se le apareció en una visión
durante la noche, en un momento particularmente difícil de su
predicación: "No tengas miedo —le dijo—, porque yo estoy
contigo" (Hch 18, 9-10). El Apóstol de los gentiles fortalecido por
la presencia de Cristo y consolado por su amor, no tuvo miedo ni siquiera al
martirio.
Encomendemos desde ahora esta gran
iniciativa eclesial a la intercesión de san Pablo y de María santísima, Reina
de los Apóstoles y Madre de Cristo, fuente de nuestra alegría y de nuestra paz.
(Ángelus del 22 de junio de 2008 - Benedicto XVI)
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