EL DON DE CIENCIA
Nos da a conocer el verdadero valor de las
criaturas en su relación con el Creador. Nos muestra la grandeza y la belleza
de las cosas creadas y, al mismo tiempo, la profunda vanidad del mundo presente
y de todo aquello que no está ordenado a Dios.
El don de ciencia es un hábito sobrenatural,
infundido por Dios con la gracia santificante en el entendimiento del hombre,
para que por obra del Espíritu Santo, juzgue rectamente, con lucidez
sobrehumana, acerca de todas las cosas creadas, refiriéndolas siempre a su fin
sobrenatural. Por tanto, en la consideración del mundo visible, el don de
ciencia perfecciona la virtud de la fe, dando a ésta una luminosidad de
conocimiento al modo divino (STh II-II,9).
Según esto, el hábito intelectual del don de ciencia es muy
distinto de la ciencia natural, que a la luz de la razón conoce las
cosas por sus causas naturales, próximas o remotas. Es también diverso de la ciencia
teológica, en la que la razón discurre, iluminada por la fe, acerca de Dios
y del mundo.
El don de ciencia conoce profundamente las cosas creadas sin trabajo
discursivo de la razón y de la fe, sino más bien por una cierta connaturalidad
con Dios, es decir, por obra del Espíritu Santo, con rapidez y seguridad, al
modo divino. Ve y entiende con facilidad la vida presente en referencia
continua a su fin definitivo, la vida eterna.
El don de ciencia, pues, trae consigo a un tiempo dos efectos que no
son opuestos, sino complementarios. De un lado, produce una dignificación
suprema de la vida presente, pues las criaturas se hacen ventanas abiertas
a la contemplación de Dios, y todos los acontecimientos y acciones de este
mundo, con frecuencia tan contingentes, tan precarios y triviales, se revelan,
por así decirlo, como causas productoras de efectos eternos. Y de otro lado, al
mismo tiempo, el don de ciencia muestra la vanidad del ser de todas las
criaturas y de todas sus vicisitudes temporales, comparadas con la plenitud
del ser de Dios y de la vida eterna.
No es fácil encarecer suficientemente hasta qué punto es necesario para
la perfección el don de ciencia. Y hoy más que nunca. Todos los cristianos,
los niños y los jóvenes, los novios y los matrimonios, los profesores, los
políticos, los hombres de negocios, los párrocos y los religiosos, los obispos
y los teólogos, necesitan absolutamente del don de ciencia para que sus mentes,
dóciles a Dios, queden absolutamente libres de los condicionamientos
envolventes del mundo en que viven.
Si pensamos que un cirujano que padece ofuscaciones frecuentes en la
vista o que un conductor de autobús que sufre de vez en cuando mareos y
desvanecimientos, no están en condiciones de ejercer su oficio, de modo
semejante habremos de estimar que aquéllos que reciben importantes
responsabilidades de gobierno, si no poseen suficientemente el don de ciencia,
causarán sin duda grandes males en la sociedad y en la Iglesia.
El ejemplo de los santos
Al don de ciencia se le suele decir la ciencia de los santos.
Así la llamó Juan de Santo Tomás, en alusión a aquel texto de la Escritura: el
Señor «les dio la ciencia de los santos» (Sab 10,10; In I-II, d.18, 43,10).
En todos los santos, es cierto, tanto en los cultos como en los incultos, ha brillado siempre el don de ciencia, por el cual el mundo visible viene a ser revelación de Dios. Ya no es el mundo para ellos un lastre, una distracción o una tentación, sino que se torna para ellos en escala maravillosa hacia la perfecta unión con Dios.
En todos los santos, es cierto, tanto en los cultos como en los incultos, ha brillado siempre el don de ciencia, por el cual el mundo visible viene a ser revelación de Dios. Ya no es el mundo para ellos un lastre, una distracción o una tentación, sino que se torna para ellos en escala maravillosa hacia la perfecta unión con Dios.
San Francisco de Asís, por
ejemplo, «abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les
hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces,
lámparas, velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que le era
símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en
atención a Aquel que a sí mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel
que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas, se
comunicaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (Tomás de Celano, II
Vida cp.124).
Por el precioso don de ciencia todos los santos, como el Poverello,
han encontrado a Dios en las criaturas, y se han conmovido profundamente ante
la belleza del mundo visible.
San Juan de la Cruz, por
ejemplo, a un tiempo místico y poeta, halla palabras para expresar estas
maravillas que da a conocer el don de ciencia:
El alma «comienza a caminar [espiritualmente] por la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado, Creador de ellas; porque, después del ejercicio del conocimiento propio, esta consideración de las criaturas es la primera en este camino espiritual» (Cántico 5,1).
El alma «comienza a caminar [espiritualmente] por la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado, Creador de ellas; porque, después del ejercicio del conocimiento propio, esta consideración de las criaturas es la primera en este camino espiritual» (Cántico 5,1).
Y es que, «aunque muchas cosas hace Dios por mano ajena, como de los
ángeles o de los hombres, ésta que es crear nunca la hizo ni hace por otra que
por la suya propia. Y así el alma mucho se mueve al amor de su Amado Dios por
la consideración de las criaturas, viendo que son cosas que por su propia mano
fueron hechas» (Cántico 5,3). Ve el alma que es Él quien las mantiene en su
perenne belleza: «siempre están con verdura inmarcesible, que ni fenece ni se
marchitan con el tiempo» (5,4).
Por eso, en la contemplación del mundo, el alma creyente, iluminada
por el don de ciencia, «halla verdadero sosiego y luz divina y gusta altamente
de la sabiduría de Dios, que en la armonía de las criaturas y hechos de Dios
reluce; y siéntese llena de bienes y ajena y vacía de males, y, sobre todo,
entiende y goza de inestimable refección de amor, que la confirma en amor»
(14,4).
El don de ciencia da a conocer muy especialmente la belleza
fascinante del alma humana que está en la gracia divina:
Sobre esto, santa
Catalina de Siena le decía al Beato Raimundo, su director: «Padre mío,
si viera usted el encanto de un alma racional, no dudo en absoluto que daría
cien veces la vida por la salud de esa alma, pues en este mundo no hay nada que
pueda igualar tanta belleza» (Leyenda 151). Y lo mismo decía Santa Teresa: «el alma
del justo es un paraíso donde dice Él que tiene sus deleites... No hallo yo
cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma» (I Moradas 1,1). Y San Juan de la Cruz: «¡oh
alma, hermosísima entre todas las criaturas!» (Cántico 1,7).
Pero, al mismo tiempo que esta grandeza y belleza de las criaturas, el don de ciencia muestra la vanidad profunda del mundo presente. Los santos, por eso, siempre han entendido con evidencia que «todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son, como dice Jeremías [4,3]» (1 Subida 4,3).
Pero, al mismo tiempo que esta grandeza y belleza de las criaturas, el don de ciencia muestra la vanidad profunda del mundo presente. Los santos, por eso, siempre han entendido con evidencia que «todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son, como dice Jeremías [4,3]» (1 Subida 4,3).
En efecto, «todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito
ser de Dios, nada es; y, por tanto, el alma que en ellas pone su afición
[desordenada], delante de Dios también es nada y menos que nada»
(ib.4,4).
El don de ciencia, de este modo, perfeccionando la fe, desengaña al hombre espiritual de todas las fascinaciones y mentiras con que el mundo engaña a los hombres mundanos. Son indecibles las fascinaciones que el mundo ejerce sobre los hombres, también sobre tantos cristianos: «toda la tierra seguía maravillada a la Bestia» (Ap 13,3). El resultado es un espanto: «mi pueblo está loco, me ha desconocido; son necios, no ven: sabios para el mal, ignorantes para el bien» (Jer 4,22).
El don de ciencia, de este modo, perfeccionando la fe, desengaña al hombre espiritual de todas las fascinaciones y mentiras con que el mundo engaña a los hombres mundanos. Son indecibles las fascinaciones que el mundo ejerce sobre los hombres, también sobre tantos cristianos: «toda la tierra seguía maravillada a la Bestia» (Ap 13,3). El resultado es un espanto: «mi pueblo está loco, me ha desconocido; son necios, no ven: sabios para el mal, ignorantes para el bien» (Jer 4,22).
Santa Teresa de Jesús, por el don de ciencia, captó con especial
lucidez este engaño general en que viven los hombres.
Ella lo ve todo «al revés» de como lo ven los mundanos o de cómo lo
veía ella antes. Y por eso se duele al pensar en su vida antigua, «ve que es
grandísima mentira, y que todos andamos en ella» (Vida 20,26); «riese de sí,
del tiempo en que tenía en algo los dineros y la codicia de ellos» (20,27), y
«no hay ya quien viva, viendo por vista de ojos el gran engaño en que andamos y
la ceguedad que traemos» (21,4). «¡Oh, qué es un alma que se ve aquí haber de
tornar a tratar con todos, a mirar y ver esta farsa de esta vida tan mal
concertada!» (21,6).
Asistido por el don de ciencia, el cristiano perfecto -santa Teresa,
concretamente- ve la mentira de las cosas más estimadas por el mundo, y
también muchas veces por los mismos cristianos piadosos.
En cierta ocasión, doña Luisa de la Cerca enseña en su casa una
colección de joyas a su amiga Teresa de Jesús: «Ella pensó que me alegraran. Yo
estaba riéndome entre mí y habiendo lástima de ver lo que estiman los hombres,
acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor, y pensaba cuán imposible me
sería, aunque yo conmigo misma lo quisiese procurar, tener en algo aquellas
cosas, si el Señor no me quitaba la memoria de otras.
«Esto es un gran señorío para el alma, tan grande que no sé si lo
entenderá sino quien lo posee; porque es el propio y natural desasimiento,
porque es sin trabajo nuestro: todo lo hace Dios [es, pues, don de
ciencia], que muestra Su Majestad estas verdades de manera que quedan tan
imprimidas, que se ve claro que no lo pudiéramos por nosotros de aquella manera
en tan breve tiempo adquirir» (Vida 38,4).
El don de ciencia muestra también el pecado, por muy escondido
que esté en la práctica común y general. El santo distingue con toda seguridad
y facilidad lo que ofende a Dios y le desagrada, lo que es contrario al
Evangelio, por muy aceptado que esté en el mundo y entre los mismos cristianos:
costumbres, modas, criterios, espectáculos, etc. Y alcanza a ver, ve con una
ciencia espiritual luminosa, la absoluta vanidad de todo aquello que en el
mundo no está ordenado a Dios. Ve cómo las criaturas no finalizadas en su
Creador, por mucho que se hinchen y aparenten -en la televisión y en la prensa,
sea en la sociedad, sea en el mismo mundo de la Iglesia-, son nada, menos que
nada, por grande que sea su brillo y esplendor. Lo ve, lo ve con toda claridad,
porque el Señor mismo se lo muestra, como se lo hizo ver a Teresa:
« ¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender que todos es mentira lo
que no es agradable a mí. Con claridad verás esto que ahora no entiendes en
lo que aprovecha a tu alma.
«Y así lo he visto, sea el Señor alabado, que después acá tanta
vanidad y mentira me parece lo que yo no veo va guiado al servicio de Dios,
que no lo sabría yo decir como lo entiendo, y lástima me hacen los que veo con
la oscuridad que están en esta verdad» (Vida 40,1-2).
El santo, por el don de ciencia viene a ser desengañado del engaño
colectivo; es decir, despierta del sueño que le mantenía espiritualmente
dormido, como a tantos otros.
El Señor, sigue Teresa de Jesús, «me ha dado una manera de sueño en la
vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo: ni contento
ni pena que sea mucha no la veo en mí... Y esto es entera verdad, que aunque
después yo quiera holgarme de aquel contento o pesarme de aquella pena, no es
en mi mano, sino como lo sería a una persona discreta tener pena o gloria de un
sueño que soñó. Porque ya mi alma la despertó el Señor de aquello que,
por no estar yo mortificada ni muerta a las cosas del mundo, me había hecho
sentimiento, y no quiere Su Majestad que se torne a cegar» (Vida 40,22).
Experiencias espirituales semejantes del don de ciencia, igualmente
impresionantes, las hallamos en Santa Catalina de Siena. Cuenta el Beato Raimundo de Capua,
dominico, director suyo:
Una vez el Señor Jesucristo se aparece a Santa Catalina y le dice:
«¿Sabes, hija, quién eres tú y quién soy yo? Si llegas a saber estas dos cosas,
serás bienaventurada. Tú eres la que no es; yo, en cambio, soy el que soy»
(Leyenda 92). De esta premisa parte toda la doctrina espiritual de esta
Doctora. «Si el alma -decía- conoce que por sí misma no es nada y que todo se
lo debe al Señor, resulta que no confía ya en sus operaciones, sino sólo en las
de Dios. Por esto el alma dirige toda su solicitud a Él. Sin embargo, el alma
no deja para más tarde hacer lo que puede, pues al derivarse tal confianza del
amor y al causar necesariamente el amor al amante el deseo de la cosa amada
-deseo que no puede existir si el alma no hace las obras que le son posibles-
resulta que ella actúa por razón del amor. Pero no por ello confía en su
operación como cosa suya, sino como operación del Creador. Todo esto se lo
enseña perfectamente [por el don de ciencia] el conocimiento de la nada que es
y la perfección del mismo Creador» (99).
Hasta tal punto llega la lucidez espiritual sobrehumana de Catalina, y
la referencia continua que ella hacía de la criatura a su Creador, que veía
ella en los hombres con más claridad sus almas que sus cuerpos. Así se lo
había pedido ella al Señor, y el Señor se lo concedió. «Y la gracia de este
don, atestigua el Beato Raimundo, fue tan eficaz y perseverante que, a partir
de entonces, Catalina conoció mejor que los cuerpos, las operaciones y la
índole de todas las almas a las que se acercaba».
Una vez, «cuando le dije a solas que algunos murmuraban porque habían
visto a hombres y a mujeres arrodillados ante ella, sin que ella lo impidiera,
me respondió: "Sabe el Señor que yo poco o nada veo de los movimientos de
quien tengo cerca. Estoy tan ocupada leyendo sus almas, que no me fijo para
nada en sus cuerpos". Entonces le pregunté: "¿Ves, acaso, sus almas?".
Y ella me respondió: "Padre, le revelo ahora en confesión que desde que mi
Salvador me concedió la gracia de liberar a una cierta alma... no aparece casi
nunca ante mí nadie de quien no intuya el estado de su alma"» (151).
«Daré una confirmación de esto que he dicho. Recuerdo que hice de
intérprete entre el Sumo Pontífice Gregorio XI, de feliz memoria, y nuestra
santa virgen, porque ella no conocía el latín y el Pontífice no sabía italiano.
Mientras hablábamos, la santa virgen se lamentó de que en la Curia Romana, donde
debería haber un paraíso de celestiales virtudes, se olía el hedor de los
vicios del infierno. El Pontífice, al oírlo, me preguntó cuánto tiempo hacía
que había llegado ella a la Curia. Cuando supo que lo había hecho pocos días
antes, respondió: "¿Cómo en tan poco tiempo has podido conocer las
costumbres de la Curia Romana?". Entonces ella, cambiando súbitamente su
disposición sumisa por una actitud mayestática, tal como lo vi con mis propios
ojos, erguida, prorrumpió en estas palabras: "Por el honor de Dios
Omnipotente, me atrevo a decir que he sentido yo más el gran mal olor de los
pecados que se cometen en la Curia Romana sin moverme de Siena, mi ciudad
natal, del que sienten quienes los cometieron y los cometen todos los
días". El Papa permaneció callado, y yo, consternado, razonaba en mi
interior y me preguntaba con qué autoridad habían sido dichas unas palabras
como aquéllas a la cara de un Pontífice» (152).
Ésta es la lucidez espiritual propia del don de ciencia. Esta santa
sin estudios, más aún, analfabeta, viviendo siempre en Siena, sirviendo en la
casa de su padre, el tintorero Benincasa, penúltima de veinticinco hermanos,
siendo joven -muere a los treinta y tres años-, por el don espiritual de
ciencia, por obra del Espíritu Santo, conoce mil veces mejor el mundo
-el mundo de su época, el corazón de los hombres, el mundillo romano
eclesiástico-, que tantos otros que, a pesar de sus muchos estudios y
experiencias, no entienden nada, y ni sospechan siquiera cuáles son los
problemas reales del siglo y de la Iglesia en que viven.
El don de ciencia da al pensamiento y a la acción del santo una
suprema libertad respecto del mundo de su tiempo. Esa independencia total
del mundo, se dice fácilmente, pero si no es por obra del Espíritu Santo,
concretamente por el don de ciencia y por otros dones suyos, es imposible de
vivir, al menos en forma plena. Conviene saberlo.
«Esta tan perfecta osadía y determinación en las obras -advierte San Juan de la Cruz- pocos espirituales la alcanzan, porque, aunque algunos tratan y usan este trato, nunca se acaban de perder en algunos puntos o de mundo o de naturaleza, para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo, no mirando a lo que dirán o qué parecerá... No están perdidos [del todo] a sí mismos en el obrar; todavía tienen vergüenza de confesar a Cristo por la obra delante de los hombres, teniendo respeto a cosas. No viven en Cristo de veras» (Cántico 30,8).
Alude aquí a su verso «diréis que me he perdido», y aún más a la
enseñanza de Jesús: «el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda
su vida por mí la encontrará» (Mt 16,25).
Aún hay, sin embargo, quien estima que los santos, especialmente los
de vida mística más alta, apenas entienden nada de la vida presente, alienados
como están de ella por su misma vida contemplativa. Pero no, ellos son los
únicos que de verdad entienden lo que sucede en el mundo y en la Iglesia de su
tiempo. Eso está claro.
Disposición
receptiva
Con la gracia de Dios,
dispongámonos a recibir el precioso don de ciencia con estas prácticas y
virtudes:
1. La oración, la meditación, la súplica. Siempre la oración es premisa primera para la recepción de todos los dones del Espíritu Santo, pero en éstos, como el don de ciencia, que son intelectuales, parece que es aún más imprescindible.
2. Procurar siempre ver a Dios en la criatura. Ignorar u olvidar que el Creador «no sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término» (Catecismo 300), es dejar el alma engañada, necesariamente envuelta en tinieblas y mentiras, en medio de la realidad presente.
3. Pensar, hablar y obrar con perfecta libertad respecto del mundo. Es decir, no tener ningún miedo a estimar que la mayoría -también la mayoría del pueblo cristiano-, en sus criterios y costumbres, está en la oscuridad y en la tristeza del error, al menos en buena parte. Aquí se nos muestra otra vez la mutua conexión necesaria de los dones del Espíritu Santo: el don de ciencia, concretamente, no puede darse sin el don de fortaleza.
4. Ver en todo la mano de Dios
providente. Aprender a leer en el libro de la vida -en los
periódicos, en lo que sucede, en lo que le ocurre a uno mismo-, pero aprender a
leer ese libro con los ojos de Cristo. Él es nuestro único Maestro, el único
que conoce el mundo celestial, y el único que entiende el mundo temporal, el
único que comprende lo que sucede, lo que pasa, es decir, lo que es pasando.
5. Guardarse en fidelidad y
humildad. El don de ciencia, efectivamente, es don de Dios, pero es
un don que Dios concede a los humildes, a los que, recibiendo la gracia de la
humildad, le buscan, le aman y guardan fielmente sus mandatos:
«Tu mandato me hace más
sabio que mis enemigos, siempre me acompaña. Soy más docto que todos mis
maestros, porque medito tus preceptos. Soy más sagaz que los ancianos, porque
cumplo tus leyes» (Sal 118,98-100).
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