EL DON DE FORTALEZA
La fortaleza es el don del Espíritu
que sostiene la virtud moral que llamamos de la misma manera.
Para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros
y sobrellevar las contrariedades de la vida, requerimos de este don.
Él nos ayuda a resistir las instigaciones de las pasiones internas
y las presiones del ambiente,
así como a superar la timidez y la agresividad.
El hombre, diariamente experimenta la propia debilidad,
El hombre, diariamente experimenta la propia debilidad,
especialmente en el campo espiritual y moral.
Cede, quizá sin darse cuenta, a los impulsos de las pasiones internas
y a las presiones que, sobre él, ejerce el ambiente circundante.
Este don asiste al cristiano para que pueda
practicar, aún en grado heroico, las virtudes de la
paciencia, la humildad, la pobreza, la castidad, la obediencia…
El don de fortaleza es un hábito sobrenatural
que fortalece al cristiano para que, por obra del Espíritu Santo, pueda
ejercitar sus virtudes heroicamente y logre así superar con invencible
confianza todas las adversidades de este tiempo de prueba y de lucha, que es su
vida en la tierra.
Cuando el Espíritu Santo activa en los fieles el don de la fortaleza, se ven éstos asistidos por la fuerza misma del Omnipotente, y superan con facilidad y seguridad toda clase de pruebas, sean internas o externas. Es entonces cuando los cristianos prestan con toda naturalidad servicios que exigen una abnegación heroica, y cuando soportan sin queja alguna la soledad, el desprecio, la marginación y toda clase de adversidades, ordinarias o extraordinarias. Todo lo aguantan con serenidad y paciencia, sin vacilaciones, con buen ánimo, sin alardes, con toda confianza y sencillez, es decir, con una facilidad sobrehumana. Y digo sobrehumana porque ya no es sólo la virtud de la fortaleza quien actúa en ellos, sino el don del Espíritu Santo.
Cuando el Espíritu Santo activa en los fieles el don de la fortaleza, se ven éstos asistidos por la fuerza misma del Omnipotente, y superan con facilidad y seguridad toda clase de pruebas, sean internas o externas. Es entonces cuando los cristianos prestan con toda naturalidad servicios que exigen una abnegación heroica, y cuando soportan sin queja alguna la soledad, el desprecio, la marginación y toda clase de adversidades, ordinarias o extraordinarias. Todo lo aguantan con serenidad y paciencia, sin vacilaciones, con buen ánimo, sin alardes, con toda confianza y sencillez, es decir, con una facilidad sobrehumana. Y digo sobrehumana porque ya no es sólo la virtud de la fortaleza quien actúa en ellos, sino el don del Espíritu Santo.
Distinción
entre la virtud cardinal y el don de fortaleza
La virtud moral de la fortaleza apoya al
cristiano con el auxilio de la gracia divina, que de suyo, ciertamente, es
omnipotente. Pero siendo una virtud, se ejercita al modo humano, es
decir, según el discurso de la razón -a veces lento, complejo, laborioso-, de
tal modo que esta virtud no llega a quitar del alma en forma absoluta toda
vacilación, y todo temor o angustia.
Por el contrario, el don espiritual de fortaleza, por obra
inmediata del Espíritu Santo, al modo divino, de manera sobrehumana,
aleja del alma todo miedo, le infunde un valor divino y una serenidad
inviolable, de tal modo que puede pensar, decir o hacer cualquier cosa -todo lo
que Dios quiera obrar en él- sin temblor alguno, y sin caer, por supuesto, en
actitudes imprudentes, pues unido necesariamente al don de fortaleza está el
don de consejo.
El don de fortaleza lleva, pues, a perfección el ejercicio de la
virtud de la fortaleza, pero asiste también, evidentemente, a todas las demás
virtudes -la paciencia, la humildad, la pobreza, la castidad, la obediencia,
etc.-, de modo que, gracias a él, todas ellas puedan practicarse con prontitud,
seguridad y perfección, sean las que fueren las circunstancias.
Toda «la vida del hombre sobre la tierra es un combate» (Job 7,1): lucha contra sí mismo -la propia malicia y debilidad del hombre carnal-, lucha contra el mundo, lucha contra el demonio. Es un combate continuo, incesante, agotador, en el que ciertos desfallecimientos inoportunos, en determinados momentos cruciales, pueden causar enormes daños en la persona que los sufren y en los demás.
Toda «la vida del hombre sobre la tierra es un combate» (Job 7,1): lucha contra sí mismo -la propia malicia y debilidad del hombre carnal-, lucha contra el mundo, lucha contra el demonio. Es un combate continuo, incesante, agotador, en el que ciertos desfallecimientos inoportunos, en determinados momentos cruciales, pueden causar enormes daños en la persona que los sufren y en los demás.
Pues bien, no podrá el cristiano salir victorioso de una batalla tan
continua y terrible si Cristo Salvador -sin el cual nada podemos (+Jn 15,5)- no
le comunica su fuerza, primero al modo humano, por la virtud de la fortaleza, y
más tarde al modo divino, por el don de fortaleza.
Ejemplo de los santos
Ejemplo de los santos
La fortaleza sobrehumana del Espíritu se manifiesta en toda la vida de
Cristo, tanto en su dominio sobre los hombres -por ejemplo, cuando impide en
Nazaret que le precipiten de lo alto del monte (Lc 4,28-30)-, como en su
señorío sobre la naturaleza -calmando, por ejemplo, la tempestad del lago
(8,24-25)-.
Sin embargo, el espíritu sobrehumano de fortaleza se manifiesta en
Cristo sobre todo en el momento de la Pasión, cuando mantiene el sí
incondicional de su obediencia al Padre aun sintiendo «pavor, angustia»,
«tristeza de muerte», y aun llegando a «sudar sangre» del horror sentido (Mt
26,38; Mc 14,33; Lc 22,44). A tanto llegó el abismo del espanto, que «un ángel
del cielo se le apareció para fortalecerlo» (Lc 22,43). ¡El Verbo eterno
encarnado, el Primogénito de toda criatura, fortalecido por el Espíritu
divino mediante una criatura!...
No nos escandalicemos de Jesús, agonizante de terror, sino adorémoslo
muy especialmente en estas angustias suyas de muerte, por las que quiso bajar
al fondo mismo del sufrimiento humano, manifestándonos al mismo tiempo en su
debilidad extrema la infinita fuerza del Espíritu divino.
De todos modos, no permite Dios normalmente que los discípulos de su
Hijo, que son tan débiles, se vean hundidos en tales abismos de horror
indecible. Y por eso los conforta eficacísimamente con su Espíritu,
humanamente, por la virtud infusa de la fortaleza, o sobrehumanamente, por el
don de fortaleza.
La fuerza sobrehumana del Espíritu, es decir, el don de fortaleza, se
manifiesta también poderoso en los santos de Cristo. Él es el que sostiene
durante años y años a los contemplativos en la soledad, el silencio y la vida
penitente. Él es el que da fuerza a los confesores para testimoniar la verdad
de Cristo, afrontando con toda paz exilios, desprestigios y marginaciones
incontables. Él es el que asiste a tantos párrocos, padres de familia,
misioneros, religiosos asistenciales, etc., para que en situaciones, a veces
habituales, sumamente difíciles o en momentos de prueba extrema, mantengan un
testimonio heroico de abnegación, fidelidad y caridad.
Pero, sin duda, los más impresionantes ejemplos del don de fortaleza
los hallamos en los innumerables mártires de la historia cristiana. Las Actas
de los mártires son un álbum precioso en el que los efectos del don de la
fortaleza se nos muestran en miles de imágenes fascinantes. Todos ellos,
sostenidos por la fortaleza del Espíritu Santo, como los apóstoles, pasan por
la angustia de pruebas extremas «con la alegría de haber sido hallados dignos
de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).
El mártir
San Vicente, diácono.
Contemplemos, por ejemplo, el martirio del diácono San Vicente
descrito por San Agustín:
«Era tan grande la crueldad que se ejercitaba en el cuerpo del mártir
y tan grande la tranquilidad con que él hablaba, era tan grande la dureza con
que eran tratados sus miembros y tan grande la seguridad con que sonaban sus
palabras, que parecía como si el Vicente que hablaba no fuera el mismo que
sufría el tormento.
«Y es que, en realidad, así era: era otro el que hablaba. Así lo había
prometido Cristo a sus testigos en el Evangelio, al prepararlos para semejante
lucha. Había dicho, en efecto: "No os preocupéis de lo que vais a decir o
de cómo lo diréis. No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro
Padre hablará por vosotros" [Mt 10,19-20].
«Era, pues, el cuerpo de Vicente el que sufría, pero era el Espíritu
quien hablaba, y por estas palabras del Espíritu no sólo era redargüida la
impiedad, sino también confortada la debilidad» (Sermón 276, 2).
La fortaleza en Santa Teresita del niño Jesús: un martirio de amor
La fortaleza en Santa Teresita del niño Jesús: un martirio de amor
No es preciso, sin embargo, que se dé el martirio sangriento para que
el don de fortaleza resplandezca con toda su grandeza. En Santa Teresa del Niño
Jesús, por ejemplo, podemos contemplar ese don del Espíritu en una de sus
versiones más conmovedoras. Ella, por su naturaleza, no tenía nada de fuerte;
más bien era una persona de poca salud y con una constitución psicosomática más
bien débil y vulnerable.
Siendo niña, refería su madre en una carta, «tiene unas rabietas
terribles cuando las cosas no salen a su gusto, se revuelca por el suelo como
una desesperada, creyéndolo todo perdido. Hay momentos en que la contrariedad
la vence, y entonces hasta parece que va a ahogarse. Es una niña muy nerviosa» (Manuscritos
autobiográficos A8r). Y ella misma dice de sí: «realmente en todo hallaba
motivo de sufrimiento» (A4r). «Verdaderamente, mi extremada sensibilidad me
hacía insoportable. Si me acontecía disgustar involuntariamente a alguna
persona querida, lloraba como una Magdalena... Y cuando empezaba a consolarme
de la falta en sí misma, lloraba por haber llorado. Eran inútiles todos los
razonamientos; no conseguía corregir tan feo defecto» (A44v).
Tuvo, sin embargo, por gracia de Dios, una buena educación cristiana,
concretamente en la virtud de la fortaleza. Su hermana Paulina, por ejemplo, le
obligaba a veces, para que venciera el miedo, a quedarse sola de noche a
oscuras (A18v).
De todos modos, así como hay casos en que las virtudes sobrenaturales
se desarrollan en continuidad con la virtud natural de la persona -la
sabiduría en Santo Tomás, por ejemplo-, hay casos en que las virtudes se
acrecientan por contraste -por ejemplo, la mansedumbre en San Francisco
de Sales-. En el caso de Santa Teresita es indudable que su formidable
fortaleza nace solamente de la gracia: primero ejercitada, por contraste, en
actos de virtud muy intensos y frecuentes -ocasionados por su propia debilidad
natural-; más tarde, como don de fortaleza, como don sobrehumano del Espíritu
Santo. Ella, a causa de su debilidad congénita, de ningún modo podía apoyarse
en sí misma, y justamente por eso, apoyándose solamente en Dios, vino a hacerse
sobrehumanamente fuerte. Estamos, como ya vimos, en plena lógica evangélica:
«en la flaqueza llega al colmo la fuerza» (2Cor 12,9). El paso que, por obra
del Espíritu Santo, da Santa Teresita de la mayor debilidad a la fortaleza
espiritual más formidable es verdaderamente impresionante. Ella misma se
admiraba.
Antes, « en todo hallaba motivo de sufrimiento.
Exactamente todo lo contrario de lo que me pasa ahora, pues Dios me ha
concedido la gracia de no apenarme por ninguna cosa pasajera. Cuando me acuerdo
del tiempo pasado, mi gratitud se desborda en mi alma, viendo los favores que
he recibido del cielo. Se ha operado en mí tal cambio, que ni yo misma me
reconozco» (A43r).
Por obra del Espíritu Santo se ha producido este cambio, al modo
humano de las virtudes, primero, y por el don de fortaleza finalmente, ya de
modo perfecto. Ella misma lo entiende así, y refiere con detalle cuándo
exactamente y cómo el Espíritu divino despertó en ella para siempre el don de
la fortaleza:
«Era necesario que Dios obrase un pequeño milagro para hacerme crecer
en un momento. Y el milagro lo realizó el día inolvidable de Navidad... La
noche en que Él se hace débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y
valerosa; me revistió de sus armas. Desde aquella noche bendita nunca más
fui vencida en ningún combate. Por el contrario, marché de victoria en
victoria... Se secó entonces la fuente de mis lágrimas... Fue el 25 de
diciembre de 1886 [a los trece años de edad] cuando se me concedió la gracia de
salir de mi infancia; en otras palabras, la gracia de mi total
conversión... Teresa ya no era la misma; Jesús había cambiado su corazón»
(A44v-45r).
Por otra parte, es preciso señalar que la fortaleza sobrehumana de
Santa Teresita nace fundamentalmente de su amor a Cristo crucificado. Ya en la
primera comunión, el Espíritu Santo le inspira un gran amor al sufrimiento, y
le lleva a hacer suya aquella petición de la Imitación de Cristo: « ¡oh
Jesús, dulzura inefable, cámbiame en amargura todos los consuelos de la
tierra!». Y esto lo realiza ella más en forma donal que virtuosa:
«Esta oración brotaba de mis labios sin el menor esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla no por propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira un amigo» (A36rv).
«Esta oración brotaba de mis labios sin el menor esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla no por propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira un amigo» (A36rv).
Ya en el Carmelo, crece más y más su fortaleza en el Espíritu,
aumentado así su deseo y su capacidad de participar en la cruz de Cristo. En el
Proceso ordinario para la beatificación de Teresa, su hermana Sor
Genoveva, al considerar la virtud de la fortaleza, habla largamente de la
fortaleza espiritual de la Sierva de Dios:
«En ninguna ocasión se proporcionó a sí misma alivios o ayudas fuera
de los que le ofrecían espontáneamente, sin adelantarse ella a pedirlos...
Desde muy pequeña había adquirido la costumbre de no desperdiciar las pequeñas
ocasiones de mortificarse... Y en el Carmelo, sus hábitos de mortificación se
extendieron a todas las cosas. Noté que nunca preguntaba noticias... En el
refectorio, aceptaba sin quejarse jamás que le sirviesen las sobras de la
comida. Nunca apoyaba la espalda, no cruzaba los pies, siempre se mantenía
derecha... No admitía nada que se pareciese a comodidad y desenvoltura
mundanas. A menos que una gran necesidad lo exigiese, no se enjugaba el sudor,
porque decía que hacerlo era señal de que se tenía demasiado calor y una manera
de hacerlo saber...
«A propósito de los instrumentos de penitencia... me dijo: "juzgo
que no vale la pena hacer las cosas a medias. Yo tomo la disciplina para
hacerme daño, y deseo hacerme el mayor daño posible"... Durante el
invierno, a pesar de los numerosos sabañones que le hinchaban considerablemente
las manos, rara vez la vi mantenerlas ocultas» para protegerlas del frío.
El espíritu de fortaleza, sin embargo, se manifestó en ella sobre todo
soportando inmensas penas interiores. En el mismo Proceso, el P.
Godofredo Madelaine, abad premonstratense que tuvo con la santa relación de
conciencia, subraya «el verdadero martirio» que, sobre todo en algunas épocas,
pasó Teresa a causa de los escrúpulos, las dudas de fe y las Noches del
sentido y del espíritu:
«Sufrió además un martirio de amor, que me siento incapaz de
describir, pero en cuyo contexto la sola idea de ofender a Dios le causaba
indecible tormento [don de temor]. Y a todas estas pruebas se añadía un
estado habitual de aridez y desamparo interior. Pues bien, lo que siempre
me pareció extremadamente notable fue su fortaleza de ánimo para soportar todas
estas penas [don de fortaleza]. Su alegría, su buen humor, su amabilidad para
con todos eran tan constantes que, en la comunidad, nadie sospechaba lo mucho
que sufría».
La débil Teresita, por el amor al Crucificado, por su deseo de
participar más en la obra de la Redención, ha venido a ser la mujer fuerte:
«Jesús me hizo comprender que quería darme las almas por medio de la cruz. Y
así mi anhelo de sufrir creció en la medida que aumentaba el sufrimiento»
(A69v). Ahora, según lo había pedido en su primera comunión, «mi consuelo es no
tenerlo en la tierra» (B1r). La invencible fortaleza de Teresita es la Cruz de
Cristo.
Poco antes de morir, escribe en algunas cartas: «El sufrimiento unido
al amor es lo único que me parece deseable en este valle de lágrimas» (Cta.
253: 13-II-1897). «Desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en
mi cielo aquí en la tierra» (254: 14-VII-1897). «He encontrado la felicidad y la
alegría aquí en la tierra, pero únicamente en el sufrimiento, pues he sufrido
mucho aquí abajo. Habrá que hacerlo saber a las almas... Desde mi primera
comunión, cuando pedí a Jesús que me cambiara en amargura todas las alegrías
de la tierra, he tenido un deseo continuo de sufrir. Pero no pensaba cifrar
en ello mi alegría. Ésta es una gracia que no se me concedió hasta más tarde»
(Últimas conversaciones 31-VII-1897,13).
Y el mismo día de su muerte: «Todo lo que he escrito sobre mis deseos
de sufrir es una gran verdad... Y no me arrepiento de haberme entregado al
Amor» (ib. 30-IX-1897).
Disposición receptiva
El don de fortaleza ha de ser pedido al Espíritu Santo, y ha de ser también procurado especialmente por virtudes y ejercicios espirituales como éstos:
1. Amar a Jesús crucificado, y querer tomar parte en su Cruz, para completar «lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
2. Aceptar con sumo
cuidado todas y cada una de las penas de la vida, tengan origen bueno o
malo, digno o indigno:
«Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz cumplida, flaqueza o fuerza a mi vida, que a todo diré que
sí. ¿Qué queréis hacer de mí?» (Sta. Teresa, Poesías).
3. Procurarse penalidades
para la mortificación del cuerpo y del espíritu.
4. Nunca quejarse de nada. El santo Cura de Ars lo tenía muy claro: «un buen cristiano no se queja jamás». Es decir, se prohíbe terminantemente la queja-protesta, aunque se permita moderadamente la queja-llanto, como también se la permitió el mismo Cristo, (+Jn 11,33-35).
4. Nunca quejarse de nada. El santo Cura de Ars lo tenía muy claro: «un buen cristiano no se queja jamás». Es decir, se prohíbe terminantemente la queja-protesta, aunque se permita moderadamente la queja-llanto, como también se la permitió el mismo Cristo, (+Jn 11,33-35).
5. Obedecer con toda
fidelidad. Muchas cosas, aparentemente imposibles, que no se harían por
iniciativa propia, pueden hacerse por obediencia cuando son mandadas. Así se lo
dice el Señor a Santa Teresa de Jesús: «hija, la obediencia da fuerzas»
(Fundaciones, prólg. 2).
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