Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

14 de enero de 2016

LA PRUDENCIA Y LA ASTUCIA EN EL GOBIERNO

LA ASTUCIA POLÍTICA Y EL INSTINTO DE LA GRACIA

Analogías y diferencias

En los tiempos que corren pareciera que es más atrayente -cuando se elige a un gobernante- inclinarse por el que es astuto y no por el prudente.

Aquí unas reflexiones sobre la virtud requerida en el ejercicio del gobierno, en base a la enseñanza de Santo Tomás de Aquino.

Es parte de una exposición de Monseñor Ariel Torrado Mosconi, actual Obispo de 9 de Julio, Argentina, en el Congreso Internacional de la XXXIV Semana Tomista del año 2014, con el lema “Vida virtuosa y vida política”


Escudo episcopal de Monseñor Ariel Torrado Mosconi




1. La virtud requerida para el gobierno pero necesitada del instinto de la gracia

Es sugestivo, reconfortante y esperanzador abordar la cuestión “vida virtuosa y política” cuando, en los tiempos que corren, pareciera que se tratara casi de términos antagónicos entre sí.

Lamentablemente nos hemos acostumbrado más bien al binomio política-corrupción, como si estas voces siempre fueran de la mano.

Sin embargo, se debería hacer política para que las personas y los pueblos sean más virtuosos. Para ello los gobernantes deberían ser escogidos de entre los hombres y mujeres más ejemplares del pueblo.

Pero ciertas visiones y praxis maquiavélicas frecuentemente han convertido la política en una mera herramienta para la acumulación del poder. Poder alcanzado a cualquier precio y ambicionado como un botín personal.

Por ello, generar espacios de reflexión sobre “virtud y política” nos abren el horizonte a un nuevo humanismo, dónde nos ocupemos del crecimiento del Reino con el criterio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo: “Todos los hombres y todo el hombre” y recordando que “el ser ciudadano fiel es una virtud y la participación política es una obligación moral”.

En todo organismo virtuoso, también en el de la política, hay algunas virtudes especialmente necesarias sin las cuales es imposible velar por el bien común. Ciertamente en la política se requiere la virtud de la prudencia. Ésta es la virtud principal del gobernante.

La prudencia dispone la razón práctica para discernir en toda circunstancia el verdadero bien y elegir los medios rectos para realizarlo. Esta tarea de discernimiento del bien, en las complejas y variadas circunstancias de la realidad política y de disponer los medios adecuados para lograrlo, suele ser la misión fundamental del que gobierna.

Son los prudentes los que deben gobernar. Podríamos decir que para el gobierno más que al sabio necesitamos al prudente. No podría gobernar bien aquel que careciera de esta virtud.  (Cf. FRANCISCO, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 181)

En efecto, la prudencia rige la actividad de la razón para el gobierno, asegurándola en la verdad y liberándola del error. Por la prudencia el gobernante tiene el entendimiento práctico que discierne y manda en cada caso concreto qué debe hacerse y qué debe omitirse en orden al bien común.

Por eso es tan importante que el político se forme en la prudencia. Para ello, sin duda, se requiere una educación en la verdad y el bien, una formación objetiva en la ética pero, también, se necesita un entrenamiento en la virtud.

Sabemos que no es suficiente el conocer la moral para ser prudente. Aunque ciertamente es imprescindible la educación en la verdad y el bien para poder ser virtuoso.

El saber moral por sí solo no nos hace prudentes. Los juicios de la doctrina moral permanecen en el plano de lo abstracto. Por más que se hiciera una minuciosa casuística, jamás podrán expresar lo concreto del “hic et nunc” de cada situación.

Para ello se requiere la virtud de la prudencia. Para gobernar prudentemente es necesario tener pasión por la verdad, fuerza de voluntad para tomar las decisiones necesarias y eficacia para el obrar.

Aquí no es suficiente el conocimiento especulativo, sino que se requiere ese conocimiento práctico que me permita, una vez que he contemplado la verdad, inclinarme decididamente a conseguirlo. Por ello es un error creer que los más sabios son los más indicados para los cargos y los que con más éxito lo desempeñan.

Las personas más indicadas para conducir a los otros son las que teniendo la ciencia suficiente, están dotadas de los talentos naturales necesarios y buscan desinteresadamente el bien común a través de la prudencia.

La prudencia dispone a la voluntad para que con un solo golpe de vista determine la acción concreta que conduzca a la obtención del fin propuesto. Aunque esa certeza que acompaña a la prudencia no pueda ser tanta que exima de todo cuidado.

El hábito virtuoso actúa como una disposición permanente que nos facilita obrar el bien, sin embargo, el accionar prudente exige un discernimiento.

Ese discernimiento muchas veces puede llevar un tiempo que no siempre puede disponerse en las decisiones urgentes de gobierno en orden al bien común. Es por eso que sabemos que Dios viene a perfeccionar el organismo virtuoso por los dones del Espíritu que nos permiten obrar por connaturalidad afectiva con la voluntad de Dios, casi instintivamente. En el caso de la prudencia, para el gobierno es necesario que Dios conceda como gracia de estado el don de consejo que permita actuar rápidamente cuando se presentan cuestiones difíciles, imprevistas, repentinas y urgentes a resolver.

2. Pecados contra la prudencia

A veces, la gente apoyada en la necesidad de encontrar a alguien que se haga cargo de las tareas de gobierno y resuelva con premura las situaciones complejas por las que se atraviesa en determinado momento histórico; suele elegir al astuto en lugar del prudente.

Esto puede llevar a que se elijan personas y sistemas corruptos con tal de garantizar la gobernabilidad. Esta situación puede llevar a verdaderos desastres provocados por personas o grupos inescrupulosos que, en realidad, buscan su propio provecho y no les interesa en lo más mínimo el bien común de los ciudadanos.

Sabemos que, en la prudencia como en todas las demás virtudes excepto la caridad, podemos faltar por defecto o por exceso.

Ciertamente, es imprudente el que no obra por ser temeroso e inactivo, pero es también imprudente el que actúa por meros impulsos intuitivos sin una debida reflexión y sin sopesar todas las consecuencias de esa acción.

Por eso, en las cuestiones de gobierno, donde tantas veces hay urgencia en tomar decisiones y actuar, se hace imprescindible el obrar prudente, que no dilata la toma de decisiones ni el obrar consecuentemente; ni tampoco se deja llevar por actitudes mezquinas, intereses oscuros o reacciones meramente impulsivas.

Sabemos que hace mucho daño al bien común cuando el gobernante es dubitativo y temeroso y nunca termina de tomar decisiones. O cuando las toma y no las sostiene en el tiempo ante las reacciones negativas y dificultades que puedan presentar.

Pero, al mismo tiempo, podemos ver las consecuencias funestas que tienen las decisiones del gobernante tomadas con presunción y superficialidad, sin respetar la verdad objetiva, sin la búsqueda sincera del bien común y sin la debida reflexión y pericia.

Conocemos bien el mal que se provoca cuando se decide sobre personas o situaciones persiguiendo intereses oscuros, manipulando a las personas, sin buscar el bien común ni el bien personal de los que se tiene a cargo.

La prudencia del gobernante nunca ha de confundirse ni con la timidez ni con el miedo, pero tampoco con la osadía del imprudente que actúa con doblez o disimulación.

La falta de prudencia suele llevar al gobernante a ser precipitado y atrevido, o perezoso y tímido, a actuar con prisa o con excesiva lentitud, antes de tiempo o cuando ya es tarde.

La imprudencia hace que el gobernante sea obstinado en sus juicios o demasiado influenciable.

3. La astucia emparentada con la avaricia

Son muchas las disquisiciones que podríamos continuar considerando a la hora de analizar los diversos pecados contra la prudencia que tanto daño hacen en el gobierno. Sin embargo, ahora me quiero detener en una de las formas que suele tomar la falsa prudencia, me refiero a la astucia.

Al astuto no le interesa ni la verdad ni el bien. Busca su propio interés mezquino. Obra con rapidez sin importarle la bondad de los medios escogidos con tal de lograr sus propios fines egoístas. La astucia suele presentarse como un cierto olfato de supervivencia instintivo movido por el amor propio y el orgullo que indica el modo de actuar buscando el propio interés.

Se endereza exclusivamente a la posesión de bienes carnales. La astucia es la más típica forma de la falsa prudencia.

El astuto es un simulador que se mueve de manera táctica, sin importarle la verdad ni el recto obrar.

Frecuentemente se suele justificar la elección para el gobierno de estas personas que obran con astucia ya que, algunas veces, persiguen u obtienen un fin honesto.

Sin embargo, lo propio de la prudencia es que no solo el fin ha de ser conforme a la verdad y al bien, sino también los métodos para alcanzar ese fin bueno.

En efecto, tal como enseña Santo Tomás, no es lícito llegar a un fin bueno por vías simuladas y falsas, sino verdaderas.

La simulación, los escondrijos, el ardid y la deslealtad son propios de la mezquindad y se oponen a la magnanimidad que supone la prudencia.

Por eso la astucia nace de la avaricia, con la que guarda un especial parentesco. En efecto, la avaricia consiste en el desmesurado afán de poseer cuantos bienes estime el hombre que puedan asegurar su grandeza y su dignidad.

Ésta es una actitud propia del viejo, que sólo busca seguridades y ha perdido la audacia de la entrega, la renuncia y la abnegación en orden a lograr ideales altos y nobles.

Ésta puede ser la razón por la que muchos gobernantes corruptos busquen tener cada vez más poder y dinero; y no se logre atraerlos, ni aún cuando ya sean millonarios, a la grandeza de los ideales de buscar el bien común de los ciudadanos.

Aquí encontramos la raíz de la íntima relación entre política y corrupción. La astucia, por la rapidez en el obrar, a veces se la puede confundir con la capacidad de gobierno. Sin embargo, nada tiene que ver con la idoneidad requerida para tener esta grave responsabilidad.

4. El instinto espiritual

La verdadera competencia para la gobernabilidad viene de la prudencia perfeccionada por la acción del Espíritu.

En efecto, las especiales dificultades que implica la resolución de tantas situaciones y circunstancias complejas que deben resolver los gobernantes requieren de un auxilio divino.

Según Santo Tomás, la ley nueva, que no es otra cosa que el don del Espíritu, no sólo nos indica lo que tenemos que hacer sino que nos ayuda para ejecutarlo.

Santo Tomás dice que la gracia del Espíritu Santo es como un hábito interior infuso que nos mueve a obrar bien, nos hace ejecutar libremente lo que conviene a la gracia y evitar todo lo que a ella es contrario.

Se trata entonces de una fuerza que nos hace espontánea y libremente querer lo que Dios quiere y rechazar lo que el rechaza.

Luego, al tratar la cuestión de las obras exteriores producidas por el instinto de la gracia, se refiere a que éste actúa en dos tipos de obras exteriores: las mandadas en la nueva ley y las que han sido dejadas a la libertad.

El Angélico pone como ejemplo de lo mandado por la nueva ley el confesar la fe; y como ejemplo de las obras exteriores que han sido dejadas a la libertad de cada uno, en la medida que cada cual tiene que tener cuidado del otro (secundum quod aliquis curam genere debet), la decisión de un prelado de ordenar o no a un candidato.

El ejemplo está referido a una cuestión prudencial bien concreta respecto a una decisión de gobierno que ha de tomar el obispo en orden al bien común de la Iglesia. Por tanto, este “instinto de la gracia” actúa también en las decisiones prudenciales concretas que se han de tomar en el gobierno de la Iglesia en la medida que se ha de tener cuidado del otro.

Sin duda, esta misma responsabilidad de “cuidado por el otro” se ha de extender a los gobernantes que, a través de la acción política, han de cuidar de las realidades temporales de su pueblo, en la medida que éstas han de estar ordenadas al crecimiento del Reino y a las realidades trascendentes.

El gobernante prudente debe suplicar con humildad y disponerse atentamente para recibir las mociones de este instinto espiritual. Para las tareas de gobierno, la prudencia es perfeccionada por el don de consejo que le permite tener esas cualidades que garanticen la gobernabilidad en las situaciones especialmente complejas que suele presentar la realidad.

Estos dones actúan como por un instinto espiritual que no busca el propio interés sino el bien común.

Sabemos que tanto la virtud como el vicio generan en nosotros como una segunda naturaleza que nos inclina a obrar según esos hábitos o disposiciones permanentes.

Es por eso que aquél que tiene el vicio de la astucia experimentará esa inclinación natural a obrar de ese modo. Por otra parte, el que posea la virtud de la prudencia obrará casi espontáneamente regido por la misma.

Pero, además, el Espíritu Santo viene a perfeccionar al organismo virtuoso, haciéndonos obrar casi de manera instintiva la voluntad de Dios en orden a la justicia y el bien común. El Angélico nos habla de un obrar por connaturalidad afectiva, por un instinto de la gracia.

Es por eso que el político virtuoso debe estar siempre atento a las mociones del Espíritu para dejarse guiar por ellas. En efecto, la razón del gobernante se ve elevada y perfeccionada por el don de consejo para la conducta práctica.

5. La gracia de estado

Hay gracias que se conceden “primo et per se” para la utilidad de los demás. En este sentido cuando se encomienda una carga especialmente difícil, como es la tarea de gobierno, es de esperar que se otorgue un especial auxilio de la gracia.

Dios siempre viene en ayuda de aquellos que lo necesitan para poder cumplir con su misión. Sobre ellos derrama gracias especiales que se suelen llamar gracia de estado. Estos carismas son aquellos dones que Dios concede al gobernante, no para beneficio personal, sino en orden al bien de los demás.

Esta gracia de estado supone que Dios concede ordinariamente al gobernante prudente conocer y ser impulsado a actuar en las cuestiones urgentes y difíciles de resolver con un conocimiento intuitivo que le permite juzgar y actuar según la voluntad de Dios.

Para poder captar este don se ha de ser humilde y consciente de nuestra ignorancia, estar atento a las mociones del Espíritu y actuar con docilidad a dichas gracias. Por cierto que también en estos casos hay que hacer un delicado discernimiento para poder probar que esos movimientos provienen del buen espíritu y que no sean producto de la concupiscencia, de la propia fantasía o del mal espíritu que puede aparecer bajo forma de bien o “ángel de luz” para engañar y destruir.

Es de esperar que virtud y política comiencen a ir de la mano para que podamos construir una patria de hermanos y un mundo más justo y fraterno.

De ese modo ya no tendremos que lamentar un mundo político sin líderes capaces de devolver esperanza y abrir nuevos horizontes a una sociedad desencantada y en ruinas.


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