“Subiré al altar del Señor, cantando mi
alegría”
(Salmo 42)
Altar y
Retablo mayor de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana de Buenos Aires
El hombre ha sido dotado de las potencias más variadas. Por el
conocimiento puede comprender a todos los seres que lo rodean: los montes y las
estrellas, el mar y los ríos, las plantas, los animales, en fin, los hombres,
sus semejantes; puede, en cierto modo, entrar en su mundo interior. Conocer es
introducirse en las esencias de las cosas.
Puede amar a todas estas creaturas; puede asimismo rechazarlas
lejos de sí. Puede frente a ellas, tomar una actitud hostil, o bien puede
desearlas y atraerlas hacia sí. Puede asir el mundo visible que lo rodea y
modelarlo a su gusto. Oleadas interminables de los sentimientos más
contradictorios -el deseo y la alegría, el amor y la tristeza, el silencio y la
agitación- se suceden sin tregua en su corazón.
Sin embargo nada ennoblece tanto al hombre como la fuerza de poder
conocer que existe un Ser superior a él, y que es capaz de adorarlo y de
consagrar su existencia al servicio de ese Ser superior. Sí, el hombre, dotado
de razón, puede reconocer a Dios como a su Dueño. Puede entregarse enteramente
a El "a fin de que Dios sea glorificado."
¡Puede hacerlo! Pero que la Majestad divina aparezca en todo su
esplendor en la conciencia; que el hombre de hecho y libremente se anonade ante
ella en actitud de adoración y despojándose de su egoísmo se sobreponga a su
propio ser y arriesgue su existencia renunciando a sus intereses sólo para que
el Altísimo Dios sea glorificado... He aquí el sacrificio!
Nada hay más profundo en el alma humana que el acto del
sacrificio.
En las profundidades más íntimas del hombre reinan imperturbables esa claridad y ese silencio, desde donde surge la oblación que se remonta hasta Dios.
En las profundidades más íntimas del hombre reinan imperturbables esa claridad y ese silencio, desde donde surge la oblación que se remonta hasta Dios.
Pues bien: el altar es, allá fuera, el signo visible de esa
claridad interior, de esa intimidad silenciosa, de esa energía oculta.
Altar mayor de la Basílica del Espíritu Santo en Buenos Aires
El altar ocupa, en la
iglesia, el lugar más sagrado, junto con el Tabernáculo, y está levantado
sobre las gradas, dominando el resto del espacio, que, a su vez ha sido
separado del mundo de las actividades profanas que se agita allá fuera. Y está
allí -solitario- como el santuario íntimo del alma.
Firme, reposa sobre su base sólida, como la voluntad del hombre
inflexiblemente resuelta a consagrarse a Dios.
Sobre el zócalo descansa la mesa, amplia, maciza -Mensa Domini-
donde se ofrece el sacrificio. Todo es llano. Liso. Sin recovecos. La acción
sagrada del sacrificio no se realiza a ocultas, ni en la penumbra, Allí todo es
sinceridad. Todo se desenvuelve a la vista de los fieles.
Pero estos dos altares -el de fuera y el de dentro- se completan y
son inseparables. Ese de piedra, constituye el corazón de la iglesia material;
ese otro, el altar viviente, -que constituye lo más profundo de nuestro ser- no
forman más que un solo y verdadero altar.
El templo material, con sus bóvedas y sus muros, es sólo imagen y
símbolo del templo interior.
Altar mayor de la Iglesia parroquial de Santa María de
Villaviciosa, Asturias.
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