EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE ANDRÉ FROSSARD
El 14 de enero de 1915 nacía en
Francia André Frossard, una personalidad intelectual brillante. Al celebrarse
el centenario de su nacimiento y ante los execrables hechos ocurridos en París,
es interesante leer algunos apuntes de la vida de este hombre, ateo militante y
comunista, donde relata su conversión al catolicismo. Escribió muchos libros de
inspiración religiosa. Periodista, académico, conferencista y amigo personal de
san Juan Pablo II.
"...la libertad es Dios, es Él quien da la
libertad, es Él quien nos libera de todas las ataduras de la vida y del mundo,
es Dios quien libera del pecado que es una especie de peso suplementario que
nos aleja de Él (...). La libertad es Él, todas las otras son ilusiones que al
fin resultan ser sólo prisiones. No es en la afirmación de uno mismo que se
encuentra la libertad, sino en la negación del yo. (...) Y a ese pobre ser
humano que creyó haberse liberado para siempre de la tutela de la moral y de la
religión, lo vimos lanzarse a la adoración de sombríos homólogos, en la
idolatría de ideologías feroces, que por primera vez en la historia de la
humanidad instituirían el odio como principio constitucional de las sociedades:
el odio racial y el odio de clases"
(Conferencia de André Frossard
en el Salón de Honor de la Universidad Católica,
Santiago, Chile,
4.XI,1987)
Breve apunte biográfico de ANDRÉ FROSSARD
DE ATEO MILITANTE A CATÓLICO MILITANTE: “Dios
existe, Él me encontró”
André Frossard nació en Francia
en 1915. Su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante
la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés,
Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la Fe a los veinte años, de
un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino de París en la rue Ulm, en la que entró ateo y
salió minutos más tarde "católico, apostólico y romano".
El ateísmo en André Frossard y
su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia
familia, como nos lo cuenta él mismo: "Éramos ateos perfectos, de esos que
ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que
todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían
patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos
historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no
hacía más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la
razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios,
sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (...)
Dios no existía. Su imagen o
las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa.
Nadie nos hablaba de Él. (...) No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra
era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el
juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría
sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.
¿Necesito decir que no estaba
bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de
común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda
espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que
presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere
creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los
que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de
volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la
infancia... Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de
encontrarla al entrar en el cuartel...
Mi padre era el secretario
general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día,
servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un
retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del
programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.
Karl Marx me fascinaba. Era un
león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en
él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de
que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño.
(...)
El domingo era el día del Señor
para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se
reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para
nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero,
después del cual mi abuelo me friccionaba la cabeza con un cocimiento de
manzanilla..."
En Navidad, las campanas de los
pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un
manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos
nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (...) Almorzábamos en la
mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.
Pero ni el moscatel de Alsacia,
ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida,
más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas
plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una
Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.
Entre las izquierdas la
política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso
de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres,
por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había
escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la
fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz
admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al
socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía
gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que
hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la
natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de
una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido
comienzo.
Mi madre vendía al pregón el
periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre,
entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria.
Pero la política llenaba la vida de mi padre. (...)
Rechazábamos todo lo que venía
del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de
Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante
parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de
destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los
nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y
sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo
caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de
represión".
Pero sin tener mérito alguno
Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir
el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró:
"Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el
más antiguo de los procesos: Dios
existe. Yo me lo encontré.
Me lo encontré fortuitamente
-diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con
el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la
plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los
edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.
Fue un momento de estupor que
dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y
diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a
las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.
Habiendo entrado allí escéptico
y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo,
indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía
intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho
tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia
humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, "católico, apostólico,
romano", llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría
inagotable.
Al entrar tenía veinte años. Al
salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los
ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en
los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver
el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis
sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las
que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían
desaparecido y mis gustos estaban cambiados.
No me oculto lo que una
conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante,
e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los
encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez
menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por
deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir
los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación;
no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación,
porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha
conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en
cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he
llegado al catolicismo, sino cómo no iba a él y me lo encontré. (...)
Nada me preparaba a lo que me
ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a
menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí,
como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado
papel alguno en mi propia conversión. (...)
Ese acontecimiento iba a operar
en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de
ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome
hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.
Se creyó oportuno, suponiéndome
hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista.
Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente,
pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la "gracia", dijo, un
efecto de la "gracia" y nada más. No había por qué inquietarse.
Hablaba de la gracia como de
una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente
reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón.
¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la
curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado,
duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más
que tener paciencia.
Se me toleraría mi capricho
religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó
que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella
se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes
años después de ella".
Frossard escribió el libro de
su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran
Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un
best-seller mundial.
En 1985 fue elegido miembro de
la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a
los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos
franceses más influyentes de su país en el presente siglo.
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