Rezamos por quienes nos han precedido con el signo de la fe y duermen ahora el sueño de la paz
Este
domingo 2 de noviembre la Iglesia celebra la memoria de los fieles difuntos, de
nuestros muertos, de aquellos que estuvieron con nosotros y hoy se encuentran
en la eternidad, los fallecidos, los que han llegado al final de la vida
terrena y ya han empezado la vida eterna.
Por lo tanto, no están muertos, están
vivos, más vivos que nosotros, en la vida que no tiene fin, la vitam
venturi saeculi. Su vida no se ha terminado, sino que se ha
transformado. Por eso, el pueblo acostumbra a decir de los fallecidos: «han ido
a un lugar mejor».
Miremos,
pues, la muerte con los ojos de la fe y de la esperanza cristianas, no con
desesperación, pensando que todo acabó. Una nueva vida comenzó para la
eternidad.
Para
nuestro consuelo, escuchemos la Palabra de Dios:
«Dios no creó la muerte ni disfruta con la muerte de los vivos.
Él creó
todas las cosas para que subsistieran [...]
y la muerte no reina sobre la
tierra, porque la justicia es inmortal» (Sb 1, 13-15).
Los
paganos llamaban necrópolis, ciudad de los muertos, al lugar donde colocaban a
sus difuntos. Los cristianos inventaron otro nombre, más lleno de esperanza:
cementerio, el lugar de los que duermen. Así rezamos por ellos en la liturgia:
«Recemos por los que nos han precedido en el signo de la fe
y duermen el sueño
de la paz».
Los
santos afrontaban la muerte con ese espíritu de fe y de esperanza. Así lo hizo San Francisco de Asís, en el cántico de
las criaturas:
«Loado seas, mi Señor, por
nuestra hermana, la muerte corporal,
de la que ningún hombre puede escapar.
¡Ay
de quienes halle en pecado mortal!
Dichosos los que encuentre cumpliendo tu
santísima voluntad,
pues la muerte segunda no les hará mal».
«Es muriendo como
se vive para la vida eterna».
San Agustín, por su
parte, nos advertía, al preguntar:
«¿Haces lo imposible para morir un poco más tarde
y no haces nada para no morir
para siempre?»
Cuántas
buenas lecciones nos da la muerte. Así nos aconseja San Pablo:
«Mientras tenemos tiempo, hagamos el bien a
todos» (Gl 6, 10).
«Para mí, vivir es Cristo y una ganancia el morir [...]
Deseo ser desatado y estar con Cristo» (Fl 1, 21.23).
«Mas esto os digo,
hermanos: el tiempo se acaba.
Que los que tienen mujer, vivan como si no
la tuviesen;
los que lloran, como si no llorasen;
los que se alegran, como si
no se alegrasen;
los que compran, como si no poseyesen;
los que usan de este
mundo, como si no usaran de él,
porque la figura de este mundo se termina» (1
Cor 7, 29-31).
Dice la Imitación
de Cristo que los
muertos pronto caen en el olvido:
«Qué
prudente y dichoso es aquel que se esfuerza
por ser en la vida tal como desea
que lo encuentre la muerte […]
Mejor es hacer en tiempo oportuno una provisión
de buenas obras
y enviarlas por delante de ti que esperar el socorro de los
demás» (I, XXIII).
El día de
los difuntos fue establecido por la Iglesia para que nuestros difuntos no
caigan en el olvido, para que recemos por ellos y ofrezcamos buenas obras por su descanso eterno.
Tres
cosas pedimos con la Iglesia para nuestros difuntos: el descanso, la Luz y la Paz.
- Descanso es el premio para quien trabajó.
- El reino de la Luz es el cielo, opuesto al reino de las tinieblas, que es el infierno.
- Y la Paz es la recompensa para quien luchó.
Que nuestros queridos difuntos
por la misericordia de Dios
descansen en paz
y brille para ellos la luz que no tiene fin.
Amén.
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