A 510 AÑOS DEL FALLECIMIENTO DE ISABEL LA CATÓLICA
Hace 510 años, el 26 de noviembre de 1504,
fallecía en Medina del Campo,
España,
a la edad de 53 años
la reina ISABEL, la católica.
Su historia es impresionante. Fue Reina de Castilla durante 30 años y
España, bajo su gobierno, se consolidó como nación.
Es llamada «la Católica»,
título que les fue otorgado a ella y a su marido por el papa Alejandro VI
mediante la bula
Si convenit, el 19 de diciembre de 1496.[
]Es por lo que se conoce a la pareja
real con el nombre de Reyes
Católicos
Sus biógrafos la
han caracterizado como una mujer de gran temple, prudentísima, de costumbres
austeras y de un venerable temor de Dios. Ejemplar en sus virtudes cristianas y
de gobierno. Su devoción a San Juan Evangelista estaba patente en sus cartas
que firmaba con la imagen tradicional del águila.
Quiso siempre que en su Reino
y en los territorios allende los mares reinara Jesucristo. El cardenal Cisneros,
su confesor, alaba «su pureza de corazón» y «su grandeza de
alma».
AQUÍ UN ARTÍCULO INTRODUCTORIO
A SU VIDA Y OBRA
No cabe
duda de que el reinado de Isabel I y de Fernando V es el más importante de la
Historia de España. Lo es por varios motivos. En primer lugar, por su duración
directa e indirecta.
En efecto,
treinta años de reinado (hablo para Castilla, Isabel 1474-1504) no son pocos.
Pero si tenemos en cuenta las realizaciones que hubo, parecen una eternidad. En
efecto, durante aquellos años se diseñó, ni más ni menos, que la percepción y
estructura de Castilla y de la Monarquía Hispánica para los siguientes
doscientos años… (que se dice pronto) y algunos fenómenos perduran más.
En
aquellos años se acabó con la inestabilidad política en Castilla, la que venía
arrastrándose desde Juan II y Enrique IV. El carácter de la joven reina
autoproclamada en Segovia tan pronto como se sabe -poco menos- que el cadáver
del rey muerto ha sido abandonado en el Real Alcázar de Madrid porque todos han
ido a sus casas a aprestarse para la inminente guerra, el carácter de la joven,
digo, queda claro en aquel acto: ni espera, siquiera, a su esposo.
Ella,
reina de Castilla; el marido, príncipe de Aragón. Pactan, es cierto, una
confluencia de sus coronas, pero institucionalmente no logran la necesaria
unión y mixtificación con los resultados por todos conocidos, que tanta pereza
da analizar porque -casi se podría decir- que lo que no se logró entonces, no
se conseguiría después significándose así una de las frustraciones perpetuas de
la convivencia en España.
Ellos, los
reyes, en Segovia, diseñaron su nueva Monarquía. Corría el año de 1475.
Castilla, ella, la mujer y reina, aceptaba cierta mayor permeabilidad en su
reino a los deseos del rey aragonés. Naturalmente, hubo esa permeabilidad,
hasta el punto que los deseos del monarca se aceptaban en Castilla sin mayor
complicación: hasta se le financió la anexión del Reino de Nápoles a Aragón.
Pero entonces, una cosa era la dinastía y otra la inexistente «nación» al
estilo del siglo XIX.
Entonces
las lealtades se rendían a dos pilares básicos: a la religión y a la dinastía.
Si no entendemos esto, o si no entendemos que era una sociedad estamental en que
unos eran no ya diferentes, sino superiores a otros, es imposible
comprenderlos.
La lealtad
a la dinastía se lograría por dos vías: la fuerza, claro, que es época de
guerras y el pacto. La levantisca, pero ya, exhausta nobleza, pronto se dio
cuenta (salvo alguna excepción) de que la reina y el rey marcaban el camino de
la estabilidad y del sosiego. Y lo siguieron, acomodándose a incipientes y
nuevos usos cortesanos renacentistas. Desde luego, lo que no hicieron fue
acabar con la nobleza como suele decirse tan alegremente. La controlaron y
pactaron con ella.
Cuando a
la muerte de la reina, algunos aristócratas se revuelvan contra Fernando,
volverán a manifestarse los ecos de la algarabía durante unos lustros. Pero,
efectivamente, después de Villalar, ya en tiempos de Carlos V, las actitudes
habrán cambiado indefectiblemente. Es decir, que, en tiempos de Isabel I la
nobleza conoció un cambio estructural en sus formas de ser y respetar a la
Monarquía. Y con quien la nobleza se mostrara leal (nobleza que es, no lo
olvidemos, también gran parte de las dignidades eclesiásticas) detrás -o al
mismo tiempo- irían clero y pecheros. En tiempos de Isabel, se había logrado la
cohesión social estamental.
Corrían
años de homogeneidad. La dinástica parecía que se podía alcanzar. Pero ¿y la
religiosa? Para lograrla era necesario extender el discurso evangelizador por
doquier: a los judíos, también robusteciendo a los conversos… La apostasía no
se podía tolerar y así, en 1478, en medio de la turbación y ciertas presiones
cortesanas, inicia su andadura oficial la Inquisición, que actúa por vez
primera en 1480 en Sevilla. Mucho se ha escrito sobre esta institución, pero me
remito a los escritos de los autores en este portal. El caso es que fue una
institución religiosa al servicio de la Corona. Tal vez si hubiera habido mayor
unificación jurídica en la Península, la Inquisición habría durado menos. Pero
era el único tribunal que podía actuar a un lado o al otro de la raya.
Y, en
medio del fragor de la búsqueda de la homogeneidad religiosa, empezó la Guerra
de Granada en 1482. Adviértase la correlación vertiginosa de fechas: 1474/75,
1478, 1480, 1482…
La Guerra
contra los musulmanes era una constante de los cristianos peninsulares. Era,
sin duda, una guerra de Reconquista. Así se debe interpretar; así se
interpretaba, toda vez que en el 711 la invasión de Tarik había truncado el
curso natural de la Historia. Durante más de 700 años los cristianos se sentían
herederos de don Pelayo: él encarnaba su tronco cultural y había que reponerlo.
A finales
del XV, el reino nazarí de Granada estaba sumido en el caos interno. Era,
incluso, vasallo del rey de Castilla, con tal de vivir en paz. Pero se sentían
acosados por todas partes. Que doscientos años ha, en Córdoba hubiera habido
esplendor cultural, nadie lo ponía en duda. Pero aquello había quedado
fosilizado. Ahora eran otros tiempos. De todos los territorios de la
cristiandad, sólo quedaban musulmanes en el sur de la Península.
La Guerra
de Granada, que tuvo su buen componente de última Cruzada, serviría para dar
cohesión social y religiosa a todos. Si se fracasaba, ¿no empezarían las voces
que denunciaran la usurpación del trono por Isabel? Pero, si no se fracasaba…
El 2 de
enero de 1492 tremoló el pendón real en la Alhambra.
Era un sueño imposible
durante siete siglos, hecho realidad. Nadie daba nada por esos dos jóvenes que
a escondidas se casaron en 1469 en Valladolid. Ahora, sin embargo, habían
conseguido unirse a sus vasallos y súbditos y unirlos a todos. O a casi todos.
Porque, aquella minoría cultural «de frontera», los judíos, seguían tentando a
los conversos para que volvieran a la ley de Moisés. Por otro lado, a los
vencidos en Granada se les permitió, como en casi toda la Andalucía
reconquistada al invasor, mantener sus usos, costumbres y religión, en la
esperanza y en la certeza de que paulatinamente se irían dando cuenta de que la
única y verdadera religión es la cristiana. Y se les dejó vivir en Granada.
Porque triunfó la paciencia. Pero ésta es señora de cortos recorridos. Como las
conversiones no iban a la velocidad que unos deseaban, el cardenal Talavera es
sustituido por Cisneros, enérgico político de gestos, que quema los Coranes en
la plaza de la Bibarrambla (a otros, años después, les enseñará sus cañones para
que no alteren el orden hereditario). Se desata la primera sublevación. Hay
otros avatares en la imposible convivencia entre musulmanes y cristianos en
Granada, hasta que en 1569 tiene lugar la segunda sublevación: se les deporta
en pequeños grupos por la Península y, en fin, se decide su expulsión en 1609.
La unidad religiosa alcanzada en 1609, había sido cimentada en 1492. Las
actitudes con respecto a los musulmanes y conversos, así como la esencial
prerreforma católica llevada de la mano por la propia reina, volviendo a la
observancia y a la disciplina del clero, a la ejemplaridad de las dignidades y
al rigor religioso, hará compactos los comportamientos ante lo divino.
Y vencidos
los unos, expulsos o convertidos los otros, un genovés errante, que había
estado en Santa Fe de Granada, advierte que, en efecto, ha llegado en qué viaje
extraño a Catay y Cipango. Y los primeros indios son presentados a los reyes en
Barcelona.
Aún no se
sabe bien lo que se ha encontrado, pero parece el paraíso. Desde luego es
lastimero que no se lea con más frecuencia el Diario de Colón. En fin,
el Nuevo Mundo irá paulatinamente dejando a todos perplejos y llenos de
ilusiones y ambiciones. Desde aquellos años finales del XV, aunque al principio
sin mucha determinación, Castilla empezó su fascinante expansión ultramarina.
Claro que planteó problemas de conciencia, porque esa religión cristiana, la
católica, tenía que rendir cuentas. Durante siglos, se intentó un ingente
proceso de trasculturización, con la evangelización o las universidades al
frente. Se buscó la homogeneidad lingüística, religiosa, por supuesto jurídica,
fue una gesta sin par. Porque, aun a pesar de los errores cometidos, los logros
humanos son mucho mayores. Entre otros, basta reseñar uno: hoy hay movimientos
indigenistas, que, a fin de cuentas, se pueden entender entre sí y hacerse
entender por todo el mundo ya que utilizan una lengua común, propia también de
ellos. Más al norte, la otra religión los exterminó sistemáticamente y
doscientos años después no se nos debe escapar un detalle: alrededor de 1820
ellos se independizaban para arreglar sus mundos propios. Ya han pasado dos
siglos.
Y aún se
estaba en estas, cuando el Papa sanciona la división del Mundo en dos:
Tordesillas, 1494.
Aquellos
reyes empiezan a llamarse Reyes Católicos (1496), cuyo título heredarán todos
sus descendientes: así, al referirse a ellos en cualquier Cancillería se les
apela «Rey Católico», con más frecuencia que «Rey de España». Un elemento que,
a veces se olvida, es el de la cohesión jurídica. Nuevos ordenamientos y nuevas
formas de obrar en la administración de Justicia bajo la base de que su
correcto funcionamiento, enaltece al gobernante.
Reyes,
pues, católicos. Cohesionadores sociales y religiosos; descubridores de nuevas
rutas y acaso nuevos mundos. Con tales cartas de presentación, se puede
negociar con ellos algún buen matrimonio. La tradición manda: hay que rubricar
alguna boda con Portugal. Matrimonio de reyes, claro. Pero, al tiempo, se
pueden abrir fronteras y se casan, en pacto doble, al heredero de Castilla y
Aragón con la hija del Emperador y a la infanta de Castilla y Aragón, con el
posible heredero imperial. Ni más, ni menos.
Los años
siguientes son agotadores. A las alegrías siguen las muertes de nuevo a la
velocidad acostumbrada en aquel reinado.
Se cuenta
que las muertes sucesivas alrededor del año 1500 y la toma de conciencia de la
enajenación de la princesa Juana fueron los cuchillos de la reina que fueron
minándola, acabándola… ¡Cuán impresionantes son el testamento y el codicilo! Y
cómo sobrecoge visitar aquella Castilla, la de la infancia en Arévalo, la de la
muerte en Medina.
Alfredo Alvar Ezquerra
Introducción
al portal sobre la Reina Isabel, la Católica en la Biblioteca Virtual Cervantes.
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