Solemnidad del Bautismo del Señor
(Concluye el tiempo de Navidad y comienza el tiempo litúrgico durante al año)
Magnifica reflexión del Monasterio mendocino del Cristo Orante:
CRISTO EMERGE DE LAS AGUAS y SE ABRE EL CIELO
El "firme fundamento que vulcaniza estos desolados tiempos líquidos".
El firmamento, como un poco dice su nombre, alude a lo firme, lo inconmovible, lo estable.
Las aguas, por el contrario, son su más abrupto opuesto: son lo feble, indefinido, lo amorfo, el caos primordial.
Y entre ambos: la tierra, nuestra statio, nuestro transitorio hábitat, en esta anástasis emergente desde el caos líquido hacia la contundencia celestial.
Acoplado a la idea muerte-vida, los antiguos y sus cosmogonías veían en la imagen plástica de la tierra firme el surgir de lo determinado desde lo amorfo, el emerger de lo concreto, lo sólido, de entre las entrañas de lo vacuo y fútil.
Noé viendo que las aguas retrocedían, que Dios colgaba su arco guerrero sobre el gancho firme de su firmamento, y la paloma traía su olivo, podía exclamar: tras el caos líquido, llega el orden sólido. Y nace una nueva humanidad.
También de Cristo Señor, emergiendo hidalgo del Jordán, nace un Hombre nuevo. Él inaugura un tiempo nuevo. Y avisa: se acabó el masomenismo ambiguo; este es el tiempo firme, el tiempo de las contundencias; tiempo del sí, sí; no, no.
Yo hago Alianza contigo, Pueblo mío, y prometo no más lodos: el tiempo de los pantanos ha terminado. Pisa firme, Pueblo mío, que hay piedra a tus pies. Ya no parto la roca para que emerja agua: ahora parto las aguas para que haya roca.
La paloma de Noé volviendo con olivo en el pico avisa: donde hay brizna hay rama; donde hay rama hay tronco; donde hay tronco hay árbol, hay raíz, hay suelo firme.
La Voz de Dios anunciando "Este—Es—Mi—Hijo—Amado" avisa algo parecido: ha llegado la Religión de las contundencias. Ha llegado a su fin la Era de los divagues, de los ambages, de las perífrasis equívocas, del gatopardismo farabute, de la retórica recóndita y sinuosa, del masomenismo pálido, inane y macilento. (Linda etimología la de “contundencia”, del verbo latino “túndere”, que dice sin más: paliza, bife bien puesto, tunda).
Sí: retroceden las disolventes aguas inocuas y escurridizas, y emerge límpido, en nitidez y precisión, un empuñable Logos de impecable dicción y foco.
“Este” en Boca de Dios, tiene el sabor, la empírica sensación de quien habiendo perdido pie por haberse puesto a nadar con irresponsable riesgo mar adentro, tras arduo braceo, verticaliza su postura y percibe, con un gozo indecible —gozo que es certeza— que hace pie, que hay firmeza bajo sus pies.
“Este”, dirá Mateo. Lucas y Marcos lo registran como palabras del Padre a Jesús: “Tú”. Lo mismo da: en todo caso es un Dedo divino señalando con inequívoca precisión por dónde pasa la Salvación, la Verdad, la Vida.
Quien perciba cómo “reposa” el Dios infinito e inasible sobre esta “localizable” Sabiduría en Carne tiene resuelto —palabra clave— el conflicto crónico de una Humanidad que hace agua por todos lados y que nada anhela más que la tierra firme de lo certero e inequívoco.
Belén, Epifanía, Caná, Bautismo, son como cuatro postales de un mismo panorama: la Teofanía de un Dios macizo, autor de una obra maciza, de un proyecto macizo, de una propuesta maciza y de promesas macizas. Un Dios de trazo firme, decía Péguy... tan grácil como firme. Dios no sólo no se equivoca —aporta Simone Weil—; además, es inequívoco.
Cristo, tras sumergirse en el Jordán, no saca la cabeza de abajo del agua y se aleja de la escena a nado. Nada de nado. Emerge con hierática verticalidad, dejando como escabel de sus pies las aguas anodinas. Emerge de las entrañas del amorfo caos en idéntico trazo con que emerge victorioso del sepulcro, o nimba erguido flameando sobre el Tabor o se eleva solemne en la Ascensión... o —¡no menos!— emerge, puro y alado, tras las palabras consecratorias, del sombrío altar pétreo hasta el altar del Cielo (per manus sancti Angeli tui... in sublime altare tuum).
Del triunfo de Noé sobre las aguas nos queda como señal el rumboso arco iris.
Del triunfo de Cristo sobre las aguas se nos otorga la imagen ígnea y gallarda de un erguido Señor, que flamea derecho, trazando sobre el cosmos un Camino Recto, sin curvatura ni serpenteo alguno.
Él es el Camino Real, Camino Viviente, Camino derecho que vincula, sin vueltas, lo líquido de “la Desolación de la Disolución” con la firmeza del Firmamento paterno.
Entre Caos y Cielo: un Logos hecho surco y estela. Y su canteada seña es: la nitidez de la Cruz, que se recorta prístina, con sus cantos y aristas filosas y derechas.
La Alianza Nueva y Eterna no se expresa ya en lo curvo, sino en lo recto. La esfera —ayuda Chesterton— se asfixia en su propia redondez, mientras los brazos de la Cruz se expanden sin límites, sin jamás deformar su rectitud.
El Cristo erguido no es agua atravesada de luz. Es Luz atravesado por la Luz (Lumen de Lúmine, decimos en el Credo). Él es la diáfana Verticalidad de la Luz sin doblez. Él es la empinada y aplomada Columna de Fuego: tan férrea como grácil; tan áspera como tersa; tan concreta como inasible; tan precisa como indómita. Pero rotunda, inequívocamente rotunda.
Cristo sobre las aguas del Jordán es una impecable espada, bruñida y filosa, pulida y refulgente, apuntada y anclada al Cielo. Para que el firme firmamento cristalice, cuaje, fragüe y hasta vulcanice estos desolados “tiempos líquidos” (Zygmunt Bauman).
Cristo de pie, sobre un mundo líquido:
esperanza de la Gloria.
Cristo de pie, sobre una cultura líquida:
esperanza de la Gloria.
Cristo de pie, sobre una conciencia líquida:
esperanza de la Gloria.
Cristo de pie, sobre una Iglesia líquida:
esperanza de la Gloria.
El flamígero Cristo de pie, con bieldo en la mano (imagen que se han esmerado en ‘licuarnos’ hoy, vaya ejemplo inmediato) es como un Obispo empuñando con vigor su báculo, puesto por el Padre “en funciones”, ungido para iniciar su ministerio apostólico.
Es el Cristo Sólido y Solvente (bella palabra castellana, esta última, pues es el participio pasivo del verbo solver, que hoy empleamos como resolver. Solvente no es el que disuelve sino el que resuelve, el que tiene crédito contundente y capacidad rotunda para hacerlo. Sólido, como vocablo, tiene su bella historia también, como moneda de oro romana, valuada en 25 denarios de oro...
(la foto de abajo es del vitral del 'Bautismo del Señor'
en la Catedral Nuestra Señora del Nahuel Huapi de Bariloche)
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