“Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al entrar en la casa, encontraron al niño
con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra” (Mt.2, 10-11)
LA ADORACIÓN: OBEDIENCIA DEL SER
EN LA EPIFANÍA DEL SEÑOR: LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD
La estrella fue
guiando a los Magos hacia el lugar adecuado, hacia la Persona adecuada, hacia
Dios, hacia Jesús. Y esa búsqueda, y esa docilidad, los llenó de una inmensa
alegría. Quien busca la verdad y la encuentra se llena de gozo. Porque ningún
otro interés, ningún afán de poder, ningún cálculo político – a diferencia de
Herodes - les había movido en su intento de encontrar aquello, a aquel,
que buscaban.
La alegría es como un
preludio de la visión: “Vieron al niño
con María, su madre”. Y esa visión no les desconcierta, no les sobresalta.
Lo que ven es algo muy normal: al niño con su madre. El texto no dice que
hubiesen entrado en un palacio y que viesen a una reina coronada de oro al lado
de un rey recién nacido, en una cuna adornada con piedras preciosas. No, vieron
al niño con María, su madre.
Al encontrar a quien
buscaban, no dudan. Porque la duda es, en el fondo, incompatible con el
encuentro: “y cayendo de rodillas lo adoraron”. Estos hombres, los
Magos, habían hecho el esfuerzo de hallar la verdad y, una vez hallada, se
rinden ante ella. Y no solo con una aquiescencia del alma, con un homenaje de
la “res cogitans”, de su intelecto avezado, sino también con el tributo del
cuerpo, con la oración del cuerpo: “cayendo de rodillas”.
De un modo muy exacto
Romano Guardini ha escrito que la adoración es “la obediencia del ser”. Lo que
somos, la aceptación de lo que somos, jamás es más real ni consciente, ni
libre, que cuando nos reconocemos como criaturas. Adorar es darnos cuenta, con el
cuerpo y el alma, de que Dios es Dios y nosotros somos, nada más y nada menos,
que criaturas suyas. Tocamos así la verdad más profunda acerca de nosotros
mismos: Dios es Dios y nosotros somos hombres. Y nuestra grandeza radica en la
capacidad de adorarle. Dios es grande y nosotros pequeños. Pero en reconocerlo
así radica nuestra grandeza. La adoración, añade también Guardini, es “verdad
realizada”.
Y vienen los dones: el
oro, el incienso y la mirra. Estos dones son como una expresión concreta de la adoración a Cristo. En cierto modo,
la verdad, nuestra conciencia de la verdad, siempre se expresa sacramentalmente
y dice, con ayuda de lo creado, que Jesús es Rey, que Jesús es Dios, y que
Jesús es hombre, pero no abocado definitivamente a la muerte, aunque haya de
pasar por la muerte.
Necesitamos la
libertad de espíritu de los Magos, la docilidad a la hora de seguir las pistas
que Dios no deja de darnos, para encontrarnos con Él, con Dios, con Jesús.
Adoremos a Jesucristo,
Rey del Universo y reconozcámoslo como Dios y hombre verdadero, nuestro
Salvador y Redentor.
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