EL DON DE PIEDAD
El don de piedad lleva a perfección el abandono
confiado en la providencia amorosa del Padre y consolida el espíritu de fraternidad.
El vicio contrario a este don es la dureza de
corazón que procede de un desordenado amor a sí mismo.
El don de piedad es un hábito
sobrenatural que, por obra del Espíritu Santo, de un modo divino, enciende en
nuestra voluntad el amor al Padre y el afecto a los hombres, especialmente a
los cristianos, y a todas las criaturas (+STh II-II,121).
La piedad, como don del Espíritu Santo, perfecciona de modo sobrehumano el ejercicio de la virtud de la justicia y de todas las virtudes derivadas de ella, muy especialmente las virtudes de la religión y de la piedad. La religión da culto a Dios como a Señor y Creador, pero el don de piedad se lo ofrece como a Padre, y en éste sentido es aún más precioso que la virtud de la religión (II-II,121, 1 ad2m).
El vicio contrario al don de piedad es la dureza de corazón, que procede de un desordenado amor a sí mismo. El don de piedad, por el contrario, perfecciona el ejercicio de la caridad, y sacando al hombre de la cárcel de su propio egoísmo, lo orienta continuamente hacia Dios y hacia los hermanos con un amor y una solicitud que tienen modo divino y perfección sobrehumana.
Por otra parte, como observa el Padre Lallemant, «la piedad tiene una gran extensión en el ejercicio de la justicia cristiana:
« se prolonga no solamente hacia Dios, sino a todo lo que se relacione con Él, como la Sagrada Escritura, que contiene su palabra, los bienaventurados, que lo poseen en la gloria, las almas que sufren en el purgatorio y los hombres que viven en la tierra... Da espíritu de hijo para con los superiores, espíritu de padre para con los inferiores, espíritu de hermano para con los iguales, entrañas de compasión para con los que tienen necesidades y penas, y una tierna inclinación para socorrerlos... Es también lo que hace afligirse con los afligidos, llorar con los que lloran, alegrarse con los que están contentos, soportar sin aspereza las debilidades de los enfermos y las faltas de los imperfectos; y lleva, en fin, a hacerse todo para todos» (Doctrina espiritual IV,4,5).
El don de piedad,
por obra del Espíritu Santo, perfecciona, pues, en modo sobrehumano el
ejercicio de muchas virtudes, especialmente de la justicia y de la caridad: nos
lleva a sentirnos verdaderamente hijos de Dios, nos hace celosos para promover
su gloria, nos inclina a la benignidad con los hermanos, a la fraternidad, a la
paciencia, a la castidad, al perdón de las ofensas, y a una servicialidad
gratuita y sin límites.
Ejemplo de los Santos
Ejemplo de los Santos
Los santos, por el don de piedad, viven con intensidad sobrehumana la Comunión de los Santos. Gozan, pues, de su comunión profunda con la santísima Trinidad y con los bienaventurados, bien conscientes de que son «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19). Y también, por el mismo don del Espíritu Santo, viven su fraternidad con todos los miembros de la Iglesia de la tierra y del purgatorio, así como su solidaridad con todos los hombres. Más aún, todo el mundo visible es para ellos Casa de Dios, y estando, como están, tan unidos al Creador, se sienten profundamente unidos a todas las criaturas, que en Dios tienen su ser y su fuerza, su belleza y su obrar.
Por el don de piedad, por ejemplo, vive San Francisco de Asís profundamente la fraternidad con todas las criaturas: con el hermano Sol, con la hermana luna, con el hermano fuego, con nuestra hermana madre tierra (sora nostra matre terra) (Cántico de las criaturas). También en Santa Catalina de Siena, por el don de piedad, hallamos preciosas expresiones de su vivencia fraternal con toda criatura de Dios. El Señor le dice al corazón:
«Todo está hecho por mi bondad y puesto al servicio del hombre, de manera que a cualquier parte que se vuelva, en cuanto a lo temporal o a lo espiritual, no halla más que el fuego y el abismo de mi caridad con máxima, dulce, verdadera y perfecta providencia» (Diálogo IV,7,151).
Ese mismo don
espiritual de piedad enciende el corazón de Santa Teresa de Jesús, pues, como
ella confiesa, viendo «campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria
del Creador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro» (Vida 9,5).
Y lo mismo le sucedía a San Juan de la Cruz (2 Subida 5,3).
Esa piadosa fraternidad con las criaturas se hace en los santos aún más profunda, por supuesto, respecto de los seres humanos. San Francisco de Asís, por ejemplo, siente y expresa esa fraternidad cristiana con acentos particularmente conmovedores. Es de notar con qué dulzura la expresa, unos años antes de morir, en su Carta a toda la Orden: «mis benditos hermanos..., señores hijos y hermanos míos..., todos mis hermanos sacerdotes», etc. Y si todos los hombres son para él un don de Dios, sus frailes, sus prójimos, lo son de un modo especial: «después que el Señor me dio hermanos»... (Testamento 14).
De Santa Teresita refiere una de sus hermanas del Carmelo, Sor María de la Trinidad: «llamaba a los pecadores "sus hijos", y se tomaba muy en serio el título de "madre", respecto de ellos» (Proceso ordinario). Ella estaba, como San Pablo, queriendo engendrarlos a la vida en Cristo por el Evangelio, y sufría por ellos, con oración y penitencias, dolores como de parto (+1Cor 4,15).
Por otra parte, esa amorosa fraternidad cristiana, como lo recuerda San Francisco, procede evidentemente del Padre celestial: «todos vosotros sois hermanos, y entre vosotros no llaméis a nadie padre sobre la tierra, pues uno solo es vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 23,9: +I Regla 22,35). Es el mismo sentimiento de San Pablo, cuando escribe: «yo doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,14-15).
El don de piedad lleva a perfección el abandono confiado en la providencia amorosa del Padre. Si nuestra más profunda identidad es la de hijos de Dios, porque él ha querido hacerse Padre nuestro, y si nuestro Padre es bueno y omnipotente, y conoce nuestras necesidades, ¿qué lugar puede quedar para la inquietud en el corazón cristiano? A Él se eleva la oración filial de Santa Teresa:
«Padre nuestro que estás en los cielos... ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra [del paternóster]?... Le obligáis a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo Padre, nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como el hijo pródigo, nos ha de perdonar, nos ha de consolar en nuestros trabajos, nos ha de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo» (Camino Vall. 27,1-2).
La oración cristiana, en efecto, está llena de piedad filial y se dirige principalmente al Padre celeste. Así nos lo enseñó nuestro Maestro: «cuando oréis, decid: Padre» (Lc 11,2). Cristo «nos enseñó a dirigir la oración a la persona del Padre» (Sto. Tomás, In IV Sent. dist.15,q.4, a.5,q.3, ad1m). Ésa es la norma de la tradición, constantemente observada por la liturgia católica, que eleva siempre sus oraciones a Dios Padre, por Jesucristo, su Hijo, que con él vive y reina en la unidad del Espíritu Santo.
Un buen ejemplo
del don de piedad filial lo hallamos en las oraciones contemplativas de Santa
Catalina de Siena, que normalmente eleva sus oraciones al Padre, uniendo
siempre a Él maravillosamente al Hijo y al Espíritu. Éste suele ser el modo de
sus oraciones:
«Porque sabes, quieres y puedes, apelo a tu poder, Padre eterno; a la sabiduría de tu Hijo unigénito, por su preciosa sangre, y a la clemencia del Espíritu Santo, fuego y abismo de caridad, que tuvo a tu Hijo cosido y clavado en la cruz, para que hagas misericordia al mundo y le des el calor de la caridad con paz y unión en la santa Iglesia. No quiero que tardes más. Te ruego que tu infinita bondad te obligue a no cerrar los ojos de tu misericordia.... Jesús dulce, Jesús amor» (Orac. 24; Rocca de Tentennano 28-X-1378).
Disposición receptiva
Pidamos siempre al Padre el espíritu filial y fraternal, y pidámosle que nos lo infunda por el don de piedad, propio del Espíritu de Jesús. Pero al mismo tiempo dispongámonos a recibir ese don con estas virtudes y prácticas:
1. Venerar al Creador, contemplar su grandeza en el mundo visible, considerando a éste como Casa de Dios. Tratar con respeto todas las criaturas que el Padre ha puesto en el mundo a nuestro servicio. Ya nos dijo el Apóstol: «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3,23).
2. Dirigir muchas veces nuestra oración al Padre celestial, por Jesucristo, bajo el influjo del Espíritu Santo, que orando en nosotros, dice: Abba, Padre.
3. Meditar en nuestra condición de hijos de Dios y hermanos en Cristo.
4. Confiar en la providencia de nuestro Padre en todas las vicisitudes de nuestra vida, combatiendo toda preocupación por un abandono confiado en su amor misericordioso (+Mt 6,25-34)
5. Tratar al prójimo como hermano, ejercitando siempre con él la benignidad, la paciencia, la compasión, el perdón, la servicialidad, la comunicación de bienes.
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