AL INICIAR EL ADVIENTO, tiempo espiritual de Esperanza,
QUE NUESTRA ORACIÓN SUBA COMO EL INCIENSO
La
palabra que resume este tiempo litúrgico del ADVIENTO, - en el que se espera
algo que debe manifestarse, pero que al mismo tiempo se vislumbra y se gusta
por anticipado -, es "esperanza". El Adviento es, por excelencia, el tiempo espiritual de
la esperanza, y en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en
esperanza para ella y para el mundo. Todo el organismo espiritual del Cuerpo
místico asume, por decirlo así, el "color" de la esperanza. Todo el Pueblo
de Dios se pone de nuevo en camino atraído por este misterio: nuestro Dios es
"el Dios que viene" y nos invita a salir a su encuentro.
¿De
qué modo? Ante todo en la forma universal de la esperanza y la espera que es la
oración, la cual encuentra su expresión eminente en los Salmos, palabras humanas
en las que Dios mismo puso y pone continuamente la invocación de su venida en
los labios y en el corazón de los creyentes. Por eso, reflexionemos unos
momentos sobre los dos Salmos que acabamos de rezar y que son consecutivos
también en el Libro bíblico: el 141 y el 142, según la numeración judía.
"Señor, te estoy llamando, ven de
prisa;
escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis
manos como ofrenda de la tarde" (Sal 141, 1-2). Así comienza el
primer salmo de las primeras Vísperas de la primera semana del Salterio:
palabras que al inicio del Adviento adquieren un nuevo "color",
porque el Espíritu Santo siempre las hace resonar nuevamente en nosotros, en la
Iglesia que está en camino entre el tiempo de Dios y el tiempo de los hombres.
"Señor,
(...) ven de prisa" (v. 1). Es el grito de una persona que se siente en
grave peligro, pero también es
el grito de la Iglesia en medio de las múltiples asechanzas que la rodean, que
amenazan su santidad, la integridad irreprensible de la que habla el apóstol
san Pablo y que, en cambio, debe conservarse hasta la venida del Señor.
Y en esta invocación resuena también el grito de todos los justos, de todos los
que quieren resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, de
placeres que ofenden la dignidad humana y la condición de los pobres.
Al
inicio del Adviento la Liturgia de la Iglesia hace suyo de nuevo este grito, y lo eleva a Dios "como
incienso" (v. 2). En efecto, el ofrecimiento vespertino del incienso es
símbolo de la oración que elevan los corazones dirigidos a Dios, al Altísimo,
así como "el alzar de las manos como ofrenda de la tarde" (v. 2). En
la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como acontecía también en
el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda espiritual de la oración,
en unión con la de Jesucristo, que es al mismo tiempo Sacrificio y Sacerdote de
la Alianza nueva y eterna. En el grito del Cuerpo místico reconocemos la voz
misma de su Cabeza: el Hijo de Dios, que tomó sobre sí nuestras pruebas y
nuestras tentaciones, para darnos la gracia de su victoria.
Esta
identificación de Cristo con el salmista es particularmente evidente en el
segundo Salmo (142). Aquí, cada palabra, cada invocación hace pensar en Jesús,
en su pasión, de modo especial en su oración al Padre en Getsemaní. En su
primera venida, con la encarnación, el Hijo de Dios quiso compartir plenamente
nuestra condición humana. Naturalmente, no compartió el pecado, pero por
nuestra salvación sufrió todas sus consecuencias. Al rezar el Salmo 142, la
Iglesia revive cada vez la gracia de esta compasión, de esta "venida"
del Hijo de Dios en la angustia humana hasta tocar fondo.
Así, el grito de esperanza del Adviento
expresa,
desde el inicio y del modo más fuerte, toda la gravedad de nuestro estado, nuestra extrema necesidad de
salvación. Es como decir: esperamos al Señor no como una hermosa
decoración para un mundo ya salvado, sino como único camino de liberación de un
peligro mortal. Y nosotros sabemos que él mismo, el Liberador, tuvo que sufrir
y morir para hacernos salir de esta prisión (cf. v. 8).
En
pocas palabras, estos dos Salmos nos previenen de cualquier tentación de
evasión y de fuga de la realidad; nos preservan de una falsa esperanza, que tal
vez quisiera entrar en el Adviento e ir hacia la Navidad olvidando nuestra
dramática existencia personal y colectiva. En efecto, una esperanza fiable, no
engañosa, no puede menos de ser una esperanza "pascual", como nos
recuerda cada sábado por la tarde el cántico de la carta a los Filipenses, con
el que alabamos a Cristo encarnado, crucificado, resucitado y Señor universal.
A
él dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón, en unión espiritual con la
Virgen María, Nuestra Señora del Adviento. Pongamos nuestra mano en la suya y
entremos con alegría en este nuevo tiempo de gracia que Dios regala a su
Iglesia, para el bien de toda la humanidad. Como María, y con su ayuda materna,
seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo, para que el Dios de la Paz nos
santifique plenamente, y la Iglesia se convierta en signo e instrumento de
esperanza para todos los hombres.
(Primeras Vísperas de Adviento, Papa
Benedicto XVI, Basílica de San Pedro, 29 de noviembre de 2008)
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