LA EXHORTACIÓN DE SAN JUAN
BAUTISTA, pregonero del Adviento y del Año Jubilar de la Misericordia
EL DESIERTO DARÁ SUS FRUTOS
San Juan Bautista en el desierto, llevando una vida austera y anunciando al Agnus Dei,
exhortando a una vida de penitencia y arrepentimiento.
Vivimos tiempos de “crisis de fe”
donde se difumina la noción de pecado como ofensa a Dios.
Por ello, cuesta entender el sentido de la penitencia,
un ejercicio principal del Adviento
y de este Año Jubilar de la Misericordia.
El
día que se aproxima está precedido por la aurora, y las tinieblas de la noche
se disipan cuando está cerca la luz del sol. Por eso, en este segundo domingo
de Adviento la liturgia destaca la figura de san Juan Bautista, que fue el
precursor del Mesías, enviado para prepararle el camino. (cf. Lc 3, 1-6).
El Bautista se sitúa entre los dos Testamentos, como síntesis del
Antiguo y como alborada del Nuevo. Es en él donde parecen unirse la Ley y los
Profetas en la espera de algo nuevo y más perfecto: la Nueva Ley Evangélica.
Anuncia el inminente cumplimiento de la espera de la humanidad y del pueblo de
Israel que se había prolongado durante siglos, desde la promesa del Redentor
hecha a nuestros primeros padres.
«La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan
inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras
y símbolos de la “Primera Alianza”(Hb 9,15), todo lo hace converger hacia
Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel.
Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta
venida» (CEC, 522). «Al celebrar anualmente la
liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando
en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan
el ardiente deseo de su segunda Venida» (ibid. 524).
1. El desierto está despojado de toda belleza y
verdor. Es lugar austero, desolador… Puede significarnos el campo de
este mundo que se ha olvidado de vivir según Dios. Cuando los hombres no viven
la vida de la gracia, se parecen a este lugar sin vida, sin verdor y sin
frutos.
Con la presencia del Bautista, "la voz que clama en el desierto", la
Iglesia nos viene a decir en este Adviento que hemos de preparamos para dejar
lo que tengamos de desierto en nuestras vidas, y para que demos paso en nuestra
vida a la belleza y a dar los frutos de las buenas obras por la obra de la gracia.
Esa es la transformación que se evoca en el bellísimo lirismo de la
Profecía de Baruc (5, 1-3) Al igual que
en otras profecías se anuncia cómo «Jesucristo, Sol de justicia, se
levanta sobre Jerusalén… A la vista de su luz todos los pueblos acuden
presurosos a la ciudad santa… Jerusalén adquiere una magnificencia
incomparable, sus riquezas son sin límites, pero su piedad, su santidad y su
fidelidad la hacen aún más hermosa y envidiable» (Vigouroux).
2. La predicación del Bautista sigue resonando en nuestros días. Y
tiene actualidad también para nosotros, cristianos que nos vemos influidos por
la mentalidad de nuestro tiempo y nos cuesta aceptar que a esa transformación
se llega por el camino de
la penitencia.
Nos cuesta hacer penitencia cuando se difumina la noción de lo que es
el pecado como ofensa a Dios. Vivimos en una crisis de fe, que nos lleva a
perder el sentido del pecado, pero también de enfriamiento de la caridad y el
hombre va perdiendo la noción de su verdadera dignidad de hijo de Dios. En
cambio, cuando se recorre el
camino de la penitencia, doliéndose sinceramente de sus pecados, ya se está
avanzando hacia el puente que lo conduce a la orilla de la misericordia y del
perdón.
El Bautista no sólo nos viene a enseñar con su predicación, sino
también con todo el ejemplo de su vida. Por eso era tan atractiva su palabra y
reunió a su alrededor a un grupo de discípulos entre los que se encontraba san
Andrés. «Hemos hallado al Mesías» (Jn 1, 41), dice a su hermano
san Pedro.
Buena parte de estos seguidores del Bautista, pasaron a formar parte
del grupo de los fieles a Cristo porque escucharon que Juan llamaba a Jesús el
Cordero de Dios, es decir, la Víctima divina que,
cargando con nuestros pecados, se entregaría para que su Sangre atrajese sobre
el mundo entero la misericordia del Padre, su perdón y los dones de su gracia
para los creyentes. «Descendió, por tanto, la Palabra, para que la
tierra, que antes era un desierto, diera sus frutos para nosotros»
(San Ambrosio).
Renovemos nuestra voluntad de purificarnos continuamente con la
práctica de la virtud de la penitencia y pidamos a la Madre del Señor que nos
ayude, en este tiempo de Adviento y al comenzar el Año Jubilar de la Misericordia, a “enderezar” los caminos de nuestra vida para
dar los frutos de santidad que Dios espera de nosotros.
Padre Ángel David
Martín Rubio
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