En varias entradas próximas de este blog transcribiremos algunos párrafos del libro de Romano Guardini titulado LOS SIGNOS SAGRADOS, que se refiere a algunos gestos y símbolos litúrgicos de siempre, que tienen una gran significación espiritual.
Porque la Liturgia tiene expresiones sensibles que reflejan el valor de lo invisible, gestos y símbolos materiales que nos llevan hacia lo profundo de lo sobrenatural, realidades humanas que nos impulsan a lo divino.
Pura, simple, "casta", llamaba al agua San Francisco de Asís. Sin
pretensiones, sin personalidad, -diríamos-, parece que sólo existiera para
servir a los demás, para purificar, para saciar la sed, para aliviar.
¿Has sentido la atracción
misteriosa que ejerce el agua dormida, quieta, en su lecho profundo? ¡Qué
misterio en sus serenas profundidades!
¿No la has oído cantar
deslizándose mansamente en el arroyo, corriendo entre las piedras, con un
murmullo incesante?
¿No la has visto avanzar en
amplios remolinos y borbotar en hirvientes y cristalinas ondas en los recodos
de un río?
Es simple, clara, desinteresada;
dispuesta siempre a lavar todas las manchas, a apagar nuestra sed. Y es por
otra parte profunda, insondable, esencialmente movediza, jamás se resigna al
reposo; está preñada de enigmas, rica en energías: el agua nos atrae hacia el
abismo.
El agua simboliza así, maravillosamente, las causas primeras, de las que emanan
los ríos misteriosos de la vida y desde cuyo seno nos llama la voz de la
muerte; es una imagen soberbia de la vida misma que bajo su aparente
simplicidad oculta tantos enigmas.
Comprendemos, ahora, sin dificultad alguna por qué la Iglesia ha elegido el
agua para que sea símbolo, conductora y engendradora de la vida divina, de la
gracia.
En sus olas -en el Bautismo- quedó sepultado y muerto el hombre viejo; de ellas
hemos salido hechos hombres nuevos, "renacidos del agua y del
espíritu."
Con el "agua bendita" mojamos, al signarnos con la señal de la cruz,
nuestra frente y nuestro pecho, rociamos con ella nuestros hombros. De este
modo el elemento del agua, tan diáfano, tan simple y tan fecundo, se ha trocado
en las manos de Dios, en el símbolo y productor de este otro elemento de la
vida sobrenatural: la Gracia.
La Iglesia ha purificado el agua al consagrarla -la ha purificado de las
fuerzas turbias y sombrías que estaban como aletargadas en su seno-; la
"consagra" y ruega a Dios que la transforme en un instrumento eficaz
de fuerza sobrenatural, de Gracia.
El cristiano entra en la casa de Dios, se rocía la frente, el pecho y la
espalda, es decir todo su ser, con esta agua pura y purificante, para que su
alma se vuelva pura.
¿No es hermosísimo este signo del agua? ¿No es algo sublime pensar que al
usarlo unido a la señal de la cruz se junta nuestra naturaleza, purificada del
pecado, con la gracia, y está ahí, bajo la acción divina, el hombre con todas
sus ansias profundas de pureza?
Al entrar la noche nuevamente nos rociamos con agua bendita. "La noche es
enemiga del hombre", dice un viejo proverbio. Hay mucha verdad en esta
frase. Es que hemos sido creados para la luz. Por esto, a la noche, antes de
entregarse al sueño y entrar en la sombra, donde se apaga la luz del día y la
luz de la conciencia, el cristiano se hace la señal de la cruz con el agua
bendita que simboliza a la naturaleza liberada y purificada; y en su gesto
parece exclamar:" Señor, guárdame de todo lo tenebroso". Renueva esa
acción por la mañana cuando la luz del día lo saca del sueño y de las tinieblas
y le devuelve la conciencia de su personalidad, y lo llama a una vida nueva. Es
como un recuerdo delicado de aquella agua santa, en la que, por el Bautismo,
pasó del pecado a la luz de Cristo.
¡Hermosa y significativa costumbre! Al rociarse con el agua bendita el alma
rescatada y la naturaleza redimida se abrazan bajo el signo de la Cruz.
Pura, simple, "casta", llamaba al agua San Francisco de Asís. Sin pretensiones, sin personalidad, -diríamos-, parece que sólo existiera para servir a los demás, para purificar, para saciar la sed, para aliviar.
¿Has sentido la atracción
misteriosa que ejerce el agua dormida, quieta, en su lecho profundo? ¡Qué
misterio en sus serenas profundidades!
¿No la has oído cantar
deslizándose mansamente en el arroyo, corriendo entre las piedras, con un
murmullo incesante?
¿No la has visto avanzar en
amplios remolinos y borbotar en hirvientes y cristalinas ondas en los recodos
de un río?
Es simple, clara, desinteresada;
dispuesta siempre a lavar todas las manchas, a apagar nuestra sed. Y es por
otra parte profunda, insondable, esencialmente movediza, jamás se resigna al
reposo; está preñada de enigmas, rica en energías: el agua nos atrae hacia el
abismo.
El agua simboliza así, maravillosamente, las causas primeras, de las que emanan los ríos misteriosos de la vida y desde cuyo seno nos llama la voz de la muerte; es una imagen soberbia de la vida misma que bajo su aparente simplicidad oculta tantos enigmas.
Comprendemos, ahora, sin dificultad alguna por qué la Iglesia ha elegido el agua para que sea símbolo, conductora y engendradora de la vida divina, de la gracia.
En sus olas -en el Bautismo- quedó sepultado y muerto el hombre viejo; de ellas hemos salido hechos hombres nuevos, "renacidos del agua y del espíritu."
Con el "agua bendita" mojamos, al signarnos con la señal de la cruz, nuestra frente y nuestro pecho, rociamos con ella nuestros hombros. De este modo el elemento del agua, tan diáfano, tan simple y tan fecundo, se ha trocado en las manos de Dios, en el símbolo y productor de este otro elemento de la vida sobrenatural: la Gracia.
La Iglesia ha purificado el agua al consagrarla -la ha purificado de las fuerzas turbias y sombrías que estaban como aletargadas en su seno-; la "consagra" y ruega a Dios que la transforme en un instrumento eficaz de fuerza sobrenatural, de Gracia.
El cristiano entra en la casa de Dios, se rocía la frente, el pecho y la espalda, es decir todo su ser, con esta agua pura y purificante, para que su alma se vuelva pura.
¿No es hermosísimo este signo del agua? ¿No es algo sublime pensar que al usarlo unido a la señal de la cruz se junta nuestra naturaleza, purificada del pecado, con la gracia, y está ahí, bajo la acción divina, el hombre con todas sus ansias profundas de pureza?
Al entrar la noche nuevamente nos rociamos con agua bendita. "La noche es enemiga del hombre", dice un viejo proverbio. Hay mucha verdad en esta frase. Es que hemos sido creados para la luz. Por esto, a la noche, antes de entregarse al sueño y entrar en la sombra, donde se apaga la luz del día y la luz de la conciencia, el cristiano se hace la señal de la cruz con el agua bendita que simboliza a la naturaleza liberada y purificada; y en su gesto parece exclamar:" Señor, guárdame de todo lo tenebroso". Renueva esa acción por la mañana cuando la luz del día lo saca del sueño y de las tinieblas y le devuelve la conciencia de su personalidad, y lo llama a una vida nueva. Es como un recuerdo delicado de aquella agua santa, en la que, por el Bautismo, pasó del pecado a la luz de Cristo.
¡Hermosa y significativa costumbre! Al rociarse con el agua bendita el alma rescatada y la naturaleza redimida se abrazan bajo el signo de la Cruz.
El agua simboliza así, maravillosamente, las causas primeras, de las que emanan los ríos misteriosos de la vida y desde cuyo seno nos llama la voz de la muerte; es una imagen soberbia de la vida misma que bajo su aparente simplicidad oculta tantos enigmas.
Comprendemos, ahora, sin dificultad alguna por qué la Iglesia ha elegido el agua para que sea símbolo, conductora y engendradora de la vida divina, de la gracia.
En sus olas -en el Bautismo- quedó sepultado y muerto el hombre viejo; de ellas hemos salido hechos hombres nuevos, "renacidos del agua y del espíritu."
Con el "agua bendita" mojamos, al signarnos con la señal de la cruz, nuestra frente y nuestro pecho, rociamos con ella nuestros hombros. De este modo el elemento del agua, tan diáfano, tan simple y tan fecundo, se ha trocado en las manos de Dios, en el símbolo y productor de este otro elemento de la vida sobrenatural: la Gracia.
La Iglesia ha purificado el agua al consagrarla -la ha purificado de las fuerzas turbias y sombrías que estaban como aletargadas en su seno-; la "consagra" y ruega a Dios que la transforme en un instrumento eficaz de fuerza sobrenatural, de Gracia.
El cristiano entra en la casa de Dios, se rocía la frente, el pecho y la espalda, es decir todo su ser, con esta agua pura y purificante, para que su alma se vuelva pura.
¿No es hermosísimo este signo del agua? ¿No es algo sublime pensar que al usarlo unido a la señal de la cruz se junta nuestra naturaleza, purificada del pecado, con la gracia, y está ahí, bajo la acción divina, el hombre con todas sus ansias profundas de pureza?
Al entrar la noche nuevamente nos rociamos con agua bendita. "La noche es enemiga del hombre", dice un viejo proverbio. Hay mucha verdad en esta frase. Es que hemos sido creados para la luz. Por esto, a la noche, antes de entregarse al sueño y entrar en la sombra, donde se apaga la luz del día y la luz de la conciencia, el cristiano se hace la señal de la cruz con el agua bendita que simboliza a la naturaleza liberada y purificada; y en su gesto parece exclamar:" Señor, guárdame de todo lo tenebroso". Renueva esa acción por la mañana cuando la luz del día lo saca del sueño y de las tinieblas y le devuelve la conciencia de su personalidad, y lo llama a una vida nueva. Es como un recuerdo delicado de aquella agua santa, en la que, por el Bautismo, pasó del pecado a la luz de Cristo.
¡Hermosa y significativa costumbre! Al rociarse con el agua bendita el alma rescatada y la naturaleza redimida se abrazan bajo el signo de la Cruz.
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