FELIZ
AÑO: ¿AUGURIO O CERTEZA?
Reflexión
ante la llegada de un nuevo año.
La
perspectiva del hombre creyente, del hombre no-creyente y del hombre anti-teos frente al deseo de ¡FELIZ AÑO NUEVO!
Un
escrito del Monasterio del Cristo Orante
La foto muestra una de las esculturas del Pórtico Real de la Catedral de Chartres.
Son imágenes de la transición del románico al gótico.
Es la primera de las doce referidas a los meses del año. Esta es la de Enero y muestra a dos cabezas (la del anciano que recuerda al Año que se va y la de un joven que representa al mes inaugural)
Chesterton,
ese agudo pensador inglés que hizo el largo camino del ateísmo al cristianismo,
gustaba señalar curiosidades o caprichos culturales. Y refiere a uno que -cien
años después- sigue en boga: los no creyentes viven llenos de creencias y los
hombres religiosos suspiran en deseos que deberían tener por certezas.
El
abanico de ejemplos es amplio, pero parece más oportuno centrarnos en uno solo,
en torno al año nuevo.
Este
va a ser un buen año, afirma el no-creyente, levantando su copa con lacónica seriedad, casi como
una cábala para que así sea, o como arenga motivadora. En cualquier caso:
emitiendo moneda sin respaldo en oro.
Mientras,
hombres creyentes
-del credo que fuera- con timbre piadoso estampan: te deseo un feliz año: ojalá
lo sea... sin caer en la cuenta de que el oro de su fe los habilita a pasar del
augurio a la certeza. Creen en un Dios bueno con señorío real sobre su obra,
que hace lo que quiere y quiere lo mejor. Y por ello, no deberían esperar que
todo termine bien: deberían saber que todo está saliendo inmejorablemente bien,
conforme al Plan. Es lo que en las religiones de todos los tiempos y culturas
se denomina sin más: la
Divina Providencia.
Valga
como ejemplo tan sólo anotar un texto que ronda los 2400 años:
Oh
endeble mortal, ínfimo como eres, sin darte cuenta te relacionas con el todo
del orden general que dispone cada parte en función de la totalidad. Y
murmuras, porque ignoras qué es lo mejor a cada tiempo para ti y para el todo:
el todo tuyo y el todo del todo. Es tan simple y sin embrago no lo entiendes:
si hay dioses -que los hay- no descuidan la cuestión humana. Ni su curso ni su
destino.
Hasta
aquí lo que escribe Platón, con sus dioses insobornablemente buenos.
Incontables textos bíblicos podrían secundar y completar esta intuición, que
hace cumbre en el Dios Padre de Jesucristo a quien no se le escapa ni la caída
de un solo cabello y lo dispone todo para bien nuestro. Jesús remite como
prueba contundente mirar nomás los lirios del campo o las aves del cielo: no
desesperan juntando alimento en graneros ni ahorrando para vestirse. Viven en
la certeza de que su Hacedor seguirá a cargo de su causa y la llevará a buen
fin.
Pero
para completar el inventario cultural actual, además de creyentes e incrédulos
se da hoy una tercera posición con pocos antecedentes históricos: a los píos y
ateos de siempre, se suman ahora los anti-teos, que formulan así su convicción: “Dios existe y es un canalla”.
La
frase emblemática pertenece al protagonista de un intrincado cuento de Sábato
que encarna con todo detalle este modelo de religiosidad. Hay un Dios (seguir
sosteniendo la apuesta en favor del azar es tan ingenuo e irracional como
infantil) y este mundo es el despliegue creativo de su poder, su juego y
entretenimiento.
Y
completo el perfil de este credo saltando de novela: en la escena final de la
película “El Abogado del Diablo”, en su último intento por persuadir al Hombre
arremete Al Pacino: ¿no te das cuenta de
que Él los ha arrojado en el mundo cual ratas en laberinto, y a carcajadas se
divierte viéndolos corretear en busca de la salida mientras levanta apuestas
entre sus ángeles? Dios existe y es perverso. Y el mundo: su divertimento.
Ante
este complejo panorama cultural de creyentes inseguros, ateos supersticiosos y
antiteos rabiosos parece oportuno recotizar la devaluada moneda de la Divina Providencia.
Se
suele creer que esta consiste en una suerte de favoritismo divino: un beneficio
de los dioses que pueden darlo o no y a quien se les plazca. Y creemos que
fuimos destinatarios de ella cuando las cosas nos salen conforme a nuestros
planes y expectativas. Y esto es falso.
La
Providencia es la visión adelantada y de conjunto del proyecto completo y el
consiguiente subsidio y soporte de lo que a cada parte le hiciere falta en
función de ese Todo. Desde nuestra parcialidad a cada uno de estos soportes
solemos evaluarlos con infinita miopía como favor o desgracia según nuestra
estrechísima y fragmentada visión.
Decía
Peguy que el hombre no sólo hace un papelón cuando se ahoga en un vaso de agua:
también, cuando allí intenta nadar. La insensatez en cuestión es un conflicto
de proporciones.
Como
dice sin vueltas el Salmista: aunque al hombre insensato se le escape y el
necio no entienda estas cosas, las obras del Señor son grandes y cada uno de
sus designios, profundos (Sal 91). Y “grande” no refiere aquí -ni en el resto
de la Biblia- a un adjetivo elogioso: se trata de un sustantivo dimensivo.
Benedicto
XVI invirtió una de sus primeras reflexiones papales en el asunto:
“La historia
no está en manos de potencias oscuras, del azar o de opciones humanas. Ante el
desencadenamiento de energías malvadas, ante tantos azotes y males, se eleva el
Señor, árbitro supremo de las vicisitudes de la historia. Él la guía con
sabiduría hacia la meta. Dios no es indiferente ante las vicisitudes humanas,
sino que penetra en ellas realizando sus proyectos con eficacia. La aventura de
la humanidad no es confusa y carente de significado: tiene un rumbo
preestablecido (11-V-05).
Una
clave para entender mejor el estilo en que Dios lleva adelante el Mundo es
hacerse a la idea de que la Creación no es un acto estanco, pretérito, luego
del cual el autor lo que hace es conservar su obra. Una suerte de fabricación
con garantía. Lo cierto es apenas distinto: cada existente está siendo sacado
de la nada en cada momento, en un despliegue de energía y compromiso
insospechados.
Jesús
no duda en ajustar la concepción judía de un Dios que realizó su obra en seis
días tras lo cual descansó mirándola desde afuera, cual un Miguel Ángel
contemplando su Pietá. La modernidad ha sido ágil para replantear la Creación
en seis días a la luz de la evolución... pero bastante torpe y piedeletrista
con el séptimo día: el Shabbat divino. Mi Padre trabaja siempre, y yo también
-insiste el Señor (Jn 5,17)-, revelando a un Dios sin “intermitencias” en su
cuidado y gobierno.
Lo
cierto es que en este 2016 vendrán la salud y la enfermedad, vendrán los éxitos
y los fracasos, vendrán soles y lluvias, invierno y verano... y no será una
discontinuidad de la Providencia sino su estable y continuo ejercicio.
Todo
será parte del Plan. La adversidad -cual sea- también es parte del plan. Y en
esto hay que animarse a llevarlo a fondo: todo es todo.
También
el quehacer humano. Jesús cuida este detalle y antes de hablar de pájaros y
flores y de un Padre que destila bondad encuadra su bello discurso sobre la
Providencia en este dato contundente: ustedes y yo pasaremos por la prueba, y
también esto está previsto (Mt 10,24).
En
el monte Dios proveerá... consuelo y alivio o prueba y traición. El Monte Moria
y el Calvario son laderas hacia una misma cumbre.
Los comentadores del Génesis gustan marcar un detalle peculiar: hubo una tarde y una mañana y ese fue el primer día. Dios parece no crear la noche. Pero el Dios de Isaías se encarga de afinar el asunto: dichas y desgracias, luces y tinieblas, soy Yo, el Señor, quien hace todo esto (Is 45,7).
Los comentadores del Génesis gustan marcar un detalle peculiar: hubo una tarde y una mañana y ese fue el primer día. Dios parece no crear la noche. Pero el Dios de Isaías se encarga de afinar el asunto: dichas y desgracias, luces y tinieblas, soy Yo, el Señor, quien hace todo esto (Is 45,7).
E
insistamos: no sólo las catástrofes naturales, sino los desaciertos humanos se
inscriben en la Providencia. Así como los cardíacos o los asmáticos llevan encima
su medicación por cualquier inconveniente, todos deberíamos tener muy a mano
-en la memoria, el corazón y la mente- aquella feliz expresión de José, el hijo
de Jacob, a sus hermanos que le hicieron de todo: no fueron ustedes sino
Dios... y aunque ustedes lo pensaron para hacerme daño, Dios lo pensó para bien
(Gen 45,8).
Como
que la mayor “Tragedia” de la Historia no tiene a Caifás, Anás, Pilato y Judas
por artífices, sino al Padre de los lirios salvando al mundo por la Sangre de
su Hijo.
Volviendo
al inicio: el optimismo pagano, sin fondos, suele afirmar: ya se va a dar
vuelta el partido: todo va a mejorar.
Y
el creyente, teniendo con qué, calla su mejor retruco: todo está saliendo bien.
No sólo el compás resolutivo, sino la sinfonía entera, aún en sus pasajes más
disonantes es buena y bella.
Hay
algo de trampa en aquello de que Dios
escribe derecho en renglones torcidos. Más saludable parece sospechar que
lo único torcido es nuestra mirada ante un Dios Señor de los renglones y las
palabras.
La tan famosa frase de Juliana de Norwich “All shall be well” (Todo estará bien) suele asfixiarse en este mismo sentido. Como si sólo a los postres las cosas se acomodaran un poco. Así como el “A la tarde te examinarán en el amor” de san Juan de la Cruz no es a la hora de la muerte sino al crepúsculo de cada obra, el “todo termina bien” no es para la Parusía sino para cada recodo de esta sinuosa historia que Dios va viendo y haciendo novedosamente buena.
La tan famosa frase de Juliana de Norwich “All shall be well” (Todo estará bien) suele asfixiarse en este mismo sentido. Como si sólo a los postres las cosas se acomodaran un poco. Así como el “A la tarde te examinarán en el amor” de san Juan de la Cruz no es a la hora de la muerte sino al crepúsculo de cada obra, el “todo termina bien” no es para la Parusía sino para cada recodo de esta sinuosa historia que Dios va viendo y haciendo novedosamente buena.
Si
la ponderación de las dificultades, contramarchas, límites y fracasos no supera
la de ser un “intervalo” en el favor divino, y la esperanza se limitara y
devaluara a ser el aguante a la espera de un final feliz, cada año será tan
penoso y rancio como el anterior. Una
nauseosa recurrencia del sin-sentido a la espera del sentido prometido.
De
las cosas más bellas y fuertes que nos ha dicho el Papa Benedicto en su Encíclica
sobre la Esperanza (Spes salvi) refiere
a esto. La esperanza cristiana no es un vago suspiro por promesas que confiamos
se cumplirán muy al final. La esperanza cristiana nos instala con vigorosa
firmeza sobre la roca del ya iniciado cumplimiento. Por eso nuestra sobria
alegría es tan recia como auténtica. No es la inquieta y vacua carcajada
posmoderna ante la insoportable levedad del ser; es la serena sonrisa ante la
insobornable densidad del Ser y Ser Eterno, en Quien vivimos, nos movemos y
existimos. Y remata el Pontífice: “Por la fe, de manera incipiente, podríamos
decir «en germen» ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan:
el Todo, la Vida verdadera.” (SS 7).
Sólo
nos es posible abrirnos a la buena novedad (Evangelio) de cada año desde el
presupuesto de tratarse de un feliz e inequívoco Don de Dios.
Ante
la terna “feliz-año-nuevo” el mundo
considera el último término como presupuesto o dato fáctico, y el primero, como
posible y deseo. Nuestra fe debería animarse con un simple enroque: que este año feliz sea en verdad
nuevo para ti.
Y
a la luz de la Navidad, gritar desde las terrazas de este mundo triste y
desanimado: les anuncio una gran alegría, hoy les ha nacido un año feliz: vayan
y vean y gusten su Novedad.
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