“NO TIENEN SANGRE…”
Pa ráfrasis de la indicación de la Virgen Madre en las Bodas de Caná: “NO TIENEN VINO…”
Reflexión del Monasterio del Cristo Orante sobre la
omnipotencia suplicante de la Virgen María, Madre de la Iglesia
De las
muchas y variopintas figuras con que Dios mismo se esmera en ilustrar su
vínculo con nosotros, los hombres, hay una que de modo inobjetable descuella
entre las demás. A tal extremo, que varios Padres plantearon que tal vez no se
tratara de la figura más elocuente sino, directamente, de la no-figura
(anti-typos), del diáfano derecho de la trama. Como quien por un instante no
posa la mirada sobre los objetos soleados sino que hace foco en el mismo sol.
Un derecho de la trama donde el vínculo ya no sea un “así como” un pastor con
sus ovejas, una gallina con sus polluelos, una vid con sus sarmientos, un
médico con sus enfermos… sino que sea “así” sin el cómo.
Nos referimos por cierto a las Bodas, a las Nupcias del Hijo del Rey con nosotros, su negra pero hermosa Sulamita. La relación del Hombre con Uno de la Trinidad es una relación nupcial. De hecho –como avisa san Pablo– el vínculo nupcial del hombre y la mujer es figura de esta realidad y no al revés.
Es notable –en tren de fundamentar esta eminencia– cómo la completa Escritura está engolfada por estas Nupcias. Hay Boda en los compases iniciales del Génesis y hay Boda en los compases finales del Apocalipsis. El quiasmo o inclusión más abarcativo y determinante de toda la Biblia. Y en el centro: las Bodas de Sangre sobre el Madero de la Cruz. Y al costado inmediato del centro, en el costado del vórtice del quiasmo: las Bodas de Caná. Costado que es obertura, introito hacia la Boda en juego. Y desde esta obertura hasta su consumación: el itinerario del Cuarto Evangelio. Todo el Evangelio de san Juan está hilvanado desde esta boda colateral a la Boda real. Un camino de Caná al Gólgota. De las tinajas al Madero. Siempre de la mano y mirada atenta de María, Su Madre, cuya expresa presencia sólo reluce en estas dos escenas y es tácita, sigilosa, en el entremedio, llevando el hilo de oro de Caná al Gólgota.
Aunque pueda sonar algo reduccionista valdría enfatizar: el Verbo eterno se hizo Carne para las Bodas. Pues sin carne no podía hacerse una sola carne con su amada. Por eso para san Juan el primerísimo episodio, el milagro fundacional es éste, en Caná. Como un adelanto, un último aviso de sus propias Bodas que consumará en el Gólgota tres años después. Hay una secuencia escalofriante del agua al vino y del vino a la Sangre. Y hay elogiosas y minuciosas sombras en Caná, donde todo cuanto acontece es la inasible proyección del lumínico Acontecimiento nupcial. Todos los hilos que leemos en Caná son el reverso del tapiz de la Crucifixión. La sombra del Madero es tinaja de piedra…
Y al pie del Madero, la misma Mujer del “no tienen vino” –devenida ahora Madrina del Novio– dirá en plena Boda: “no tienen Sangre”. Y esta Boda sin sangre es como aquella fiesta sin vino. Y el Hijo contestará: sí a Mí, y sí a ti, Mujer. Ha llegado la Hora y ya estamos en ella. Ahora sí: a ambos nos compete la causa. Ahora sí. Y la Madre dirá a todos los nefastos personajes de la Pasión: hagan todo como el Padre lo disponga.
Una antigua glosa anota que Cristo, en su silencioso camino del Pretorio al Gólgota, más que mascullar los demandantes improperios, lo que va destilando en sus entrañas son los versos del Cantar de los Cantares... Pues sube, corre, brinca cual joven cervatillo, hacia el anhelado desposorio con su enjuta enamorada.
Y el Centurión, maestresala de Bodas, se encargará de que mane el Amor más grande, guardado hasta el Final de los tiempos. Y con asombro le dirá al divino Novio: “los otros dioses ofrecen muy de entrada sus proezas; Tú, en cambio, has guardado lo mejor para el Fin”. Y notando la eufonía del desenlace de su expresión, la repetirá y repetirá, como un eco que en círculos concéntricos va oleando sobre el lago de la Historia: has guardado lo mejor para el Fin, lo mejor para el Fin… Ante cada Cáliz rebosante de nuestros altares, hemos de poder escuchar este eco: has guardado lo mejor para ahora, para este fin, para esta Alianza nupcial nueva y eterna.
Todas las sagas y mitos y leyendas y poemas épicos referidos a un rico y brioso príncipe enamorado de una pobre sirvienta encorvada y enferma (hasta los nórdicos y celtas cuentan con ellos), todos, absolutamente todos, son sombra y figura de estas Bodas. Insólita Boda, desopilante desposorio. Tan demente que enojó y rebeló a legiones incontables de ángeles, que desde entonces conforman el foco de enemistad y rebelión con todo el Plan. ¿Qué los rebeló? Que el Hijo de Dios se enamorara (perdidamente) de esta pálida persona, hambrienta y somnolienta y se desposara con ella. Para siempre, siempre, siempre. Y que para hacerlo factible se abajara a su condición, pues sólo cabe Boda entre iguales. De eso trata todo. Y todo lo que no trata de esto es pura espuma y divagante distractivo del centro. Todo el Plan, desde la Creación misma, ideada por el Padre –como canta Juan de la Cruz– para poder darle a su Hijo “una esposa que te ame, mi Hijo, darte quería”, hasta cada una de las estrategias de rescate, tienen por cometido “salvar el matrimonio”, consumar las Nupcias. Pues para este fin de amor fuimos creados y salvados.
Pero la macilenta novia, la lánguida y pálida prometida, la lívida pretendiente, padece la más extrema de las anorexias, la más irreversible anemia. No obstante, allí está, medio vaída, la Blanca paloma mortecina, con su lámpara humeante, ante el altar del Gólgota. Como un descolorido feto abortado, encharcado en su propio desangre. Como un pabilo a punto de apagarse. Como una tierra baldía, agostada, inerte.
Y la Madre la ve. La Madre nos ve. La Madre ve a la Iglesia. Ve como vio en Caná (mejor dicho: vio en Caná prefigurando este ver, como ya apuntamos). Es la misma y perpetua Deesis; la misma y perpetua omnipotencia suplicante. Y levantando los ojos al Madero, sin multiplicar palabras, con voz firme y resuelta avisa con tono de mando: no tiene Sangre. Hijo mío; tu Esposa no tiene Sangre. Dale Tu Sangre y vivirá.
Hoy, viendo a la pálida y anémica Iglesia, sin carácter, sin ardor, sin brío, inane, nos llena de esperanza la presencia atenta de la Madre. De pie. Y su infatigable e inconformable látigo esdrújulo, cual saeta al corazón de su Hijo: ¡transfúndela! ¡Dale tu Sangre! Y recobrará la valentía, el arrojo, la bravura con que anunciar el Fuego de tu Evangelio sin recortes, sin medias tintas acomodaticias, sin cobardes coqueteos. ¡Dale tu Sangre! ¡Despósala de nuevo, con el Poder y Sello de tu Sangre, Hijo mío, Tú que eres Sangre y Luz del Mundo!
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