Cuento de Navidad:
Enseñar al que no sabe
(de las obras de misericordia)
Pedro presentaba un rostro serio, con las cejas arrugadas y la mirada
enfadada.
—¿Qué te ocurre? —preguntó su madre.
—Don Julián es muy duro. Nos hace estudiar el catecismo… ¡de memoria!
Nadie hará la Comunión hasta que no nos sepamos todas las preguntas.
El catecismo es algo inútil. Don Julián era un cura —como dirían las
abuelas— chapado a la antigua. Sotana, bastón y mirada severa. Se rumoreaba,
aunque nadie podía asegurarlo, que te soltaba un capón si te pasabas de
listillo en sus clases. Pero no era seguro porque, evidentemente, nadie se atrevía
a hacerlo.
—¿Por qué no hacemos como los demás grupos? Solo estudian un par de
oraciones. Después, se pasan las horas coloreando. El catecismo es algo inútil.
—Pues eso no es lo que pensó Carlitos —respondió su madre.
—¿Quién es Carlitos?
Las mamás, que son muy sabias (Dios les concedió ese don) saben que a
los niños no les gustan los sermones; pero, en cambio, adoran las historias.
—¿No conoces a Carlitos? —replicó sorprendida al tiempo que recostaba
a su hijo en la cama.
—No.
—Carlitos era un niño muy pobre; no tenía padre y su madre no
encontraba trabajo. Pasaba tanta hambre que su mamá pedía limosna en la puerta
de la iglesia. Cuando los niños entraban a Catequesis, él se quedaba admirando
sus ropas calentitas… y los días que llevaban merienda abría su mano
esperanzado por si alguno compartía su mona con chocolate. Nunca lo hacían. No
eran buenos niños.
Pedro no se atrevía a respirar por miedo a interrumpir el relato.
—Carlitos no entraba en las clases, era pobre y le daba vergüenza.
Además, los demás niños se burlaban de él. Pero siempre acercaba su oreja hasta
la ventana y el cura, que era bueno, empleaba una voz muy potente para que
Carlitos oyera desde fuera la lección. Día tras día, escuchaba atento el
catecismo. «¿Qué es ser cristiano?»,
preguntaba el sacerdote. «Ser cristiano
es ser discípulo de Cristo», respondía él en voz baja.
—¡Igual que yo! —exclamó Pedro emocionado.
—Sí, como tú —le aseguró su madre—. Carlitos se fue aprendiendo todas
y cada una de las preguntas que el cura exigía a sus alumnos. Y cuál era su
sorpresa al comprobar que los niños apenas se sabían la lección.
–¿No se la aprendían?
—No. Estaban más ocupados en estudiar matemáticas, inglés y lenguaje.
El tiempo libre que les quedaba lo dedicaban a jugar.
—¡Cómo mis amigos! —interrumpió Pedro—. Solo que ellos juegan a la Play.
—Exacto. Pero Carlitos hacía algo más que estudiar…
—¡¿Qué?!
—Carlitos aplicaba lo que aprendía. El día que algún cristiano
caritativo le daba dos monedas, él entraba de puntillas en el templo y dejaba
una en el cestillo. «Jesús —decía— hoy han sido generosos. Toma Tú una, que la
necesitas más que yo». Y acto seguido, recordaba que el quinto mandamiento de
la Santa Madre Iglesia es…
—¡Ayudar a la Iglesia en sus necesidades!
—¡Muy bien! El día que se celebraba una misa de duelo en la parroquia,
Carlitos entraba a hurtadillas en el templo y se quedaba en la parte trasera.
Sabía que la séptima obra de misericordia espiritual era rezar por los
vivos y por los muertos. Un día, el sacerdote lo encontró sentado en el
banco y habló con él. Enseguida se quedó prendado de su sencillez y, tras
comprobar que se conocía el Catecismo mejor que ningún otro alumno que había
tenido, le dio la Comunión.
—¿A él solo?
—Bueno, llamó a su madre, pero a nadie más, porque lo importante no es
la fiesta sino el Sacramento —recordó su madre—. Pasaron los años y Carlitos se
hizo mayor. Como era pobre, no pudo estudiar y nunca encontró trabajo. Pero
eso, acabó pidiendo limosna en la puerta de la iglesia como su madre. Una fría
noche de Navidad, de esas donde el viento sopla con fuerza y los animales se
acurrucan para entrar en calor, cayó una gran nevada y Carlitos, que no tenía
ni una manta con la que taparse, murió congelado.
—No me gusta este cuento —se lamentó el niño.
—¡Espera! Que no acaba aquí. Aquella misma noche, su alma subió al
cielo y se topó con San Pedro, que custodiaba la puerta. «En el cielo solo
pueden entrar los sabios —advertía con voz regia y poderosa— así pues, ¿qué
sabes tú?». Las ánimas que iban por delante, orgullosas, enseguida mostraron
sus conocimientos de arquitectura, derecho o ingeniería. Pero San Pedro,
sacudía la cabeza. «Eso solo sirve en la Tierra. No necesitamos arquitectos en
el cielo.»
Pedro tenía los ojos bien abiertos y no parpadeaba.
—Entonces, le tocó el turno a Carlitos. Él no sabía nada. Nunca había
estudiado. Solo el Catecismo. «¿Y bien?», le preguntó San Pedro. Carlitos, de
repente, se acordó de su cura y balbuceó: «Van al cielo…»
—…los que mueren en gracia de Dios—murmuró Pedro, acabando la
frase.
—Eso mismo dijo Carlitos —le confirmó mamá—. San Pedro, apenas
reprimió una sonrisa y le lanzó otra pregunta: «¿Quién ama a Dios?» Entonces,
Carlitos, más seguro de sí mismo, exclamó: «Ama a Dios, sobre todas las
cosas, quien cumple sus mandamientos». «¿Cumpliste tú sus mandamientos?»,
le replicó interesado. Para Carlitos, aquel fue el examen más sencillo que
hizo…
—¡Y el único! Porque nunca fue a la escuela —le interrumpió Pedro
divertido.
—Es verdad. Le mostró cuánto había amado al Señor con los ratos de
oración compartidos en el Sagrario; los desagravios que hizo cuando oía
maldecir su nombre; las misas que escuchaba escondido en el último banco…
—Carlitos era muy bueno.
—Era más, cariño. Era santo. Por eso, San Pedro le abrió las puertas
del Cielo de par en par.
—¿Qué pasó con las otras ánimas?
—No lo sé —mamá se encogió de hombros—. Yo solo me sé la historia de
Carlitos. Pero no pintaba bien la cosa. ¿Has comprendido el relato?
—Sí, los otros estudiaron cosas inútiles para el Cielo; Carlitos, en
cambio, aprendió lo necesario.
—Muy bien. Las lecciones del colegio son importantes, pero para esta
vida. No debemos olvidar que, más importante, es la otra posterior. Por eso,
agradece a don Julián su dedicación.
—¿Sí?
—Gracias.
Minutos más tarde, sacó bajo su almohada el librito del catecismo y se
puso a repasar las preguntas. «Bienaventurados los pobres, porque de ellos
es el Reino de los Cielos», leyó. «¡Bravo, Carlitos!», concluyó y cerró el
libro conforme, listo para dormir.
Mónica C. Ars
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