¡QUÉ SAGRADO ES ESTE LUGAR,
CASA DE DIOS, PUERTA DEL CIELO!
En el día que se celebra la dedicación de la Basílica papal de San Juan de Letrán, en Roma, es bueno recordar lo que implica este rito de consagración de un templo católico.
Según la Tradición, ilustrada por el Ritual
de la dedicación de la iglesia y del altar, los templos son, ante todo, los lugares en los cuales se congrega el pueblo de Dios.
La Iglesia “unificada por virtud y a imagen del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
es el templo de Dios edificado con
piedras vivas, donde se da culto al Padre en espíritu y en verdad. Con razón,
pues, desde muy antiguo se llamó "iglesia" el edificio en el cual la
comunidad cristiana se reúne para escuchar la Palabra de Dios, para orar unida,
para recibir los sacramentos y para celebrar la Eucaristía", y adorarla en
la misma, como sacramento permanente (cf. "Ordo dedicationis ecclesiae
et altaris", cap. II, 1).
Los templos, por lo tanto, no pueden ser considerados simplemente como lugares "públicos", disponibles para cualquier tipo de reuniones. Son lugares sagrados, es decir "separados", destinados con carácter permanente al culto de Dios, desde el momento de la dedicación o de la bendición.
Como edificios visibles, los templos son signos de la Iglesia peregrina en la tierra; imágenes que anuncian la Jerusalén celestial; lugares en los cuales se actualiza, ya desde ahora, el misterio de la comunión entre Dios y los hombres. Tanto en las ciudades como en los pueblos, el templo es la casa de Dios, es decir, el signo de su permanencia entre los hombres. El templo continúa siendo un lugar sagrado, incluso cuando no tiene lugar una celebración litúrgica.
En una sociedad como la nuestra, de agitación y ruido, sobre todo en las grandes ciudades, los templos son también lugares adecuados en los cuales los hombres pueden alcanzar, en el silencio o en la plegaria, la paz del espíritu o la luz de la fe.
Todo eso solamente podrá seguir siendo posible si los templos conservan su propia identidad. Cuando los templos se utilizan para otras finalidades distintas de la propia, se pone en peligro su característica de signo del misterio cristiano, con consecuencias negativas, más o menos graves, para la pedagogía de la fe y a la sensibilidad del pueblo de Dios, tal como recuerda la palabra del Señor: "Mi casa es casa de oración" (Lc 19,46).
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