LA ASTUCIA POLÍTICA Y EL INSTINTO DE LA GRACIA
Analogías y diferencias
En los tiempos que corren pareciera que es
más atrayente -cuando se elige a un gobernante- inclinarse por el que es astuto y no por el prudente.
Aquí unas reflexiones sobre la virtud requerida
en el ejercicio del gobierno, en base a la enseñanza de Santo Tomás de Aquino.
Es parte de una exposición de Monseñor Ariel Torrado Mosconi, actual
Obispo de 9 de Julio, Argentina, en el Congreso Internacional de la XXXIV
Semana Tomista del año 2014, con el lema “Vida virtuosa y vida política”
Escudo episcopal de Monseñor Ariel Torrado Mosconi
1. La
virtud requerida para el gobierno pero necesitada del instinto de la gracia
Es sugestivo, reconfortante y esperanzador
abordar la cuestión “vida virtuosa y política” cuando, en los tiempos que
corren, pareciera que se tratara casi de términos antagónicos entre sí.
Lamentablemente nos hemos acostumbrado más
bien al binomio política-corrupción, como si estas voces siempre fueran de la
mano.
Sin embargo, se debería hacer política para
que las personas y los pueblos sean más virtuosos. Para ello los gobernantes
deberían ser escogidos de entre los hombres y mujeres más ejemplares del
pueblo.
Pero ciertas visiones y praxis maquiavélicas
frecuentemente han convertido la política en una mera herramienta para la
acumulación del poder. Poder alcanzado a cualquier precio y ambicionado como un
botín personal.
Por ello, generar espacios de reflexión
sobre “virtud y política” nos abren el horizonte a un nuevo humanismo, dónde
nos ocupemos del crecimiento del Reino con el criterio de discernimiento que
Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo: “Todos los hombres y
todo el hombre” y recordando que “el ser ciudadano fiel es una virtud y la
participación política es una obligación moral”.
En todo organismo virtuoso, también en el de
la política, hay algunas virtudes especialmente necesarias sin las cuales es
imposible velar por el bien común. Ciertamente en la política se requiere la virtud de la prudencia.
Ésta es la virtud principal del gobernante.
La prudencia dispone la razón práctica para
discernir en toda circunstancia el verdadero bien y elegir los medios rectos para
realizarlo. Esta tarea de discernimiento del bien, en las complejas y variadas
circunstancias de la realidad política y de disponer los medios adecuados para
lograrlo, suele ser la misión fundamental del que gobierna.
Son los prudentes los que deben gobernar.
Podríamos decir que para el gobierno más que al sabio necesitamos al prudente.
No podría gobernar bien aquel que careciera de esta virtud. (Cf. FRANCISCO,
Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 181)
En efecto, la prudencia rige la actividad de
la razón para el gobierno, asegurándola en la verdad y liberándola del error.
Por la prudencia el gobernante tiene el entendimiento práctico que discierne y
manda en cada caso concreto qué debe hacerse y qué debe omitirse en orden al
bien común.
Por eso es tan importante que el político se
forme en la prudencia. Para ello, sin duda, se requiere una educación en la
verdad y el bien, una formación objetiva en la ética pero, también, se necesita
un entrenamiento en la virtud.
Sabemos que no es suficiente el conocer la
moral para ser prudente. Aunque ciertamente es imprescindible la educación en
la verdad y el bien para poder ser virtuoso.
El saber moral por sí solo no nos hace
prudentes. Los juicios de la doctrina moral permanecen en el plano de lo
abstracto. Por más que se hiciera una minuciosa casuística, jamás podrán
expresar lo concreto del “hic et nunc” de cada situación.
Para ello se requiere la virtud de la
prudencia. Para gobernar prudentemente es necesario tener pasión por la verdad,
fuerza de voluntad para tomar las decisiones necesarias y eficacia para el
obrar.
Aquí no es suficiente el conocimiento
especulativo, sino que se requiere ese conocimiento práctico que me permita,
una vez que he contemplado la verdad, inclinarme decididamente a conseguirlo.
Por ello es un error creer que los más sabios son los más indicados para los
cargos y los que con más éxito lo desempeñan.
Las personas más indicadas para conducir a
los otros son las que teniendo la ciencia suficiente, están dotadas de los
talentos naturales necesarios y buscan desinteresadamente el bien común a
través de la prudencia.
La prudencia dispone a la voluntad para que
con un solo golpe de vista determine la acción concreta que conduzca a la
obtención del fin propuesto. Aunque esa certeza que acompaña a la prudencia no
pueda ser tanta que exima de todo cuidado.
El hábito virtuoso actúa como una
disposición permanente que nos facilita obrar el bien, sin embargo, el accionar
prudente exige un discernimiento.
Ese discernimiento muchas veces puede llevar
un tiempo que no siempre puede disponerse en las decisiones urgentes de
gobierno en orden al bien común. Es por eso que sabemos que Dios viene a
perfeccionar el organismo virtuoso por los dones del Espíritu que nos permiten
obrar por connaturalidad afectiva con la voluntad de Dios, casi
instintivamente. En el caso de la prudencia, para el gobierno es necesario que
Dios conceda como gracia de estado el don de consejo que permita actuar
rápidamente cuando se presentan cuestiones difíciles, imprevistas, repentinas y
urgentes a resolver.
2.
Pecados contra la prudencia
A veces, la gente apoyada en la necesidad de
encontrar a alguien que se haga cargo de las tareas de gobierno y resuelva con
premura las situaciones complejas por las que se atraviesa en determinado
momento histórico; suele
elegir al astuto en lugar del prudente.
Esto puede llevar a que se elijan personas y
sistemas corruptos con tal de garantizar la gobernabilidad. Esta situación
puede llevar a verdaderos desastres provocados por personas o grupos
inescrupulosos que, en realidad, buscan su propio provecho y no les interesa en
lo más mínimo el bien común de los ciudadanos.
Sabemos que, en la prudencia como en todas
las demás virtudes excepto la caridad, podemos faltar por defecto o por exceso.
Ciertamente, es imprudente el que no obra
por ser temeroso e inactivo, pero es también imprudente el que actúa por meros
impulsos intuitivos sin una debida reflexión y sin sopesar todas las
consecuencias de esa acción.
Por eso, en las cuestiones de gobierno,
donde tantas veces hay urgencia en tomar decisiones y actuar, se hace
imprescindible el obrar prudente, que no dilata la toma de decisiones ni el
obrar consecuentemente; ni tampoco se deja llevar por actitudes mezquinas,
intereses oscuros o reacciones meramente impulsivas.
Sabemos que hace mucho daño al bien común
cuando el gobernante es dubitativo y temeroso y nunca termina de tomar
decisiones. O cuando las toma y no las sostiene en el tiempo ante las
reacciones negativas y dificultades que puedan presentar.
Pero, al mismo tiempo, podemos ver las
consecuencias funestas que tienen las decisiones del gobernante tomadas con
presunción y superficialidad, sin respetar la verdad objetiva, sin la búsqueda
sincera del bien común y sin la debida reflexión y pericia.
Conocemos bien el mal que se provoca cuando
se decide sobre personas o situaciones persiguiendo intereses oscuros,
manipulando a las personas, sin buscar el bien común ni el bien personal de los
que se tiene a cargo.
La prudencia del gobernante nunca ha de
confundirse ni con la timidez ni con el miedo, pero tampoco con la osadía del
imprudente que actúa con doblez o disimulación.
La falta de prudencia suele llevar al gobernante
a ser precipitado y atrevido, o perezoso y tímido, a actuar con prisa o con
excesiva lentitud, antes de tiempo o cuando ya es tarde.
La imprudencia hace que el gobernante sea
obstinado en sus juicios o demasiado influenciable.
3. La
astucia emparentada con la avaricia
Son muchas las disquisiciones que podríamos
continuar considerando a la hora de analizar los diversos pecados contra la
prudencia que tanto daño hacen en el gobierno. Sin embargo, ahora me quiero
detener en una de las formas que suele tomar la falsa prudencia, me refiero a
la astucia.
Al
astuto no le interesa ni la verdad ni el bien. Busca su propio interés
mezquino. Obra con rapidez sin importarle la bondad de los medios escogidos con
tal de lograr sus propios fines egoístas. La astucia suele presentarse como un
cierto olfato de supervivencia instintivo movido por el amor propio y el
orgullo que indica el modo de actuar buscando el propio interés.
Se endereza exclusivamente a la posesión de
bienes carnales. La astucia es la más típica forma de la falsa prudencia.
El astuto es un simulador que se mueve de
manera táctica, sin importarle la verdad ni el recto obrar.
Frecuentemente se suele justificar la
elección para el gobierno de estas personas que obran con astucia ya que,
algunas veces, persiguen u obtienen un fin honesto.
Sin embargo, lo propio de la prudencia es
que no solo el fin ha de ser conforme a la verdad y al bien, sino también los
métodos para alcanzar ese fin bueno.
En efecto, tal como enseña Santo Tomás, no
es lícito llegar a un fin bueno por vías simuladas y falsas, sino verdaderas.
La simulación, los escondrijos, el ardid y
la deslealtad son propios de la mezquindad y se oponen a la magnanimidad que
supone la prudencia.
Por eso la astucia nace de la avaricia, con
la que guarda un especial parentesco. En efecto, la avaricia consiste en el
desmesurado afán de poseer cuantos bienes estime el hombre que puedan asegurar
su grandeza y su dignidad.
Ésta es una actitud propia del viejo, que
sólo busca seguridades y ha perdido la audacia de la entrega, la renuncia y la
abnegación en orden a lograr ideales altos y nobles.
Ésta puede ser la razón por la que muchos
gobernantes corruptos busquen tener cada vez más poder y dinero; y no se logre
atraerlos, ni aún cuando ya sean millonarios, a la grandeza de los ideales de
buscar el bien común de los ciudadanos.
Aquí encontramos la raíz de la íntima
relación entre política y corrupción. La astucia, por la rapidez en el obrar, a
veces se la puede confundir con la capacidad de gobierno. Sin embargo, nada
tiene que ver con la idoneidad requerida para tener esta grave responsabilidad.
4. El
instinto espiritual
La verdadera competencia para la gobernabilidad
viene de la prudencia perfeccionada por la acción del Espíritu.
En efecto, las especiales dificultades que
implica la resolución de tantas situaciones y circunstancias complejas que
deben resolver los gobernantes requieren de un auxilio divino.
Según Santo Tomás, la ley nueva, que no es
otra cosa que el don del Espíritu, no sólo nos indica lo que tenemos que hacer
sino que nos ayuda para ejecutarlo.
Santo Tomás dice que la gracia del Espíritu
Santo es como un hábito interior infuso que nos mueve a obrar bien, nos hace
ejecutar libremente lo que conviene a la gracia y evitar todo lo que a ella es
contrario.
Se trata entonces de una fuerza que nos hace
espontánea y libremente querer lo que Dios quiere y rechazar lo que el rechaza.
Luego, al tratar la cuestión de las obras
exteriores producidas por el instinto de la gracia, se refiere a que éste actúa
en dos tipos de obras exteriores: las mandadas en la nueva ley y las que han
sido dejadas a la libertad.
El Angélico pone como ejemplo de lo mandado
por la nueva ley el confesar la fe; y como ejemplo de las obras exteriores que
han sido dejadas a la libertad de cada uno, en la medida que cada cual tiene
que tener cuidado del otro (secundum quod aliquis curam genere debet), la
decisión de un prelado de ordenar o no a un candidato.
El ejemplo está referido a una cuestión
prudencial bien concreta respecto a una decisión de gobierno que ha de tomar el
obispo en orden al bien común de la Iglesia. Por tanto, este “instinto de la
gracia” actúa también en las decisiones prudenciales concretas que se han de
tomar en el gobierno de la Iglesia en la medida que se ha de tener cuidado del
otro.
Sin duda, esta misma responsabilidad de
“cuidado por el otro” se ha de extender a los gobernantes que, a través de la
acción política, han de cuidar de las realidades temporales de su pueblo, en la
medida que éstas han de estar ordenadas al crecimiento del Reino y a las
realidades trascendentes.
El gobernante prudente debe suplicar con
humildad y disponerse atentamente para recibir las mociones de este instinto
espiritual. Para las tareas de gobierno, la prudencia es perfeccionada por el
don de consejo que le permite tener esas cualidades que garanticen la
gobernabilidad en las situaciones especialmente complejas que suele presentar
la realidad.
Estos dones actúan como por un instinto
espiritual que no busca el propio interés sino el bien común.
Sabemos que tanto la virtud como el vicio generan
en nosotros como una segunda naturaleza que nos inclina a obrar según esos
hábitos o disposiciones permanentes.
Es por eso que aquél que tiene el vicio de
la astucia experimentará esa inclinación natural a obrar de ese modo. Por otra
parte, el que posea la virtud de la prudencia obrará casi espontáneamente
regido por la misma.
Pero, además, el Espíritu Santo viene a
perfeccionar al organismo virtuoso, haciéndonos obrar casi de manera instintiva
la voluntad de Dios en orden a la justicia y el bien común. El Angélico nos
habla de un obrar por connaturalidad afectiva, por un instinto de la gracia.
Es por eso que el político virtuoso debe
estar siempre atento a las mociones del Espíritu para dejarse guiar por ellas.
En efecto, la razón del gobernante se ve elevada y perfeccionada por el don de
consejo para la conducta práctica.
5. La
gracia de estado
Hay gracias que se conceden “primo et per
se” para la utilidad de los demás. En este sentido cuando se encomienda una
carga especialmente difícil, como es la tarea de gobierno, es de esperar que se
otorgue un especial auxilio de la gracia.
Dios siempre viene en ayuda de aquellos que
lo necesitan para poder cumplir con su misión. Sobre ellos derrama gracias
especiales que se suelen llamar gracia de estado. Estos carismas son aquellos
dones que Dios concede al gobernante, no para beneficio personal, sino en orden
al bien de los demás.
Esta gracia de estado supone que Dios
concede ordinariamente al gobernante prudente conocer y ser impulsado a actuar
en las cuestiones urgentes y difíciles de resolver con un conocimiento
intuitivo que le permite juzgar y actuar según la voluntad de Dios.
Para poder captar este don se ha de ser
humilde y consciente de nuestra ignorancia, estar atento a las mociones del
Espíritu y actuar con docilidad a dichas gracias. Por cierto que también en
estos casos hay que hacer un delicado discernimiento para poder probar que esos
movimientos provienen del buen espíritu y que no sean producto de la
concupiscencia, de la propia fantasía o del mal espíritu que puede aparecer
bajo forma de bien o “ángel de luz” para engañar y destruir.
Es de esperar que virtud y política
comiencen a ir de la mano para que podamos construir una patria de hermanos y
un mundo más justo y fraterno.
De ese modo ya no tendremos que lamentar un
mundo político sin líderes capaces de devolver esperanza y abrir nuevos
horizontes a una sociedad desencantada y en ruinas.
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