LA VERDADERA SABIDURÍA
El Don de Sabiduría es
el más perfecto de todos los Dones.
Él nos hace preferir los
bienes celestiales a los terrenales
para que encontremos así
nuestras delicias en las cosas de Dios.
La
preferí a los cetros y a los tronos, y tuve por nada las riquezas en
comparación con ella. No la igualé a la piedra más preciosa, porque todo el
oro, comparado con ella, es un poco de arena; y la plata, a su lado, será
considerada como barro. La amé más que a la salud y a la hermosura, y la quise
más que a la luz del día, porque su resplandor no tiene ocaso.
Junto
con ella me vinieron todos los bienes, y ella tenía en sus manos una riqueza
incalculable. Yo gocé de todos esos bienes, porque la Sabiduría es la que los
dirige, aunque ignoraba que ella era su madre. La aprendí con sinceridad y la
comunico sin envidia, y a nadie le oculto sus riquezas.
Porque
ella es para los hombres un tesoro inagotable: los que la adquieren se ganan la
amistad de Dios, ya que son recomendados a él por los dones de la instrucción.
Que
Dios me conceda hablar con inteligencia, y que mis pensamientos sean dignos de
los dones recibidos, porque Él mismo es el guía de la Sabiduría y el que dirige
a los sabios. En sus manos estamos nosotros y nuestras palabras, y también todo
el saber y la destreza para obrar.
Él
me dio un conocimiento exacto de todo lo que existe, para comprender la
estructura del mundo y la actividad de los elementos; el comienzo, el fin y el
medio de los tiempos, la alternancia de los solsticios y el cambio de las
estaciones, los ciclos del año y las posiciones de los astros; la naturaleza de
los animales y los instintos de las fieras, el poder de los espíritus y los
pensamientos de los hombres; las variedades de las plantas y las propiedades de
las raíces. Conocí todo lo que está oculto o manifiesto, porque me instruyó la
Sabiduría, que es la artífice de todas las cosas.
En
ella hay un espíritu inteligente, santo, único, multiforme, sutil, ágil,
perspicaz, sin mancha, diáfano, inalterable, amante del bien, agudo, libre,
bienhechor, amigo de los hombres, firme, seguro, sereno, que todo lo puede, lo
observa todo y penetra en todos los espíritus: en los puros y hasta los más
sutiles.
La
Sabiduría es más ágil que cualquier movimiento; a causa de su pureza, lo
atraviesa y penetra todo. Ella es exhalación del poder de Dios, una emanación
pura de la gloria del Todopoderoso: por eso, nada manchado puede alcanzarla.
Ella es el resplandor de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de
Dios y una imagen de su bondad. Aunque es una sola, lo puede todo;
permaneciendo en sí misma, renueva el universo; de generación en generación,
entra en las almas santas, para hacer amigos de Dios y profetas.
Porque
Dios ama únicamente a los que conviven con la Sabiduría. Ella, en efecto, es
más radiante que el sol y supera a todas las constelaciones; es más luminosa
que la misma luz, ya que la luz cede su lugar a la noche, pero contra la
Sabiduría no prevalece el mal.
(Del capítulo VII del Libro de la Sabiduría)
Pensamientos del libro “Espiritualidad bíblica” de monseñor Juan Straubinger acerca de la Sabiduría
La sabiduría, dice
Santo Tomás, consiste en el conocimiento de Dios: no basta saber que Él existe;
hay que conocerlo, saber cómo es. Jesús va hasta decir que en ése conocimiento
está la vida eterna (Juan 17,3).
Conoceremos a Dios
estudiando lo que Él ha hablado. Así como conocemos a los hombres estudiando
los pensamientos y afectos que han expresado, porque “de la abundancia del
corazón habla la boca” (Mat. 12,34), así sucede con mayor razón respecto de
Dios que, siendo puro Espíritu (Juan 4,24), trasciende todo concepto propio de
nuestra inteligencia, y, siendo infinito, supera todas las cosas humanas (Gál.
1, 11-12).
La plenitud de esa
sabiduría está en llegar así, a través del conocimiento intelectual de la
Revelación, a conocer espiritual y experimentalmente a Dios, según la
definición que San Juan nos ha dado de Él. Esa definición nos revela algo
superior a cuanto pudimos haber imaginado: nos revela que Dios es el amor (I
Juan 4,16).
Como fruto de la
sabiduría podemos decir que, al hacernos sentir así la suavidad de Dios, nos da
el deseo de su amor que nos lleva a buscarlo apasionadamente, como el que
descubre el tesoro escondido (Is. 45,3) y la perla preciosa del Evangelio (Mat.
13). He aquí el gran secreto, de incomparable trascendencia: La moral es la
ciencia de lo que debemos hacer. La sabiduría es el arte de hacerlo sin
esfuerzo y con gusto, como todo el que obra impelido por el amor (Kempis,
III,5).
El mismo Kempis nos
dice cómo este sabor de Dios, que la sabiduría proporciona, excede a todo
deleite (III, 34), y cómo las propias Palabras de Cristo tienen un maná
escondido y exceden a las palabras de todos los santos (I 1,4).
¿Podrá alguien
decir luego que es una ociosidad estudiar así estos secretos de la Biblia? Cada
uno puede hacer la experiencia, y preguntarse si, mientras está con su mente
ocupada en estas cosas, podría dar cabida a la inclinación de pecar. ¿No basta,
entonces, para reconocer que éste es el remedio por excelencia para nuestras
almas? ¿No es el que la madre usa por instinto, al ocupar la atención del niño
con algún objeto llamativo para desviarlo de ver lo que no le conviene? Y así
es como la Sabiduría lleva a la humildad, pues el que esto experimenta
comprende bien que, si se libró del pecado, no fue por méritos propios sino por
virtud de la Palabra divina que le conquistó el corazón.
Tal es exactamente
lo que enseña, desde el Salmo 1° (v.1-3), el Profeta David, a quien Dios puso
“a fin de llenar de sabiduría a nuestros corazones” (Ecli. 45,31): El contacto
asiduo con las Palabras divinas asegura el fruto de nuestra vida. (Cfr. También
Prov. 4,23; 22,17; Ecli. 1,18; 30,24; 37,21; 39,6; Luc. 6,45; Mat. 15,19; Hebr.
13,9).
La sabiduría se
muestra en el perfecto conocimiento de la voluntad de Dios y en el cumplimiento
de lo que le agrada (1,34, 2,19; 4,15 y notas). Es la que lleva al amor, como
lo explica Jesús en Juan 14,21: “Quien ha recibido mis mandamientos y los
observa, ése es el que me ama”. Véase 27,10 y nota y la admirable luz que Jesús
da en Juan 7,17.
La primera lección
que nos da la Sabiduría es reconocer a Dios como nuestro bienhechor habitual,
base de nuestra amistad con Él: pensar bien de Él, sin lo cual no podemos
amarlo.
Dios ama a los que
la aman: He aquí el secreto para ser predilecto del Padre: amar la sabiduría,
lo cual es lo mismo que amar al Hijo (Juan 16,27), pues Jesús es la Sabiduría
(1,1).
He aquí el concepto
que Dios tiene del verdadero sabio, bien diferente del que tiene el mundo.
Según el griego se ve aún más claramente. Es aquel que medita las Sagradas
Escrituras y dedica su tiempo al estudio de los Profetas. Véase 7,40; 18,24;
34,8; S. 118,162; prov. 1,6 y notas; Is. 21,12; 34,16; Sab. 8,5; Est. 11,12; I
Tes. 5,20; Apoc. 1,3, etc. San Ignacio mártir escribe a San Policarpo: “Pide
que se te den a conocer las cosas invisibles”.
“Lo primero de que
se asombra el que llega a recibir alguna luz de sabiduría -dice Garrigou-Lagrange
hablando sobre Santo Tomás- es la suma simplicidad a que ella se reduce. Esto
nos hace comprender por qué la Sabiduría divina se revela a los niños mientras
escapa al esfuerzo especulativo de los sabios. Chesterton cuenta cómo, después
de dar la vuelta al mundo para buscar la verdad, la halló en la iglesita que
había en la esquina de su casa”.
La sabiduría que imploró Salomón se sintetiza en el "saber que
ella trabaja con nosotros a fin de que sepamos lo que a Dios agrada" (Sab.
IX, 10). Al iniciar nuestro empeño por buscarla, nos consuela el saber de
antemano que la conseguiremos, porque "el que la necesita no tiene más que
pedirla a Aquel que da copiosamente, sin zaherir a nadie” (Sant. I, 5). Porque
“todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama se le
abrirá” (Luc. XI, 10).
Más aún, la sabiduría “se anticipa a aquellos que la codician,
poniéndoseles ella misma delante”. Por tanto, quien la buscare “no tendrá que
fatigarse, pues la hallará sentada en su misma puerta” (Sab. VI, 14-15). Y esto
es porque el Divino Padre, que es bueno, "dará el buen espíritu a quien se
lo pida", así como nosotros, “que somos malos, sabemos dar cosas buenas a
nuestros hijos, y no les damos una piedra cuando nos piden un pan” (Luc. XI,
11-13).
Por donde se ve que el desear la sabiduría es ya la seguridad de
alcanzarla, y esto lo expone la Biblia en forma de sorites, en un pasaje
maravilloso que es quizá la única argumentación silogística en el Antiguo
Testamento (más marcadamente que en Rom. V, 2-5 y I Pedr. I, 5-7) y que
denuncia la procedencia alejandrina del autor del Libro de la Sabiduría.
Dice éste, en efecto: "El principio de la sabiduría es el muy
sincero deseo de instrucción; la premura de instrucción, es amor; el amor es ya
guardar sus leyes; la atención prestada a esas leyes, es signo de incorrupción;
la incorrupción (inmortalidad) da un lugar junto a Dios. Luego, el deseo de la
sabiduría conduce al Reino eterno” (Sab. VI, 17-20).
Vemos, pues, que el desear la sabiduría es ya el comienzo de la misma.
Y hay más: "No pudiendo obtenérsela sino como un don, es ya señal de
sabiduría el saber de quién viene tal gracia" (Sab. VIII, 21). Y aquí
hemos de señalar una característica que hemos expuesto en la Introducción al
Libro de los Proverbios, donde decíamos: "Casi todos los pueblos antiguos
han tenido su sabiduría, distinta de la ciencia, y síntesis de la experiencia
que enseña a vivir con provecho para ser feliz. Aún hoy se escriben tratados sobre el secreto de
triunfar en la vida, del éxito en los negocios, etc. Son sabidurías
psicológicas, humanistas, y como tales, harto falibles. La sabiduría de
Israel es toda divina, es decir revelada, por Dios, lo cual implica no sólo la
infalibilidad, sino mucho más. Porque no es ya sólo dar fórmulas verdaderas en
sí mismas, que pueden hacer del hombre el autor de su propia felicidad, a la
manera estoica; sino que es como decir: Si tú me crees y te atienes a mis
palabras, Yo tu Dios, que soy también tu amantísimo Padre, me obligo a hacerte
feliz, comprometiendo en ello toda mi omnipotencia".
Esto decíamos para señalar el carácter y el valor eminentemente
religioso de los Proverbios, aun cuando ellos no tratan de la vida futura sino
de la presente, ni hablan de premios o sanciones eternos sino temporales.
Cuánto más no ha de aplicarse tal visión cuando se estudia la sapiencia según
el Libro de la Sabiduría, donde se la presenta, no ya como virtud de orden
práctico que desciende al detalle de los problemas temporales, ni tampoco
—según hace el Eclesiastés—, como un concepto general y antihumanista de la
vida en sí misma, sino como una sabiduría toda espiritual y sobrenatural,
verdadero secreto revelado por Dios.
Esa sabiduría es tal que “juntamente con ella nos vienen todos los
bienes, y recibimos por su medio innumerables riquezas” (Sab. VII, 11). Y por
ella nos vienen también "las grandes virtudes, por ser ella la que enseña
la templanza, la prudencia, la justicia y la fortaleza, que son las cosas más
útiles a los hombres en esta vida (Sab. VIII, 7).
Resulta, pues, evidente que conocer el modo de llegar a la sabiduría,
es tener la receta infalible para librarnos de toda imperfección que pueda
hacernos olvidar lo que agrada al Padre y alejarnos de la perfecta unión con
El, la cual se mantiene conservando la paz. Esa es la paz que Jesús deseaba y
comunicaba, al saludar a todos invariablemente con la fórmula hebrea: "La
paz sea con vosotros", o "La paz sea en esta casa"; o al empezar
el mayor de sus discursos (Juan 14, 1 s.) diciendo a los suyos: "No se
turbe vuestro corazón".
Esa paz prometió Cristo como un don genuinamente suyo y procedente de Él,
pues que Él se presentó como la Sabiduría encarnada: "La paz os dejo, mi
paz os doy... Que vuestro corazón no se turbe ni tema" (Juan XIV, 27).
Así se manifiesta que Jesús consideraba la paz como de una importancia
espiritual absolutamente básica, condición previa para todo lo demás. El, que
no vino a destruir el Antiguo Testamento sino a confirmarlo y perfeccionarlo,
acentuaba así la norma que los Proverbios nos dejaron como suma enseñanza:
"sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón, porque de él manan las
fuentes de la vida" (Prov. IV, 23).
Para mejor apreciar el valor de la sabiduría, conviene presentarla en
claroscuro o contraste con la ordinaria condición de los mortales, que el hijo
de Sirac en el libro del "Eclesiástico" nos señala con estas
palabras: “Una molestia grande es innata a todos los hombres y un pesado yugo
abruma a los hijos de Adán, desde el día en que salen del vientre materno,
hasta el día de su entierro en el seno común de la madre” (Ecli. XL, 1).
El miedo es la característica de ese estado de naturaleza caída en que
nos encontramos normalmente. No se trata del miedo excepcional, característico
de la mala conciencia que, como dice Moisés, huye sin que nadie persiga (Lev.
XXVI, 17), y, como dice David, tiembla de terror donde no hay motivo (Salmo
LII, 6). Se trata del miedo en su acepción más lata, y de él poseemos una
definición admirable que nos da el Sabio del Antiguo Testamento.
El Libro de la Sabiduría, según la Vulgata, nos dice que “no es otra
cosa el miedo sino el pensar que está uno destituido de todo auxilio” (Sab.
XVII, 17). El texto griego (v. 12) define el miedo como "el abandono de
los recursos que nos daría la reflexión”, cosa que, según sabemos, puede llegar
hasta el terror pánico que casi enloquece.
En contraste con tal situación de ánimo, el Salmista nos muestra, como
propia del sabio, esta característica: "No temblará las malas
noticias". Y agrega que su corazón es inconmovible y no temerá ante sus
enemigos, antes bien los despreciará hasta que los vea abatidos (Salmo CXI,
7-8).
¿Es esto el valor estoico? No, pues no se funda en la propia
suficiencia, siempre harto falible, sino en la seguridad de una indefectible
protección. El miedo es, pues, contra la fe, esa fe de la cual sabemos que es
la vida del justo, como expresa el Apóstol de los gentiles en la Epístola a los
Romanos (I, 17).
Otro aspecto de la sabiduría considerada como serenidad, estriba en su
carácter universalista (podría decirse totalista), que no se altera, de alegría
ni de tristeza, por acontecimientos cuyo interés sólo es parcial. Su aspiración
no tiene límites, busca lo supremo porque vive en lo absoluto.
Así, pues, cuando las propias obras parecen prosperar, ella no se
entrega a la complacencia, según suele hacerlo el hombre natural, en tanto
sufre la humanidad entera. Ni tampoco se aflige demasiado al ver que desborda
lo que San Pablo llamó "el misterio de iniquidad” (II Tes. II, 7), por lo
mismo que lo tiene ya previsto según las profecías.
A este respecto, el Salmo XXXVI de David ofrece una gran luz, que se
aclara aún más si consultamos el original hebreo. En efecto se nos exhorta a no
envidiar a los que obran la iniquidad, aunque nos parezca que los vemos
triunfar, porque pronto se marchitarán y secarán como el heno. El texto hebreo
precisa más el concepto, diciendo: “No te acalores a causa de los malos”. Y lo
mismo más adelante (v. 8), en lugar de: “No quieras ser émulo en hacer el mal”,
el hebreo dice: “No te irrites, pues sería para mal”. De ahí que San Isidoro de
Sevilla recomiende la lectura y meditación de este Salmo como medicina contra
las murmuraciones y contra las inquietudes del alma.
Vemos, pues, que aún la santa indignación que nos lleva a alarmamos
ante la maldad triunfante, es atemperada por la sabiduría.
Muchos otros Salmos, p. ej. el XLVIII , y especialmente el LXXII
explican igualmente el problema del mal que se impone y de la prosperidad que
suele gozar el malvado, para enseñarnos a no turbamos y a no temer. Por lo que
hace a esta actitud valiente del sabio frente al mal, y aún a la persecución
propia, pueden verse muchas otras sentencias —cuya exposición aquí nos llevaría
muy lejos,— en los Salmos III, 7; XXII, 4; XXVI, 1; LV, 5; CXVII, 6; Mat. X,
28; Rom. VIII, 31, etc.
Pero hay todavía otra enseñanza muy profunda de la Sabiduría, para
utilidad de todo hombre deseoso de cumplir esa misión que a todos nos alcanza,
de difundir la verdad y el bien entre sus semejantes. Hallamos esa lección en
la fórmula lapidaria de San Lucas: "Semen est verbum Dei": la Palabra
de Dios es semilla.
Quiere decir que el sembrador ha de contentarse con dejar caer la
semilla. ¿Quién pensaría en golpear la tierra para apresurar la germinación? La
vida en germen, la planta, no está en la tierra, sino en el grano, y de ahí el
valor inmenso de la palabra, valor que depende de su calidad. Pero la tierra no
puede ser forzada, y si ella no es propicia, en vano pretenderíamos cosechar.
Se revela aquí otro aspecto interesante y eminentemente práctico de la
sabiduría considerada como serenidad, porque aquí ella nos dice que, aún en la
materia más importante, como es el celo por la verdad, no hemos de querer hacer
violencia. Cuando los fariseos se escandalizan de su desnuda sinceridad, Jesús,
lejos de discutir con ellos, dice a los suyos: “Dejadlos: son ciegos que guían
a ciegos" (Mat. XV, 14). Y cuando Él envía sus discípulos a evangelizar
“como corderos entre lobos", y les anuncia la persecución como un sello de
autenticidad, no les manda imponerse, ni discutir, sino al contrario: "Si
no os reciben y no escuchan vuestras palabras, salíos de aquella casa y de
aquella ciudad, sacudiendo el polvo de vuestros pies” (Mateo X, 14).
Agreguemos, para terminar, un capítulo más íntimo. El que se refiere a
la felicidad interna, cuya perennidad nos garantiza la Sabiduría.
Empieza por la paz inconmovible de la conciencia, y nos dice: “Si ves
que has sido fiel, don de Dios es esa fidelidad que te llena de gozo. No te
gloríes”. "Después que hubiereis hecho todas las cosas que se os han
mandado (por Dios), habéis de decir: “siervos inútiles somos" (Luc. XVII,
10).
Si ves que has sido infiel, y estás de ello pesaroso, también es don
de Dios esa contrición que te pone tan cerca de El como cuando eras fiel,
porque el corazón contrito es el sacrificio grato a Dios (Salmo L). Lo es por
razón de amor paternal, pues Él sabe esa gran paradoja de que ama menos aquél a
quien menos se le perdona" (Luc. VII, 47).
Sapientia sapida scientia, dice San Bernardo, esto es: la sabiduría es
ciencia sabrosa, que entraña a un tiempo el saber y el sabor. Es decir que
probarla es adoptarla pero también que nadie la querrá mientras no la guste;
porque ni puede amarse lo que no se conoce, ni tampoco se puede dejar de amar
aquello que se conoce como soberanamente amable.
Hay, pues, que buscarla, porque, “si alguno de vosotros tiene falta de
sabiduría, pídasela a Dios, que a todos da copiosamente sin zaherir a
nadie" (Sant. I, 5). Más aún, la sabiduría, "se anticipa a aquellos
que la codician, poniéndoseles ella misma delante”. Por lo tanto, quien la
buscare, "no tendrá que fatigarse, pues la hallará sentada en su misma
puerta" (Sab. VI, 14-15). Y esto es porque el Divino Padre, que es bueno,
dará el buen espíritu a quien se lo pida (Luc. XI, 15).
(Espiritualidad Bíblica, Editorial
Plantín, Buenos Aires, 1949).
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