LAS DIEZ LEPRAS DEL
ALMA
Siguiendo a Santo
Tomás de Aquino
“Mientras se dirigía
a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea.
Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos,
Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos,
que se detuvieron a
distancia,
y empezaron a
gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!"
(Lc.17,11-12)
Es
muy actual la explicación de Santo Tomas de Aquino sobre el Evangelio de San
Lucas (17, 11-19). Su interpretación afirma que los diez leprosos pueden
significar los diez principales pecados de que está enferma la sociedad. Y de la
misma manera las voces suplicantes dirigidas por ellos diez para ser curados
nos enseñan claramente a quién debemos acudir para ser libres y salvos de todo
pecado.
La
primera lepra es la herejía, por la cual,
habiendo nacido y crecido en la religión de Cristo, renunciamos después a
reconocer y a practicar, en todo o en parte, la ley; y esto, muchas veces, por
un vil interés o por querer obstinadamente cerrar los ojos a los rayos de la
verdad, para abrirlos a las tinieblas de los libros perniciosos.
La
segunda es la blasfemia, por la cual
vomitamos contra Dios y la Iglesia expresiones tan vergonzosas que nos
guardaríamos muy bien de proferir contra cualquiera aunque fuese un malhechor o
una asociación de malvados.
La
tercera es la gula, por la cual nos hacemos
muchas veces inferiores a los mismos animales.
La
cuarta lepra es la avaricia por la cual
negamos el salario al obrero o pasamos fríos impasibles ante el pobre
para crearnos un patrimonio a base de los sudores y de los suspiros
ajenos.
La
quinta es la soberbia, por la que
nos elevamos sobre Dios, burlando su sapientísima Ley o sirviéndonos de todos
los medios para derribar todo poder divino y humano
La
sexta es la ambición por la que
hacemos uso de las artes más viles y engañosas para alcanzar un honor que nunca
nos otorgaría nuestra propia nulidad ante los méritos ajenos.
La
séptima: la hipocresía, por la que
disimulamos las miras verdaderamente mundanas so capa de virtud de heroísmo, de
magnanimidad y de filantropía.
La
octava es la lujuria, la cual nos
hace indignos de nuestra purísima cabeza Jesucristo y de ser templos del Espíritu
Santo.
La
novena lepra del alma es la injusta persecución contra el prójimo,
por la cual no están seguros ni sus bienes ni su vida.
Y
la décima: la desesperación final, que cierra
tenazmente la mirada a la Divina
Misericordia, y hace que se ponga fin a la vida que de Dios hemos recibido.
Estremece
la lectura de este precioso texto del Aquinate, porque revela que estos vicios. tan corrientes entre nosotros, son auténtica lepra para el alma, que la
debilita, la afea, la aleja paulatinamente de Dios, la desconcierta y la
inutiliza gradualmente.
La
lepra no supone la muerte, ya que el leproso vive, y siguiendo la tan luminosa
descripción el Evangelista Lucas, los leprosos fueron curados, como pueden ser
curadas nuestras lepras por muchas y repugnantes que sean, pero hagamos
hincapié en la descripción de Lucas: Le vinieron al encuentro diez leprosos,
no quedaron no, en su rincón lejano, lamentando su mala suerte, sino que se
levantaron de su lecho miserable, corrieron hasta la aldea, se acercaron a
Jesús y le pidieron la curación. Lo que demuestra que ningún leproso
espiritual que podemos ser todos, se podrá curar si no reconoce su enfermedad,
si no desea seriamente la curación, si no se acerca al médico divino y le pide
su intervención milagrosa, lo hará en la confesión en cuyas aguas se curarán
las diez clases de lepra, herejía, blasfemia, gula, avaricia, soberbia,
ambición, hipocresía, lujuria, blasfemia, persecución injusta y desesperación.
Nótese
que el Aquinate coloca la herejía como la primera lepra del alma, por lo que de
especial relevancia, es su explanación respecto de la herejía en la Summa
Theologica (II-II: 11,1). Define la herejía del modo siguiente: Quien
profesa la fe cristiana tiene voluntad de asentir a Cristo en lo que realmente
constituye su enseñanza. Pues bien, de la rectitud de la fe cristiana se puede
uno desviar de dos maneras. La primera: porque no quiere prestar su
asentimiento a Cristo, en cuyo caso tiene mala voluntad respecto del fin mismo.
La segunda: porque tiene la intención de prestar su asentimiento a Cristo, pero
falla en la elección de los medios para asentir, porque no elige lo que en
realidad enseñó Cristo, sino lo que le sugiere su propio pensamiento. De este
modo es la herejía una especie de infidelidad, propia de quienes profesan la
fe de Cristo, pero corrompiendo sus dogmas.
¿No
estaremos atacados de alguna de estas lepras o de todas ellas?, y ¿qué
esperamos para curarnos?
Germán
Mazuelo-Leytón
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