EL DOBLE PRECEPTO DE LA CARIDAD
(De los
Tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan)
(Tratado 17, 7-9: CCL 36, 174-175)
(Tratado 17, 7-9: CCL 36, 174-175)
Lleno de amor ha venido a nosotros el mismo Señor, el Maestro y Doctor de la caridad, y al venir ha resumido, como ya lo había predicho el profeta, el mensaje divino, sintetizando la ley y los profetas en el doble precepto de la caridad.
Recordad conmigo, hermanos, cuáles sean estos dos preceptos. Deberíais conocerlos tan perfectamente que no sólo vinieran a vuestra mente cuando yo os los recuerdo, sino que deberían estar siempre como impresos en vuestro corazón. Continuamente debemos pensar en amar a Dios y al prójimo: A Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente; y al prójimo como a nosotros mismos.
Éste debe ser el objeto continuo de nuestros pensamientos, éste el tema de nuestras meditaciones, esto lo que hemos de recordar, esto lo que debemos hacer, esto lo que debemos conseguir. El primero de los mandamientos es el amor a Dios, pero en el orden de la acción debemos comenzar por llevar a la práctica el amor al prójimo. El que te ha dado el precepto del doble amor en manera alguna podía ordenarte amar primero al prójimo y después a Dios, sino que necesariamente debía inculcarte primero el amor a Dios, después el amor al prójimo.
Pero
piensa que tú, que aún no ves a Dios, merecerás contemplarlo si amas al
prójimo, pues amando al prójimo purificas tu mirada para que tus ojos puedan
contemplar a Dios; así lo atestigua expresamente san Juan: Quien no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.
Escucha
bien lo que se te dice: ama a Dios. Si me dijeras: «Muéstrame al que debo
amar», ¿qué podré responderte sino lo que dice el mismo san Juan: Nadie ha visto
jamás a Dios? Pero no pienses que está completamente fuera de
tu alcance contemplar a Dios, pues el mismo apóstol dice en otro lugar: Dios es amor y
quien permanece en el amor permanece en Dios. Por lo tanto, ama al prójimo y
encontrarás dentro de ti el motivo de este amor; allí podrás contemplar a Dios,
en la medida que esta contemplación es posible.
Empieza,
por tanto, amando al prójimo: Parte tu pan con el que tiene hambre, da hospedaje a los pobres que no
tienen techo, cuando veas a alguien desnudo cúbrelo, y no desprecies a tu
semejante.
¿Qué recompensa obtendrás al realizar estas acciones? Escucha lo que sigue: Entonces brillará tu luz como la aurora. Tu luz es tu Dios, Él es tu aurora, porque a ti vendrá después de la noche de este mundo. Él, cierta mente, no conoce el nacimiento ni el ocaso, porque permanece para siempre.
Amando
al prójimo y preocupándote por él, progresas sin duda en tu camino. Y ¿hacia
dónde avanzas por este camino sino hacia el Señor, tu Dios, hacia aquel a quien
debemos amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente? Aún no
hemos llegado hasta el Señor, pero al prójimo lo tenemos ya con nosotros.
Preocúpate, pues, de aquel que tienes a tu lado mientras caminas por este mundo
y llegarás a aquel con quien deseas permanecer eternamente.
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