“La sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas como un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres”
(Catecismo
de la Iglesia Católica N° 2373)
El venerable ENRIQUE SHAW (1921-1962) laico argentino y sus nueve hijos
Ante
comentarios confusos acerca de "las familias con muchos hijos", que pueden malinterpretar
la doctrina católica de siempre, es bueno releer algunos textos magisteriales sobre
este tema. Abajo algunos párrafos de:
1) la Encíclica CASTI
CONNUBII de Pio XII,
2) la Encíclica
EVANGELIUM VITAE de san Juan Pablo II
3) y de la
Constitución Pastoral GAUDIUM ET SPES del Concilio Vaticano II.
ENCÍCLICA
CASTI CONNUBII de PIO XII
Los hijos se engendran principalmente no para
la tierra y el tiempo,
sino para el cielo y la eternidad.
EL BIEN DE LA PROLE EN EL MATRIMONIO CRISTIANO
Dice San Agustín: tres son los bienes por los cuales son buenas las
nupcias: “prole, fidelidad, sacramento”. De qué modo estos
tres capítulos contengan con razón un síntesis fecunda de toda la doctrina del
matrimonio cristiano, lo declara expresamente el mismo santo Doctor, cuando
dice: "En la fidelidad se atiende a que, fuera del vínculo
conyugal, no se unan con otro o con otra; en la prole, a que ésta se
reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento,
a que el matrimonio no se disuelva, y a que el repudiado o repudiada no se una
a otro ni aun por razón de la prole. Esta es la ley del matrimonio: no sólo
ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino que reprime la perversidad de la
incontinencia.
La prole, por lo tanto,
ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y por cierto que
el mismo Creador del linaje humano, que quiso benignamente valerse de los
hombres como de cooperadores en la propagación de la vida, lo enseñó así
cuando, al instituir el matrimonio en el paraíso, dijo a nuestros primeros
padres, y por ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y multiplicaos y llenad la tierra.
Lo cual también bellamente deduce San Agustín de las palabras del
apóstol San Pablo a Timoteo, cuando dice: «Que se celebre el matrimonio con el
fin de engendrar, lo testifica así el Apóstol: "Quiero —dice— que los
jóvenes se casen". Y como se le preguntara: "¿Con qué fin?, añade en
seguida: Para que procreen hijos, para que sean madres de familia"».
Cuán grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio se deduce
de la dignidad y altísimo fin del hombre. Porque el hombre, en virtud de la
preeminencia de su naturaleza racional, supera a todas las restantes criaturas
visibles. Dios, además, quiere que sean engendrados los hombres no solamente
para que vivan y llenen la tierra, sino muy principalmente para que sean
adoradores suyos, le conozcan y le amen, y finalmente le gocen para siempre en
el cielo; fin que, por la admirable elevación del hombre, hecha por Dios al
orden sobrenatural, supera a cuanto el ojo vio y el oído oyó y pudo entrar en
el corazón del hombre. De donde fácilmente aparece cuán grande don de la
divina bondad y cuán egregio fruto del matrimonio sean los hijos, que vienen a
este mundo por la virtud omnipotente de Dios, con la cooperación de los
esposos.
(Nros. 5-6)
LA PROLE NO ES UNA PESADA CARGA EN EL
MATRIMONIO CRISTIANO
Muchos se atreven a llamar pesada carga del matrimonio a la prole, por
lo que los cónyuges han de evitarla con toda diligencia, y ello, no ciertamente
por medio de una honesta continencia (permitida también en el matrimonio,
supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto conyugal.
Criminal licencia ésta, que algunos se arrogan tan sólo porque, aborreciendo la
prole, no pretenden sino satisfacer su voluptuosidad, pero sin ninguna carga;
otros, en cambio, alegan como excusa propia el que no pueden, en modo alguno,
admitir más hijos a causa de sus propias necesidades, de las de la madre o de
las económicas de la familia.
Ningún motivo, sin embargo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que
lo que va intrínsecamente contra la naturaleza sea honesto y conforme a la
misma naturaleza; y estando destinado el acto conyugal, por su misma
naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo
destituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y
cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta.
Por lo cual no es de admirar que las mismas Sagradas Letras atestigüen
con cuánto aborrecimiento la Divina Majestad ha perseguido este nefasto delito,
castigándolo a veces con la pena de muerte, como recuerda San Agustín:
"Porque ilícita e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que
evita la concepción de la prole. Que es lo que hizo Onán, hijo de Judas, por lo
cual Dios le quitó la vida" (cfr. Gen, 38, 8-10)
Habiéndose, pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina
cristiana, enseñada desde el principio y transmitida en todo tiempo sin
interrupción, y habiendo pretendido públicamente proclamar otra doctrina, la Iglesia
católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la
integridad y honestidad de costumbres, colocada, en medio de esta ruina moral,
para conservar inmune de tan ignominiosa mancha la castidad de la unión
nupcial, en señal de su divina legación, eleva solemne su voz por Nuestros
labios y una vez más promulga que cualquier uso del matrimonio, en el que
maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud
procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal
cometen, se hacen culpables de un grave delito.
Por consiguiente, según pide Nuestra suprema autoridad y el cuidado de
la salvación de todas las almas, encargamos a los confesores y a todos los que
tienen cura de las mismas que no consientan en los fieles encomendados a su
cuidado error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que se
conserven —ellos mismos— inmunes de estas falsas opiniones y que no
contemporicen en modo alguno con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo
que Dios no permite, indujera a los fieles, que le han sido confiados, a estos
errores, o al menos les confirmara en los mismos con su aprobación o doloso
silencio, tenga presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez supremo por
haber faltado a su deber, y aplíquese aquellas palabras de Cristo: "Ellos
son ciegos que guían a otros ciegos, y si un ciego guía a otro ciego, ambos
caen en la hoya"
(Nros.20-21)
LA FECUNDIDAD DEL MATRIMONIO
50. El matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación
de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del
matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres. El mismo
Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen
2,18), y que "desde el principio ... hizo al hombre varón y mujer" (Mt
19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra
creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y
multiplicaos" (Gen 1,28). De aquí que el cultivo auténtico del amor
conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar
de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para
cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador,
quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.
En el deber de
transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su
propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como
sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su
misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo
y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio
bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir,
discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto
materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el bien de la
comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. Este
juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente.
En su modo de obrar,
los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo,
sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la
ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta
auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el
pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección
genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la
divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador
y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana
responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los cónyuges que cumplen de este modo la misión que
Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de común
acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para
educarla dignamente.
ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE de San JUAN PABLO II
La grandeza de los esposos
en cooperar en la obra creadora de Dios
Una
cierta participación del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta también
en la responsabilidad específica que le es confiada en relación con
la vida propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice
en el don de la vida mediante la procreación por parte del hombre y la
mujer en el matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: « El mismo
Dios, que dijo « no es bueno que el hombre esté solo » (Gn 2, 18) y que
« hizo desde el principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19, 4),
queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora,
bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y multiplicaos » (Gn 1, 28) ».
Hablando
de una « cierta
participación especial » del hombre y de la mujer en la « obra creadora »
de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo es un
acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a
los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn 2, 24) y también a Dios
mismo que se hace presente. Como he escrito en la Carta
a las Familias, «cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo
hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios
mismo: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la
persona. Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de
Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos
referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la
paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso
de como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En
efecto, solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y
semejanza", propia del ser humano, como sucedió en la creación. La
generación es, por consiguiente, la continuación de la creación ».
Esto
lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la
exclamación gozosa de la primera mujer, « la madre de todos los vivientes » (Gn
3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: « He adquirido un
varón con el favor del Señor » (Gn 4, 1). Por tanto, en la procreación,
al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza
de Dios mismo, por la creación del alma inmortal.
En este sentido se expresa el comienzo del «libro de la genealogía de Adán»: « El día en que Dios creó a Adán, le hizo a
imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó
"Hombre" en el día de su creación. Tenía Adán ciento treinta años
cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por
nombre Set » (Gn 5, 1-3). Precisamente en esta función suya como
colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está
la grandeza de los esposos dispuestos « a cooperar con el amor del Creador y
Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día
más ».
En este sentido el obispo Anfiloquio exaltaba
el «matrimonio santo,
elegido y elevado por encima de todos los dones terrenos» como «generador de la
humanidad, artífice de imágenes de Dios».
Así, el hombre y la
mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de
la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.
Reunión de 41 hijos número "10" de familias numerosas de Argentina en memoria de Santa Gianna Beretta Molla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario