La Iglesia debe defender en términos inequívocos el
depósito de la fe, porque ella es testigo, custodia intérprete y medio.
"Depositum custodi"
Audiencia General del miércoles 19 de enero de 1972
Papa Beato Pablo
VI
La
Iglesia, ayer y hoy, da una importancia fundamental a la rigurosa conservación de la Revelación
auténtica, y la considera como un tesoro inviolable frente a los errores que circulan
en la cultura contemporánea.
Ella
es la custodia del “depositum fidei”
Y
a quien le solicita que vuelva su fe más fácil, más relativa a los gustos de la
cambiante mentalidad de los tiempos, responde con los Apóstoles: Non
possumus, no podemos (Hechos de los Apóstoles 4,20).
Tratad de
poner vuestra mente, vuestro espíritu, de hecho vuestra conciencia de vivir,
delante del cúmulo de las cuestiones principales, aquellas que se refieren al
origen del universo, el sentido de la vida, el ansia de conocer el destino de
la humanidad, el fenómeno religioso que pretende responder a estos problemas,
absorbiendo y superando lo que la ciencia y la filosofía nos pueden decir al
respecto; y tratad de colocar el hecho cristiano en medio y por encima de tales
interrogantes, que reconocidos en sus exigencias ilimitadas llamamos tinieblas,
pero que en el encuentro con el hecho cristiano mismo se iluminan, y dejan
entrever su misteriosa profundidad y a la vez cierta nueva maravillosa belleza,
y sentiréis resonar dentro de vosotros, como si fuesen pronunciadas en este
mismo instante, las conocidas palabras del Evangelio de Juan: «La luz brilla en
las tinieblas» (Juan 1,5); el panorama del cosmos se ha iluminado como si en la
noche hubiese salido el sol, las cosas muestran su orden encantador y todavía
explorable; y el hombre casi riendo y temblando de alegría llega a conocerse a
sí mismo, y se descubre como el viandante privilegiado que camina, mínimo y
supremo, en la escena del mundo, con la simultánea conciencia de tener derecho
y capacidad de dominarle, y de tener a la vez el deber y la posibilidad de
trascenderlo en la fascinación de una nueva relación que lo supera: el diálogo
con Dios; un diálogo que comienza así: «Padre nuestro, que estás en el cielo…».
No es un
sueño, no es una fantasía, no es una alucinación. Es simplemente el efecto
primero y normal del Evangelio, de su luz sobre la pantalla de un alma, que se
ha abierto a sus rayos. ¿Cómo se llama esta proyección de luz? Se llama la
Revelación. ¿Y cómo se llama esta apertura del alma? Se llama la fe.
Cosas estupendas, que recogemos en aquel libro sublime de teología y de mística que se llama el Catecismo, es decir el libro religioso de las verdades fundamentales. Pero esta introducción quiere hoy referirse a cuanto escuchamos sobre una cuestión sucesiva, que Nos consideramos de máxima importancia con respecto a la condición ideológica en que hoy se encuentra el hombre pensante religiosamente; a saber: el contacto con Dios, resultante del Evangelio, ¿es un momento inscrito en una natural evolución del espíritu humano, la cual todavía continúa mutando y superándose, o bien es un momento único y definitivo, del cual debemos nutrirnos sin fin, pero siempre reconociendo inalterable el contenido esencial?
La respuesta
es clara: ese momento es único y definitivo. O sea, la Revelación está inserta
en el tiempo, en la historia, en una fecha precisa, en un acontecimiento
determinado, que con la muerte de los Apóstoles se debe considerar concluido y
para nosotros completo (Cfr. Denzinger-Schönmetzer, 3421). La Revelación es un
hecho, un acontecimiento, y al mismo tiempo un misterio, que no nace del
espíritu humano, sino que viene de una iniciativa divina, que ha tenido muchas
manifestaciones progresivas, distribuidas en una larga historia, el Antiguo Testamento;
y ha culminado en Jesucristo (Cfr. Hebreos 1,1; 1 Juan 1,2-3; Concilio Vaticano
II, Constitución Dogmática Dei Verbum, 1). La Palabra de Dios es así
finalmente para nosotros el Verbo Encarnado, el Cristo histórico y luego
viviente en la comunidad unida a Él mediante la fe y el Espíritu Santo, en la
Iglesia, es decir su Cuerpo místico.
Así es,
hijos queridísimos; y afirmando esto, nuestra doctrina se separa de los errores
que han circulado y todavía afloran en la cultura de nuestro tiempo, y que podrían
arruinar totalmente nuestra concepción cristiana de la vida y de la historia.
El modernismo representó la expresión característica de estos errores, y bajo
otros nombres es todavía de actualidad (Cfr. Decreto Lamentabili de San
Pío X, 1907, y su Encíclica Pascendi; Denzinger-Schönmetzer, 3401 ss).
Podemos
entonces comprender por qué la Iglesia católica, ayer y hoy, da tanta
importancia a la rigurosa conservación de la Revelación auténtica, y la
considera como un tesoro inviolable, y tiene una conciencia tan severa de su
deber fundamental de defender y de transmitir en términos inequívocos la
doctrina de la fe; la ortodoxia es su primera preocupación; el magisterio
pastoral su función primaria y providencial; la enseñanza apostólica fija de
hecho los cánones de su predicación; y la consigna del Apóstol Pablo, Depositum
custodi [Custodia el depósito] (1
Timoteo 6,20; 2 Timoteo
1,14), constituye para ella un compromiso tal, que sería una traición violar.
La Iglesia maestra no inventa su doctrina; ella es testigo, es custodia, es
intérprete, es medio; y, para cuanto se refiere a las verdades propias del
mensaje cristiano, ella se puede decir conservadora, intransigente; y a quien
le solicita que vuelva su fe más fácil, más relativa a los gustos de la cambiante
mentalidad de los tiempos, responde con los Apóstoles: Non possumus, no
podemos (Hechos de los Apóstoles 4,20).
Esta breve
catequesis no ha terminado aquí, porque faltaría mencionar cómo esta revelación
originaria se transmite a través de la palabra, el estudio, la interpretación,
la aplicación; es decir cómo ella genera una tradición, que el magisterio de la
Iglesia acoge y controla, a veces con autoridad decisiva e infalible. Falta
también recordar cómo el conocimiento de la fe y la enseñanza que la expone, o
sea la teología, pueden expresarse en medidas, en lenguajes y en formas
diversas; es decir cómo es legítimo un «pluralismo» teológico, cuando se
mantiene en el ámbito de la fe y del magisterio confiado por Cristo a los
Apóstoles y a quienes los suceden.
Y faltará
todavía explicar cómo la Palabra de Dios, custodiada en su autenticidad, no es,
por eso mismo, árida y estéril, sino fecunda y viva, y destinada no sólo a ser
escuchada pasivamente, sino vivida, siempre renovada y también originalmente
encarnada en las almas individuales, en las comunidades individuales, en las
Iglesias individuales, según las dotes humanas y según los carismas del
Espíritu Santo, de los que dispone cualquiera que se hace discípulo fiel de la
Palabra viva y penetrante de Dios (Cfr. Hebreos
4,12).
Quizás volvamos a hablar de
ello, si Dios quiere. Pero mientras tanto basten estos fragmentos de la
doctrina católica para dejarnos pensativos, fervorosos y felices. Con nuestra Bendición
Apostólica.
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