Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

15 de febrero de 2015

LOS SIGNOS SAGRADOS: VIII) EL PAN Y EL VINO

La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, 
ha usado siempre pan y vino con agua, para celebrar el banquete del Señor.
El pan para celebrar la Eucaristía debe ser exclusivamente de trigo, recientemente hecho, y ácimo, según la antigua tradición de la Iglesia latina.
La naturaleza del signo pide que la materia de la celebración eucarística aparezca verdaderamente como alimento 
(Instrucción General del Misal Romano, 320-322)



La unión con Jesucristo es el deseo de todo cristiano. Y no tan sólo la unión que se realiza por la visión y el amor, por la vía del conocimiento y de los sentimientos. Sabemos que todo nuestro ser viviente puede unirse a Dios. Es que todo nuestro ser tiende hacia Él. No tan sólo nuestro entendimiento y voluntad. 

"Mi corazón y mi carne..." dice el salmista, y sólo quedaremos saciados cuando estemos unidos a Él en todo nuestro ser y nuestra vida con una unión real. No significa ello una mezcla del ser divino con el nuestro, ni una confusión de su vida con la nuestra. Pretenderlo sería no sólo una audacia insensata; sino un absurdo, porque el ser divino ni admite mezcla, ni composición alguna. Sin embargo, la unión por amor y por el conocimiento no es la única posible: existe una unión de seres.

Anhelamos esta unión y debemos desearla, y para traducir este deseo poseemos una expresión profunda. La Sagrada Escritura y la Liturgia nos la ponen en nuestros labios: que podamos con nuestra vida, unirnos a Dios tan íntimamente como el alimento y la bebida se unen a nuestro cuerpo. 

Tenemos hambre, tenemos sed de Dios. Nos hace falta algo más que conocerlo y amarlo. Aspiramos a tomarlo, y asirlo, poseerlo. Sí, digámoslo sin temor, querríamos comerlo, beberlo, traspasarlo a nosotros, hasta saciarnos con El, aquietar nuestros anhelos, hasta llenamos de Dios. Es lo que la Liturgia del Corpus expresa por estas palabras del Maestro: "Como el Padre Viviente me ha enviado, y Yo vivo por el Padre, así también el que me come vivirá por Mí."

¿No es verdad que es eso lo que precisamente anhelábamos?

Por derecho nuestro no nos atreveríamos a pretender una realidad tan sublime; nos parecería una 'profanación. Pero, después de escuchar las explícitas palabras de Cristo, podemos decir sin temor: "Sí, esto debe ser así."

Pero, no podemos dejar de reconocer los deseos que El mismo ha depositado en el fondo de nuestros corazones. Podemos regocijarnos por el regalo sublime que nos ha preparado en su infinita bondad.

Una vez más conviene advertirlo: esta ambición no implica ninguna irreverencia. Nada que tenga la pretensión de borrar los límites que como creaturas nos separan de Dios. 

¡Comer su carne!... ¡Beber su sangre!. ¡Comerlo, recibir en nosotros al Dios Viviente, hecho hombre con todo lo que Él es, con todo lo que Él tiene!... ¿No sobrepuja esta realidad a cuanto pueda imaginar nuestra pobre naturaleza? Pero -por otra parte- todo eso ¿no responde perfectamente a nuestros más íntimos deseos?


¡Qué maravillosamente se prestan el pan y el vino para simbolizar este misterio!

El pan es un alimento; auténtico, porque nutre en verdad. Alimento sólido y substancioso que no nos harta jamás. El pan es veraz. El pan es "bueno" en el sentido más profundo de la palabra. Pues bien: Dios tomará sus apariencias, se revestirá con ellas y se hará el alimento vivo de los hombres.

"Los cristianos partimos un pan -escribe San Ignacio de Antioquia a los fieles de Éfeso- un pan que es prenda de inmortalidad." Es un alimento que nutre todo nuestro ser con la substancia del Dios Viviente y hace que nosotros estemos en El y El en nosotros.

El vino es una bebida. Pero, a decir verdad, esta bebida no se limita a calmar nuestra sed: bastaría para ello el agua. El vino tiene otra función más noble. "Regocija el corazón del hombre" -nos dice la Escritura-. Hace algo más que apagar la sed: el vino engendra la alegría. Es plenitud. Es signo de superabundancia. "Cuán preclaro es el cáliz que me embriaga" -dice el salmista-.

¿Comprendes ahora esta imagen y todo el misterio que encierra ~ Porque la embriaguez expresa aquí algo más que exceso en la bebida. El vino es belleza resplandeciente, es aroma y es fuerza, que todo lo engrandece y todo lo transfigura.

Pues bien: Cristo toma sus apariencias hermosas, se esconde bajo ellas, para regalarnos su Cuerpo entregado y su Sangre derramada. Pero no nos la entrega como una comida y una bebida simplemente honrada y racional; nos la da como un exceso de la delicadeza divina.

"¡Sanguis Christi inébria me!" - Sangre de Cristo, embriágame, rezaba San Ignacio de Loyola, el caballero del corazón ardiente-, Y Santa Inés habla de la Sangre de Jesús, como de un misterio de amor y de belleza inefable: "Miel y leche he sorbido en su boca, -dice el oficio de la fiesta- y su sangre, al teñir mis mejillas, las ha hecho amable."

De esta manera maravillosa Cristo se ha hecho nuestro pan y nuestro vino. Se ha trocado en nuestra comida y bebida. Podemos, entonces, comerlo y beberlo. El pan es la fidelidad y la firmeza constante. El vino es el arrojo, la audacia, la alegría. Es aroma y belleza. Es anchura de corazón y generosidad sin límites. Es embriaguez de vivir; de poseer, de dar...



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