¿LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN
ES UN DERECHO ABSOLUTO
O TIENE LÍMITES?
“El ejercicio
de la libertad
no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa.
Cuando el hombre quiere liberarse de la ley moral
y hacerse independiente de Dios, lejos de conquistar su libertad, la
destruye.
Al escapar del alcance de la verdad, viene a ser presa de la arbitrariedad;
las relaciones fraternas entre los hombres se resquebrajan para dar paso al
terror, al odio y al miedo”.
(cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción Libertatis
conscientia)
.
Los medios de comunicación más influyentes de
Occidente han querido presentar el terrible atentado ocurrido en París contra
los redactores de una revista satírica como un ataque a la libertad de
expresión, y el homenaje, más que a las víctimas y sus familiares, se ha
querido dirigir a ese derecho, y más concretamente a la revista donde se
produjo el atentado, y así se ha lanzado el lema “Yo soy Charlie” en
solidaridad con dicho semanario. La traslación del horror ante un crimen a
la exaltación de la actividad de los asesinados es un salto cualitativo que
exige un análisis sereno y concienzudo.
La
libertad y la moral
Para
el liberalismo ideológico, la libertad de expresión (o libertad de prensa) fue uno
de sus principales pilares (junto a la libertad de conciencia o la libertad
de circulación de capitales, entre otros) dentro del primer punto del trilema
revolucionario. Mientras los liberales moderados (o conservadores) reconocían
que dicha libertad debía tener algunos límites basados en regular su
relación con la libertad de expresión ajena, los exaltados o progresistas la
elevaron a dogma y definición de la revolución.
Pero
tanto unos como otros la consideran fundamental, independientemente del uso
ético que de ella se haga.
Enseña
el Magisterio que la libertad es la posibilidad (exclusivo de los seres
racionales) de obrar o no, y de hacerlo en un sentido u otro (CIC 1731).
En línea con los grandes pensadores clásicos, estima que esta elección debe
hacerse con la plena intención de hallar la Verdad y el Bien, descartando el
error y el mal (que finalmente llevan al pecado que esclaviza al hombre,
privándole de su libertad).
La libertad es, por tanto,
un bien subordinado a un principio moral superior.
Contrariamente a lo que se cree, este uso responsable de la libertad no
coarta la discusión ni implanta la censura; precisamente las disputationes
para hallar la Verdad entre personas de opinión distinta son características de
la escolástica cristiana. Sencillamente, ese uso de la libertad de palabra está
sujeto a reglas que procuran que no sirva al Mal.
Esta
vinculación o separación de la libertad al Bien y a un sistema moral es lo que diferencia
esencialmente a la libertad cristiana de la liberal.
Las
publicaciones satíricas
Las
revistas satíricas (que no hay que confundir con las humorísticas) son
herederas directas de los libelos difamatorios de la era de la
Ilustración, en los que se propagaban las ideas revolucionarias por medio de
plumas agresivas y usualmente anónimas. Las revistas satíricas vivieron su auge
en el siglo XIX (el gran siglo del liberalismo) y, aunque las hubo de todas las
tendencias, sin duda las más numerosas, eficaces y agresivas fueron las
liberal-progresistas. El papa León XIII, en su encíclica Providentissimus Deus (1893), ya
señala cómo tales revistas se burlan de las Sagradas Escrituras y las
enseñanzas de la Iglesia, excitando el odio a la misma de sus lectores (PD,
22).
Las
revistas satíricas sufrieron una lenta decadencia a lo largo del siglo XX. Las
que actualmente aún persisten pertenecen casi todas a la misma corriente
ideológica liberal-progresista, y se caracterizan por emplear profusamente el
escarnio, la humillación, la calumnia, la burla y con frecuencia el insulto
directo de personas, pensamientos y creencias para sostener sus ideas
sociales y políticas, y criticar las opuestas.
Se suele
justificar la existencia de dichas publicaciones por su papel en la crítica de
los abusos de los poderosos. No obstante, se obvia que la denuncia de
injusticias, corrupciones o malos usos (que no sólo es lícita para el
cristiano, sino mandatoria) se puede realizar perfectamente sin incurrir
en las descalificaciones a las que antes aludíamos. Se elude por parte de los
defensores de las revistas satíricas la objeción grave de que el fin no
justifica los medios.
Dichos
métodos vejatorios no se emplean con el objeto de convencer (mucho menos de
convertir), ni pretenden aportar pruebas de la veracidad de lo que defiende.
Sirven como látigo con el que fustigar al adversario. Sirven, ni más ni
menos, que como arma para dañar al otro, no viendo en él a un hermano
equivocado, sino a un ajeno enemigo al que destruir públicamente en su
honorabilidad. Provocan la separación entre las personas, excitando los más
bajos instintos de sus seguidores y el rencor de sus adversarios, generando
resentimientos y odios, causando la disolución social. Por tanto, las
formas de expresión de muchos de los artículos de las revistas satíricas sirven
al Mal.
El derecho al
honor
No olvidemos
que el derecho al honor es también enseñanza cristiana. Y las
legislaciones deberían prohibir la ofensa y el escarnio como modos de crítica
social o defensa de unas ideas. De ese modo, las revistas satíricas
desaparecerían como tal, debiendo sus redactores demostrar si son capaces de
transmitir sus opiniones con éxito sin emplear el recurso fácil del insulto y
la humillación como hacen actualmente. La responsabilidad en la denuncia
haría ésta mucho más efectiva, y probablemente veríamos crecer el humor
inteligente y positivo, en vez del odio disfrazado de reivindicación.
Por
tanto, poner la mera emisión de opiniones de forma irrestricta por encima de
los medios y formas que se empleen para expresarlas es dogma liberal, no
dogma cristiano.
Dos documentos
magisteriales de la Iglesia, que iluminan este tema de la libertad Y SON MUY
NECESARIOS DE RELEER:
1) los números 1731 a 1748 del Catecismo de la Iglesia Católica,
2) y más específicamente la encíclica Libertas
Praestantissimum del pontífice León XIII, donde se explica
con detenimiento la enseñanza de Dios acerca del uso de la libertad, que debe
siempre servir para indagar acerca del modo de hacer más virtuosos hombres y sociedades.
La
blasfemia
También
es bueno recordar aquí lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica,
el número 2148) referido a la blasfemia:
“La blasfemia se
opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios
—interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en
injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre
de Dios. Santiago reprueba a “los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús)
que ha sido invocado sobre ellos” (St 2,
7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia
de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al
nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a
servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un
crimen provoca el rechazo de la religión.
La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su
santo nombre. Es de suyo un pecado grave”.
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