EL OLVIDO DEL PECADO
Reflexión doctrinal en el Año de la
Misericordia
Los pecados de omisión, de palabra y de obra.
Junto con la memoria del pecado, la memoria de la
oración pidiendo el perdón del pecado.
El Regreso del hijo pródigo de Rembrandt, Museo Hermitage de San Petersburgo
No
se puede negar que, en la actualidad, entre otros olvidos, se ha olvidado el
pecado. El cardenal Ratzinger, cuando era Arzobispo de Munich, había dicho que:
«El tema del pecado se ha
convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La
predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro
utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología
y la Psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho
mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere
servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos
de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado
y el normal»[1].
Advertía también que, aunque es innegable que: «El tema del pecado se ha
convertido en un tema relegado, pero por todas partes se comprueba, sin
embargo, que a pesar de estar efectivamente relegado, continúa verdaderamente
existiendo». Se puede comprobar incluso en: «la agresividad dispuesta a saltar
en cualquier momento, que hoy experimentamos sensiblemente en nuestra sociedad,
con esa disposición siempre recelosa para insultar al otro considerándolo el
culpable de nuestra propia desgracia»[2].
Este hecho, que implica el querer cambiar las cosas por la violencia, revela
que es «expresión de la verdad relegada de la culpa que el hombre no quiere
percibir (…) Porque el hombre puede dejar a un lado la verdad pero no
eliminarla»[3].
En nuestra sociedad se ha
perdido la conciencia de pecado. Al empezar el siglo XXI, en el
libro Dios y el mundo, decía el entonces cardenal Ratzinger: «Es la
extinción de la capacidad de percibir la culpa porque la persona se ha
endurecido y ha enfermado por dentro (…) La capacidad de percibir la culpa es
soportable y se despliega cuando existe la salvación (…) La culpa sólo puede
superarla de verdad el sacramento, el poder pleno procedente de Dios»[4].
Se
necesita la gracia de Dios. «En este sentido, ya desde el pecado original
somos seres embrutecidos y, cuando tratamos al prójimo de
manera inconveniente, intentamos ocultarlo tras el velo del olvido. Queremos,
por ejemplo, aceptar fácilmente la mentira y cosas por el estilo. Este
embrutecimiento de la conciencia es nuestro gran peligro. Envilece a la
persona»[5].
En
el Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia ya
había recordado que: «Como todos tropezamos en muchas cosas (Cf. Sant 3, 2),
tenemos continua necesidad de la gracia de Dios y hemos de orar todos los días:
“Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6, 12)»[6].
La maldad del pecado
En
el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado para la aplicación
del Concilio Vaticano II, se dice: «El pecado es una falta contra la razón, la
verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para
con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la
naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido
como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra
Faustum manichaeum, 22, 27; cf. Santo Tomas de Aquino, Summa
theologiae, I-II, q. 71, a. 6)[7].
San Agustín, en
el lugar citado, escribe: «Pecado es un dicho, hecho o deseo contra
la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la razón o voluntad divina que manda
conservar el orden natural y prohíbe alterarlo»[8].
Santo Tomás cita esta definición y explica que: «el pecado es un acto humano
malo (…) Y es malo por carecer de la medida obligada, que siempre se toma en
orden a una regla; separarse de ella es pecado. Pero la regla de la voluntad
humana es doble: una próxima y homogénea, la razón, y otra lejana y primera, es
decir, la ley eterna, que es como la razón del mismo Dios».
Comenta seguidamente, refiriéndose directamente a la definición agustiniana:
«Por eso, San Agustín puso dos cosas en la definición de pecado: la primera
pertenece a la substancia del acto humano en su parte material, y está
caracterizada en dicho, hecho o deseo; la otra pertenece a la razón propia del
mal, y es como elemento formal del pecado. Lo expresó al decir: contra la ley
eterna»[9].
Por
ser el pecado una infracción o trasgresión a un precepto o ley divina: «el pecado es una ofensa a Dios:
“Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51,
6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él
nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión
contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y
determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí
hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28).
Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la
obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9)»[10].
En
el Catecismo también se divide el pecado, en razón de su
gravedad, en mortal o grave, con el que se pierde la gracia, y en venial o
leve. «El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del
hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios,
que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y
la hiere»[11].
Se
advierte más adelante que: «Para que un pecado sea mortal se
requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una
materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado
consentimiento” (Juan Pablo II, Exhort. ap. Reconciliatio et
paenitentia (1984), 17)»[12].
Los Diez Mandamientos, tal como indicó Cristo, determinan la
materia grave del pecado mortal. «La materia grave es
precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico:
“No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no
seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La
gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un
robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia
ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño»[13].
También el Catecismo asegura que si del pecado mortal el hombre no
se arrepiente y obtiene el perdón de Dios, durante su vida y hasta el final de
la misma, se condena. «El pecado mortal es una posibilidad radical de la
libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y
la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es
rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del
Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad
tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque
podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las
personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios»[14].
Sobre
la pena eterna a que lleva el reato, u obligación de expiación de la pena del
pecado mortal, Santo Tomás presenta la siguiente objeción a la afirmación de
este efecto del pecado: «El pecado es temporal. Luego no lleva consigo reato de
pena eterna»[15].
La
respuesta del Aquinate es la siguiente: «Tanto en los juicios de Dios
como en los juicios de los hombres, la pena es, en cuanto a su rigor,
proporcionada al pecado. Sin embargo, como afirma San Agustín, en la Ciudad
de Dios (XXI, 11), en ningún juicio se requiere que la pena se adecue
a la falta en cuanto a la duración. No porque el adulterio u homicidio se
cometen en un instante deben ser castigados con pena momentánea»[16].
Además, en el pecado, aunque sea temporal, hay una cierta eternidad, una eternidad
propia, que hace que el «pecador, al separarse de Dios, peca en su eternidad
subjetiva»[17].
Si el pecador opta por el pecado sólo por un tiempo determinado de dicha, que
se termina, arriesgando la bienaventuranza eterna, mucha más lo elegiría si
pudiera permanecer en el pecado sin que la dicha fuera fugaz, sino que durara
eternamente.
Así
lo indica el Aquinate, en su respuesta, al concluir: «Es justo, nos dice San
Gregorio, que quien en su propia eternidad pecó contra Dios, en la eternidad de
Dios sea castigado. Y decimos que peca en su propia eternidad, no sólo por la
continuidad del acto, que perdura en toda su vida, sino porque, habiendo puesto
su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar siempre. Por lo que afirma San
Gregorio en susMorales, (XXXIV, c. 19) que “los inicuos quisieran vivir
siempre para permanecer siempre en su iniquidad”»[18].
Más
adelante, al final de la Suma se encuentra entre otros el
siguiente argumento para explicar una pena eterna para un pecado: «El hombre
pecó siempre. Y así dice San Gregorio: “A la gran justicia del que juzga toca
que nunca carezcan de suplicio quienes no quisieron carecer de pecado” (Libri
Dialogarum., c. 41). Y si se objetase que algunos que pecaron mortalmente
se proponen enmendar su vida y, por lo tanto, debido a esto, no serían dignos
de suplicio eterno, como es claro, se contesta, según algunos, que San Gregorio
habla de la voluntad que se manifiesta por la obra; pues el que por propia
voluntad cae en pecado mortal, se pone en estado del cual no puede ser sacado
sino por la divinidad. En consecuencia, por lo mismo que quiere pecar, quiere
consecuentemente, permanecer perpetuamente en pecado. “El hombre es un espíritu
que va”, a saber, al pecado y “no vuelve” por sí mismo. Como se podría decir de
alguien que se echara en un pozo, del que no pudiera salir sin ayuda, que quiso
permanecer allí perpetuamente, aunque hubiera pensado otra cosa»[19].
La memoria del pecado
En
el Catecismo de San Pío V, decretado por el Concilio de Trento, se
había indicado como recuperar la conciencia o el conocimiento propio de los
pecados. Al tratar de lo que es necesario para alcanzar el perdón de Dios, se
explica: «Fácilmente nos inclinaremos a reconocer nuestros pecados, si
supiéramos que es el mismo Dios quien, en la Sagradas Letras, nos da la razón
de esto; nos dice en efecto, según David: “Todos se desviaron, se pervirtieron
a una, no hay quien haga bien, no hay ni siquiera uno” (Sal 13, 3). En el mismo
sentido se expresa Salomón: ”No hay hombre justo en la tierra que haga bien y
no peque” (Eccles 7, 21). A lo mismo se refiere también esto: “¿Quién puede
decir: Limpio está mi corazón, puro soy de pecado?” (Pr 20, 9). Del mismo modo
escribió San Juan para quitar de los hombres el orgullo: “Si decimos que no
tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en
nosotros» (I Jn 1, 8). Y dice también Jeremías: “Dijiste: Estoy sin pecado, soy
inocente; por tanto aparta tu saña de mí. Mira, yo te llevaré a juicio, porque
has dicho: No he pecado” (Jer 2, 35)».
Se
añade en este párrafo del capítulo del Catecismo de San Pío V,
dedicado a la explicación de la quinta petición del padrenuestro, «perdónanos
nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»: «Cuyos
juicios el mismo Cristo nuestro Señor, que todos ello los había pronunciado por
boca de los Profetas, los confirma con esta forma de petición, por la que nos
manda confesar nuestros pecados. Y la autoridad del Concilio Milevitano
(principios del siglo V, contra el pelagianismo) prohibió esto en otro sentido,
en esta forma: “Decreto que todo el que pretendiere que los Santos dicen con
humildad las palabras del Padrenuestro, en donde decimos: “perdónanos nuestras
deudas”, pero esto no lo dicen con verdad, se anatematizado”. Porque ¿quién
toleraría al que orase y mintiese, no a hombres, sino al mismo Dios, afirmando
con los labios querer que se le perdonase, y diciendo en su interior que no
tenía deudas que perdonar?»[20].
San
Pablo, en la Epístola a los romanos, después de indicar que «judíos
y gentiles están todos debajo del pecado», confirma la universalidad del pecado
con el siguiente tejido de pasajes bíblicos, que comienza con el primero que
cita el Catecismo romano: «Así como está escrito: No hay ninguno
justo, no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a
una se hicieron inútiles, no hay quien haga bien, no hay ni uno solo (Sal 13,
1-3). Su garganta es un sepulcro abierto, con sus lenguas fabricaban engaños
(Sal 5, 11), venenos de áspides debajo de sus labios (Sal 139, 4), su boca esta
llena de maldición y de amargura (Sal 10, 7). Veloces sus pies para derramar
sangre, quebranto y calamidad en sus caminos. No conocieron el camino de la paz
(Is 50, 7-8). No hay temor de Dios delante de sus ojos (Sal 35, 2)»[21].
I. Los pecados de omisión
En
su comentario a la Epístola a los Romanos, al ocuparse de este
pasaje, nota Santo Tomás que, con estas citas, lo que hace San Pablo es lo
siguiente: «Lo primero, indicar el pecado de omisión; lo segundo,
los pecados de comisión». El pecado de omisión es por la no
realización voluntaria de un acto que debería hacerse, tal como está indicado
en los preceptos positivos. El pecado de comisión, opuesto al anterior, es por
la realización de una acción contra los preceptos negativos.
En
el texto, indica seguidamente el Aquinate: «De dos maneras toca los pecados de
omisión. La primera, apartando los principios de las buenas
obras; la segunda, apartando las propias buenas obras. Se dice en
el pasaje: “Todos se desviaron” (en el Sal 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3,
10-18)».
Sobre la primera manera, el alejarse o extraviarse de los principios que
rigen a las buenas obras, explica: «Tres son los principios de las
buenas obras, de los cuales uno pertenece a la rectitud de la
misma obra, y esto es la justicia, la cual excluye diciendo: “Así como está
escrito” (en el salmo 13, 1, citado en el pasaje Rom 3, 10-18): “No hay ninguno
justo”; “no hay ni uno solo”; y Miqueas 7, 2: “faltó el santo de la tierra y
entre los hombre no hay uno que sea recto”.
Esta falta del principio de la justicia en las obras «se puede entender
de tres maneras. De una así: nadie es justo en sí por sí mismo, sino que por sí
mismo cada quien es pecador, pues sólo por Dios poseerá la justicia. “Dominador,
Señor Dios, misericordioso y clemente, paciente, de gran misericordia y fiel,
que guardas la misericordia para miles, que quitas la iniquidad, las maldades y
los pecados y en cuya presencia ninguno hay que por sí sea inocente” (Ex 34,
6-7) .
De
la segunda manera es la siguiente: «Nadie es justo en cuanto a todo, sin que
tenga algún pecado, según aquello de Pr 20, 9: “¿Quién puede decir: limpio está
mi corazón, puro soy de pecado”?. Y en Ecle 7, 21: “No hay hombre justo en la
tierra que haga bien y no peque».
Por
último: «Puédese también entender de una tercera manera: como si se refiera a
la multitud de los malos, entre los cuales no hay ningún justo».
Interpretación, que no acepta Santo Tomás. Es inverosímil que San Pablo quiera
expresar una identidad evidente: los malos son malos. Sólo, por consiguiente:
«Los dos primeros sentidos están de acuerdo con la intención del Apóstol».
Respecto a los dos otros dos principios que dirigen las buenas obras, y de los
que el pecador puede apartarse, escribe Santo Tomás: «El segundo principio de
la buena obra es la discreción de la razón. Y esto lo excluye diciendo: “No
supieron ni entendieron, andan en tiniebla” (Sal 81, 5). Y el Salmo 35, 4: “No
quiso tener inteligencia para hacer el bien”».
Además de faltar a la justicia o rectitud de la obra y a la razón, queda
extraviada la finalidad de la voluntad, la otra facultad del sujeto, porque:
«El tercer principio es la rectitud de intención, la cual excluye el Apóstol:
“no hay quien busque a Dios” (en el salmo 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3,
10-18), de modo que a Él se dirija la intención». En otro lugar de la
Escritura se dice por ello: «Tiempo de buscar al Señor hasta que venga el que
les ha de enseñar la justicia» (Os 10, 12).
Los
pecados de omisión, en segundo lugar, lo son por apartar las buenas obras y se
hace igualmente de tres modos: «Primero en cuanto a la violación de la ley
divina, diciendo en el texto del Apóstol “todos se desviaron” (en el salmo 13,
1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), quiere decir de las reglas de la ley
divina. “Todos se desviaron de su camino, cada uno a su interés, desde el más
alto al más bajo” (Is 56, 2).
El
segundo modo es, añade el Aquinate: «En cuanto al señalamiento del fin, por lo
cual agrega el Apóstol, en el texto: “a una se hicieron inútiles” (en el salmo
13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18). Porque decimos que es inútil lo que
no persigue su fin. Y por eso los hombres se vuelven inútiles por apartarse de Dios
para el cual fueron hechos. “La raza numerosa de los impíos no será útil» (Sap
4, 3).
Finalmente: «En tercer lugar excluye las mismas buenas obras, al agregar San
Pablo en el pasaje que se comenta: “no hay quien haga bien” (en el salmo 13, 1-3,
citado en el pasaje Rom 3, 10-18)». El Aquinate cita el siguiente pasaje de la
Escritura, que lo confirma: «son sabios para hacer el mal; no supieron hacer el
bien» (Jer 4, 22).
Además, nota Santo Tomás que en las citas del Apóstol del Salmo 13: «Y agrega:
“no hay ni uno solo” (en el salmo 13, 1-3, citado en el pasaje Rom 3, 10-18),
que de un modo se puede entender por exclusión, como si dijera que con
exclusión de uno, el único que hizo el bien redimiendo al género humano (…) o
puede entenderse incluyendo como si dijera que no hay ni un solo hombre limpio
que haga el bien, o sea, perfecto. “Den vueltas por las calles de Jerusalén,
miren y piensen, busquen en sus plazas un hombre que haga justicia y busque la
verdad para que pueda perdonarla” (Jer 5, 1)».
II. Los pecados de lengua
En
el texto de San Pablo, después de los versículos del Salmo 13, se citan otros
dos de los salmos 5 y 10, y un versículo de Isaías, y según el Aquinate: «al
decir “sepulcro abierto” (en el salmo 5, 11, citado en el pasaje Rom 3, 10-18)
indica los pecados de comisión, y primero los pecados de la lengua;
segundo, los pecados de obra, al decir “veloces sus pies” (en Is 50, 7-8,
citado en el pasaje Rom 3, 10-18). Y de estos pecados se desprenden los pecados
del corazón».
Sobre los pecados de comisión de la lengua, nota Santo Tomás que en el pasaje
comentado se hacen cuatro observaciones. «Primero, acerca del pecado de lengua
suelta o de infamia, al decir “su garganta es un sepulcro abierto” (Sal 5, 11,
citado en el pasaje Rom 3, 10-18), porque en el sepulcro abierto observamos dos
cosas. Porque está preparado para recibir a un muerto, y por esto se dice que
la garganta del hombre es un sepulcro abierto cuando está listo para proferir
cosas mortíferas, al modo de lo que se dice en Jeremías “su aljaba es como
sepulcro abierto” (Jer 5, 16). Y además exhala hedor. “Son semejantes a los
sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos a los hombres, y por
dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad” (Mt 23, 27). Así
es que su garganta es un sepulcro abierto, pues de sus bocas sale hedor de
obscenidades. “De su boca salía fuego, humo y azufre” (Ap 9, 17)».
Además
del hablar con maldad o vileza, hay otro tipo de malicia, la de manifestar algo
de manera fraudulenta, o con engaño, para perjudicar a otro en propio
beneficio. «La segunda que hace es acerca del pecado de la lengua, es el fraude
diciendo: “con sus lenguas fabricaban engaños” (en el Sal 5, 11, citado en el
pasaje Rom 3, 10-18). Porque una cosa tienen en el corazón y otra distinta en
la boca. Se lee en Jeremías: “Flecha punzante es su lengua; habló engaño con su
boca” (Jer 9, 8)».
Después de estos dos pecados de la lengua, indicados por San Pablo en el texto:
“Lo tercero que señala es la culpabilidad de las palabras, al decir: “venenos
de áspides debajo de sus labios” (Sal 139, 4, citado en el pasaje Rom 3,
10-18), porque tales palabras profieren que a quienes los rodean los matan de
manera incurable, o espiritualmente o corporalmente. «Hiel de dragones su vino
y su veneno incurable de áspides» (Deut 32, 33)[22].
Sobre la gravedad de los pecados de la lengua, decía el Papa Francisco: «Los
que viven juzgando al prójimo, hablando mal del prójimo, son hipócritas. Porque
no tienen la fuerza, la valentía de mirar los propios defectos. El Señor no
dice sobre esto muchas palabras (en Lc 6, 39-42, Evangelio del día que
comentaba). Después, más adelante dirá: el que en su corazón tiene odio contra
el hermano es un homicida. Lo dirá. También el apóstol Juan lo dice muy
claramente en su primera carta: quien odia al hermano camina en las tinieblas.
Quien juzga a su hermano es un homicida (Cf. 1 Jn, 3, 15)». Por lo tanto «cada
vez que juzgamos a nuestros hermanos en nuestro corazón, o peor, cuando lo
hablamos con los demás, somos cristianos homicidas». Y esto «no lo digo yo,
sino que lo dice el Señor». Precisaba el Papa, que «sobre este punto no hay
lugar a matices: si hablas mal del hermano, matas al hermano. Y cada vez que
hacemos esto imitamos el gesto de Caín, el primer homicida[23].
Finalmente San Pablo, según Santo Tomás, se refiere a la gran cantidad en
especie y en número de los pecados de la lengua. «Lo cuarto que indica es la
abundancia de tales pecados, al decir: “su boca está llena de maldición y de
amargura” (en el Sal 10, 7, en el pasaje citado Rom 3, 10-18), porque en tales
gentes sobra siempre la maledicencia, porque hablan mal de los demás
difamándolos, contra lo que el Apóstol dice más adelante: “Bendecid y no maldigáis”
(Rom 12, 14). Cita seguidamente “y de amargura” (en el Sal 10, 7, en el pasaje
citado Rom. 3, 10-18), porque no se avergüenzan de lanzarle a la cara al
prójimo palabras injuriosas, haciéndolos caer así en la amargura, contra lo que
dice el Apóstol: “Toda amargura (…) sea desterrada de entre vosotros” (Ef
4, 31)»[24].
Por
la abundantes y gravedad de los pecados de la lengua, se afirma de ellos,
en la carta de Santiago el Menor, que son contaminantes, destructivos y
dolorosos como el fuego : «La lengua es fuego; un mundo de maldad. La lengua se
cuenta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo e inflama la rueda
de nuestro nacimiento, inflamada ella del fuego infernal»[25].
Clases de pecados de lengua
En
su Comentario a la Epístola a los colosenses, al explicar
Santo Tomás los vicios que deben evitarse, que San Pablo refiere en dos
versículos[26],
indica que «los pecados de la lengua son de tres clases, según que miren a
Dios, a sí mismo o al prójimo, pues por estos pecados se señala un desorden
mental».
El
primero: «en comparación de Dios, es la blasfemia. “Saca al blasfemo fuera del campamento y que todos
los que le oyeron, pongan sus manos sobre su cabeza y que le apedree todo el
pueblo” (Lev 24, 14). Y así cualquier blasfemia es pecado mortal. Pero ¿y si de
repente? Respondo: si de repente de manera que no tenga tiempo de reflexionar
que blasfema, no comete pecado mortal; pero yo pienso que por muy de repente
que sea, si advierte que dice palabras blasfemas, peca mortalmente»[27].
La blasfemia o
palabra injuriosa contra Dios y por extensión a la Virgen, a los santos, a la
Iglesia y a lo sagrado, es un pecado gravísimo[28].
«Si se comparan el homicidio y la blasfemia en el objeto contra que se peca, es
claro que la blasfemia, por ser pecado directo contra Dios, supera al
homicidio, pecado contra el prójimo. Más comparados en sus efectos dañosos,
sobrepuja el homicidio, el cual daña más al prójimo que la blasfemia a Dios.
Sin embargo, como en la gravedad de la culpa más se atiende a la intención de
la voluntad perversa que al efecto de la obra (…) por eso el blasfemo, que
intenta denigrar el honor divino, peca más gravemente, absolutamente hablando,
que el homicida»[29].
Siempre la blasfemia es pecado mortal, no admite parvedad de materia. Santo
Tomás indica que puede ser venial por no hacerse con suficiente advertencia.
Añade el Aquinate en su división de los pecados de la lengua: «La segunda clase
designa un desorden en la concupiscencia “toda palabra deshonesta” (Col 3, 8). “Ninguna
palabra mala salga de vuestra boca” (Ef 4, 29)»[30].
Es pecado el lenguaje obsceno, y además es grave cuando su
finalidad es excitar el mal en los otros o escandalizarlos. En la Sagrada
Escritura se dice, entre otros textos: «¡Ay del mundo por los escándalos! Pues
es inevitable que haya escándalos; pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el
escándalo!»[31].
La
última clase de los pecados de la lengua afectan directamente al prójimo. «La
tercera un desorden contra el prójimo, (es) la mentira. “El que dice mentiras, no tendrá
escape” (Pr 19, 5)»[32].
La mentira
En
la Suma teológica, nota Santo Tomás que en la locución hay mentira:
«si se dan a la vez estas tres condiciones: enunciado de algo falso, voluntad
de decir tal falsedad e intención de engañar». Explica seguidamente que:
«Resulta entonces el triple elemento de la mentira: falsedad material,
por el dicho; falsedad formal, porque se dice con voluntad consciente;
y falsedad efectiva, por la intención de engañar».
De
la triple falsedad que importa la mentira: «es la falsedad formal, o la
voluntad de enunciar algo falso, la que propiamente constituye la mentira. De
ahí la etimología de la palabra mentira: mentira es lo que se dice contra la
mente»[33].
Toda mentira es intrínsecamente mala y, por tanto, no puede decirse nunca. Son
malas: la mentira perniciosa, que es la que «profiere con deseo de
dañar a otro»; la oficiosa, que busca, en cambio: «un bien útil,
para ayudar a otro o para evitar algún peligro»; la jocosa, que
se ordena a «un bien deleitable», un bien que no beneficia ni perjudica a
nadie, y, por tanto, se miente por simple broma o entretenimiento[34].
No
hay nunca pretexto para decir ningún tipo de mentira. Santo Tomás da la
siguiente razón: «Lo que es malo intrínsecamente y en su género, nunca puede
ser bueno y lícito. Porque para que una cosa sea buena lo debe ser en todos sus
aspectos, y por eso dice Dionisio que “la bondad de una cosa existe por el
concurso de todas sus causas ; para el mal, en cambio, basta un defecto
cualquiera” (Los nombres divinos, c. 4, 30). La mentira es mala por
naturaleza, porque es un acto que recae sobre materia indebida; pues siendo las
palabras signos naturales de las ideas es antinatural y fuera del orden debido
el significar por una palabra o gesto lo que no se tiene en el pensamiento- Por
lo cual dice Aristóteles que: “la mentira es por sí misma mala y debe evitarse;
la verdad, en cambio, es buena y digna de alabanza” (Ética, IV, c.
7, 6). Luego, toda mentira es pecado, como también lo afirma San Agustín»[35].
En
su obra La mentira, había dicho San Agustín: «Los textos de
las Escrituras no nos amonestan otra cosa sino que nunca se debe mentir, en
absoluto»[36].
Se dice, por ejemplo, el Nuevo Testamento: «No os engañéis unos a otros»[37].
En el Antiguo, se lee entre otros muchos pasajes: «Huirás de la mentira»[38];
«El Señor abomina los labios mentirosos»[39];
«No os engañéis unos a otros»[40];
y «No quieras decir mentira alguna, porque acostumbrarse a ella no es bueno»[41].
Prohibición de la mentira
Sobre la obligación de no mentir sobre nada, en ninguna circunstancia y,
en definitiva, nunca, escribe Santo Tomás, al comentar el octavo
mandamiento que prohíbe mentir, que «se prohíbe toda mentira (…) por cuatro
motivos. Primero, porque la mentira asemeja el hombre al diablo. En efecto, el
que miente, se convierte en hijo del demonio. Por su modo de hablar se
distingue de que nación y de qué zona es alguien “pues tu acento te delata” (Mt
26, 73). Así pues, algunos hombres son de la casta del diablo, e hijos del
diablo se les llama, a saber a los que mienten. Porque el diablo es mentiroso
y padre de la mentira, según leemos en Jn 8; él, en efecto, mintió: “No, de
ninguna manera moriréis” (Gen 3, 4). Otros hombres son hijos
de Dios, a saber los que dicen la verdad. Porque Dios es la verdad»[42].
El
segundo motivo de la prohibición de la mentira es «porque la mentira hace
imposible la vida social. Los hombres viven en sociedad, y esto no sería
posible si no se hablasen con verdad los unos a los otros. Exhorta el Apóstol:
“Dejando la mentira, hablen la verdad cada uno con su prójimo, porque somos
miembros los unos de los otros” (Ef. 4, 25)»[43].
Sin
la confianza mutua, basada en la veracidad de los hombres, no puede darse la
sociedad. Se advierte en el nuevo Catecismo que: «La mentira,
por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia
hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la
condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de
los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda
sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las
relaciones sociales»[44].
El
tercero es porque: «la mentira acarrea la pérdida del buen nombre. Así es, al
que suele mentir, ni cuando dice la verdad se le cree. Se lee en la Escritura:
“¿Qué se puede purificar por lo impuro?. Y ¿Qué verdad podrá decir el
mentiroso? (Eccli 34, 4)». El hombre mentiroso pierde la buena fama, que por
derecho natural poseía y por su conducta inmoral adquiere mala fama u opinión
mala.
Por último, el
cuarto motivo es porque: «significa la perdición para el alma. El mentiroso
mata la suya. Lo dice la Sabiduría: “La boca que miente mata el
alma” (Sap 1, 11). Por eso el salmista dice a Dios: “Perderás a todos los que
hablan mentira” (Sal 5, 7). Es ésta, por tanto, pecado mortal»[45].
Ante la objeción de que parece «licita la mentira para evitar que alguien
cometa un homicidio y para salvar al otro de la muerte»[46],
afirma la general ilicitud de la mentira, porque: «La mentira no sólo es pecado
por el daño que causa al prójimo, sino por el desorden que implica en sí misma.
Pero no se debe usar de un medio ilícito para defender los intereses del
prójimo; así, no es lícito para dar limosna robar (a no ser en caso de
necesidad, porque entonces todo es común). Por lo tanto, no es lícito mentir
para evitar cualquier perjuicio a otro. Se puede, no obstante, ocultar
prudentemente la verdad disimulándola, como enseña San Agustín (La mentira,
c. 10)»[47].
Callar no es mentir. «La mentira se da cuando se expresa una cosa falsa, pero
cuando se calla algo verdadero, lo cual es lícito alguna vez»[48].
Especies de la mentira
Son también
mentiras sus especies: la simulación,
la hipocresía, la jactancia y la falsa humildad.
La simulación es «mentir con hechos»[49].
La hipocresía es un tipo de simulación en la que se miente al aparentar
exteriormente lo que no se es[50].
La jactancia, que: «se realiza cuando uno habla de sí por encima de lo que es
en realidad»[51].
La falsa humildad que se da: «cuando se afirma de sí un defecto que no se tiene
realmente o cuando se niega poseer una cualidad contra la realidad misma»[52].
Esta falsa humildad, que en la Ética se denomina ironía, es un pecado contra la
veracidad porque no se dice lo que interiormente se siente.
Se pueden
considerar otras especies de mentiras como la difamación, o denigración de la
fama de otro; la murmuración,
o crítica de sus defectos públicos para perjudicar su buena fama; la calumnia, o
la falsa imputación de un defecto o mal al prójimo; el falso testimonio,
o el afirmar o negar como testigo un hecho falso; la susurración, que se llama también murmuración, que es
el contar chismes y habladurías de otros para enfriar o disolver amistades;
la contumelia, o insulto, que es la
injuria al prójimo; la burla o irrisión, que se ofende al prójimo recriminado
sus defectos para ponerlo en ridículo ante los demás; y la maldición, o
invocación del mal contra alguien
El
Papa Francisco sintetizó la actitud que implican todos estos pecados de la
lengua contra la justicia y la caridad, al comentar un pasaje de la Carta
a los Colosenses (1, 15-20). «Relanzando las afirmaciones de
Pablo para explicar “cuál fue la obra de Jesús”, el Papa Francisco sugirió dos
palabras clave: reconciliar y pacificar. Jesús, nos dice Pablo, “reconcilió la
humanidad con Dios después del pecado y pacificó, construyó la paz con Dios”
(…) Y, así, «nuestra tarea es ir por ese camino» para ser «hombres y mujeres de
paz, hombres y mujeres de reconciliación». En este punto el Papa sugirió un
auténtico examen de conciencia: «Nos hará bien preguntarnos: ¿yo siembro paz?
Por ejemplo, con mi lengua, ¿siembro paz o siembro cizaña?». Y añadió: «Cuántas
veces hemos oído decir de una persona que tiene una lengua de serpiente, porque
hace siempre lo que hizo la serpiente con Adán y Eva, destruyó la paz».
El
Papa insistió que Jesús, «el Primogénito, vino a nosotros para pacificar, para
reconciliar». En consecuencia: «si una persona, durante su vida, no hace otra
cosa que reconciliar y pacificar, se la puede canonizar: esa persona es santa».
Sin embargo, advirtió, «tenemos que crecer en esto, tenemos que convertirnos:
jamás una palabra que divida, nunca, nunca una palabra que lleve a la guerra,
pequeñas guerras, nunca las habladurías». Y sobre las habladurías el Papa quiso
detenerse preguntando «qué son» en realidad. Aparentemente, explicó, son
«nada»: consisten en «decir una palabrita contra otro o contar una historia»
del estilo: «Esto ha hecho…». Pero, en realidad, no es así. «Criticar es
terrorismo —afirmó el Papa Francisco—, porque quien critica es como un
terrorista que lanza una bomba y se marcha, destruye: con la lengua destruye,
no construye la paz. Pero es astuto, ¿eh? No es un terrorista suicida; no, no,
él se protege bien (…) el diablo nos ayuda en esto porque es su trabajo, es su
oficio: ¡dividir!»[53].
III. Los pecados de obra
La
segunda clase de pecados de comisión, o de acciones contra los preceptos
prohibitivos de la ley divina y natural, es la de los pecados de obra. Después
de finalizada la exposición de las características de la primera clase, la de
los pecados de la lengua: «En seguida, al decir (San Pablo), en el texto
comentado de la Epístola a los Romanos: “Veloces sus pies para
derramar sangre” (en Is 50, 7-8, citado en el pasaje Rom 3, 10-18), señala
los pecados de obra, sobre los cuales toca tres cosas.
La primera es la prontitud para
obrar mal. Por lo cual dice: “Veloces sus pies”, son de rápidos pasos, esto, de
precipitada pasión “para derramar sangre”, o sea, para cometer cualquier pecado
de los más graves, porque entre otros que cometemos contra el prójimo, el
homicidio es muy grave. “Porque sus pies corren al mal y van apresurados a
derramar sangre” (Prov 1, 16).
Según Santo Tomás, en este pasaje de San Pablo sobre las peculiaridades del
pecado del hombre, con respecto a los pecados de comisión: «Lo segundo que toca es la multitud
de los daños que se infieren a los demás, al agregar “en sus
caminos”, esto es, en sus obras, “quebranto”, porque quebrantó a los demás
oprimiéndolos (en Is 50, 7-8, citado en el pasaje Rom 3, 10-18). “Su corazón
mirará a quebrantar y a exterminar” (Is 10, 7). “Y calamidad” (en Is 50, 7-8,
citado en el pasaje Rom 3, 10-18), por cuanto privan a los demás de sus bienes,
reduciéndolos a la miseria. “Dejan desnudos a los hombres, quitando las ropas a
los que no tienen con que cubrirse en el frío” (Job 24, 7).
Observa también el Aquinate que: «Puédese entender, sin embargo, que estas dos
cosas están puestas para designar la pena más que la culpa, de modo que el
sentido sea éste: en sus caminos está la destrucción y la miseria, esto es, sus
obras, que se designen con la palabra caminos, los llevan a la destrucción y a
la miseria, de modo que la destrucción se refiere a la pesadumbre de la pena
con la que son castigados por sus pecados. “Y será hecha pedazos, como se
quiebra de un fuerte golpe el vaso del alfarero” (Is 30, 14). Y la miseria
débese referir a la pena de daño porque son privados de la felicidad eterna.
“Pero son desgraciados, y su esperanza está puesta en seres sin vida” (Sap 13,
10).
Además de la presteza a pecar, la abundancia de los perjuicios o males que
se causan a los demás y a sí mismo, según Santo Tomás, en el pecado de
obras del hombre, se da la pertinacia o tenacidad en el mal. «Lo tercero que muestra es la obstinación de
su culpa en el mal, de la cual algunos se alejan de dos maneras. O
porque quieren recibir de los hombres la paz, pero contra esto se dice en el
texto comentado: “No conocieron el camino de la paz” (en Is 50, 7-8, citado en
el pasaje Rom 3, 10-18), o sea, no lo aceptaron: “Con los que aborrecían la
paz, estaba en paz” (Sal 119, 7)».
Añade lo que lee en las últimas palabras del texto de San Pablo: “No hay temor
de Dios delante de sus ojos” (en Sal 35, 2, citado en el pasaje Rom 3, 10-18):
«O mediante la consideración del temor de Dios, pero éstos ni temen a Dios ni
respetan a los hombres, como se dice en Lucas 14. Por lo cual agrega: “El temor
del Señor echa fuera el pecado” (Eccli 1, 27). Y quien no tiene ese temor
no podrá ser justificado. Y esto se puede decir especialmente contra los
judíos, que por no haber creído no conocieron el camino de la paz, o sea, a
Cristo, del cual se dice en la Carta a los Efesios: “Él es nuestra paz” (Ef 2,
14)»[54].
Memoria de la oración
Además de la memoria del pecado, debe recuperarse
al mismo tiempo la memoria de la oración para el perdón de los mismos. Santo Tomás
escribió una oración para pedir el perdón divino, que puede servir como pauta.
Comienza así: «A ti, oh Dos, fuente de misericordia, vengo yo, pecador».
Después de pedir la misericordia, el perdón y la gracia, le dice a Dios: «No
olvides a quien te olvida, no abandones a quien te abandona, no desprecies a
quien te ofende. Pues al pecar te ofendí a ti, Dos mío, dañe a mi prójimo, y ni
a mi mismo y ni a mí mismo me respeté».
Y
termina con este ruego: «Por lo cual te suplico a favor de mi fragilidad, que
no atiendas a la iniquidad mía, sino a tu inmensa bondad y me perdones con
clemencia lo que hice, dándome dolor de lo pasado y una eficaz vigilancia para
el porvenir. Amén»[55].
Eudaldo Forment
NOTAS
[4] ÍDEM, Dios
y el mundo. Una conversación con Peter Seewald, Barcelona, Círculo de
Lectores, 2005. p. 399. «La incapacidad de reconocer la culpa es la forma más
peligrosa imaginable de embotamiento espiritual, porque hace a las personas
incapaces de mejorar» (Ibíd).
[5] Ibíd., p.
400. «La incapacidad de reconocer la culpa es la forma más peligrosa imaginable
de embotamiento espiritual, porque hace a las personas incapaces de mejorar»
(p. 399).
[17] A. ROYO
MARÍN, Teología moral para seglares. I. Moral fundamental y especial,
Madrid, BAC, 2007, 7ª ed., 2ª imp. p. 194.
[20] Catecismo
romano, Catecismo para los párrocos según el decreto del concilio
de Trento mandado publicar por San Pío V y después por Clemente XIII, IV,
14, 5.
[23]PAPA
FRANCISCO, Misas matutinas en la capilla de la “Domus Sanctae Marthae”,De
las malévolas murmuraciones al amor al prójimo, 13-9-13, en L’Osservatore
Romano, ed. sem. en lengua española, n. 38, viernes 20 de septiembre de
2013.
[36] SAN
AGUSTÍN, La mentira, c. 21, n. 21. En un capítulo anterior ya había
escrito: «¿Qué queda, pues, para que nunca podamos dudar de que jamás se puede
mentir? Pues no se puede decir que haya algo más grande ni más amado, entre los
bienes temporales, que la vida y la salud corporal. Y, si ni siquiera ésta se
ha de anteponer a la verdad, ¿qué podrán oponer, para convencernos, los que
juzgan que, algunas veces, es conveniente mentir?» (Ibíd., c. 6, 9).
[42] SANTO
TOMÁS, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez
mandamientos de la ley, De octavo praecepto, 182.
[45] SANTO
TOMÁS, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez
mandamientos de la ley, De octavo praecepto, 184-185. Precisa,
seguidamente: «En realidad , la mentira unas veces constituye pecado mortal,
otras, venial» (Ibíd.).
[47] Ibíd., II-II, q. 110, a. 3, ad 4. Afirma San Agustín que alguien
puede «ocultar por un tiempo lo que juzga que debe ocultar» pero «nunca le es
lícito mentir ni ocultar algo mintiendo» (La mentira, c 10).
[53] PAPA
FRANCISCO, Misas matutinas en la capilla de la “Domus Sanctae Marthae”, Morderse
la lengua, 4-9-15, en L’Osservatore Romano, ed. sem. en
lengua española, n. 37, viernes 11 de septiembre de 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario