REINO DE LA SANTIDAD
En estos días cercanos a la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, en que la Iglesia a través de la sabia pedagogía de su liturgia nos invita a poner la mirada de la fe en la consumación de los tiempos, vamos a meditar en siete palabras.
“Santidad no
significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con
el Señor, más santidad" San Josemaría Escrivá de Balaguer, Amar a la Iglesia, 22.
La
Constitución dogmática LUMEN GENTIUM expresa la vocación universal a la
santidad.
39. La Iglesia, cuyo misterio expone el
sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo
de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado «el único Santo»
,
amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para
santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la
enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios.
Por ello, en la
Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados
por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porgue ésta
es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef
1, 4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse
en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se expresa
multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se
acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida; de manera
singular aparece en la práctica de los comúnmente llamados consejos
evangélicos. Esta práctica de los consejos, que, por impulso del Espíritu
Santo, muchos cristianos han abrazado tanto en privado como en una condición o
estado aceptado por la Iglesia, proporciona al mundo y debe proporcionarle un
espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.
40. El divino Maestro y Modelo de toda
perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos,
cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es
iniciador y consumador: «Sed,
pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt
5, 48) [122].
Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios
con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las
fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn
13,34; 15,12).
Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de
sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el
Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos
hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente
santos.
En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y
perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les
amonesta a vivir «como conviene a los santos» (Ef 5, 3) y que como
«elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia,
benignidad, humildad, modestia, paciencia» (Col 3, 12) y produzcan los
frutos del Espíritu para la santificación (cf. Ga 5, 22; Rm 6,
22). Pero como todos caemos en muchas faltas (cf. St 3,2), continuamente
necesitamos la misericordia de Dios y todos los días debemos orar: «Perdónanos
nuestras deudas» (Mt 6, 12)
Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado
o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad y esta
santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En
el logro de esta perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la
medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos
conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se
entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo.
Así,
la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente
lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos.
41. Una misma es la santidad que cultivan, en los
múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el
Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y
verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer
ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación
por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad,
según los dones y funciones que le son propios.
.
Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a
buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado.
Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las
cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza
evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta. Acordándose de la
advertencia del Apóstol: Los que usan de este mundo no se detengan en eso,
porque los atractivos de este mundo pasan (cf. 1 Co 7, 31 gr.) [136].
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