FUNDAMENTALISMO Y DICTADURA DEL RELATIVISMO
De las palabras pronunciadas
por el Decano del Sacro Colegio
Cardenalicio,
cardenal Joseph Ratzinger,
en la Basílica de San Pedro del Vaticano,
durante la celebración de la Misa “Pro
eligendo Pontifice”,
el 18 de abril de 2005
antes de ingresar al Cónclave.
antes de ingresar al Cónclave.
¡Cuántos vientos de doctrina hemos
conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!,
¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos
cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al
otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al
individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del
agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo
que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende
a inducir a error (cf. Ef 4, 14).
A
quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica
la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es
decir, dejarse «llevar a la deriva por
cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los
tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no
reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y
sus antojos.
Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo.
No es «adulta» una fe que sigue las
olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente
arraigada en la amistad con Cristo.
Esta amistad nos abre a todo lo que es
bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre
el engaño y la verdad. Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de
Cristo a esta fe. Esta fe —sólo la fe— crea unidad y se realiza en la caridad.
A este propósito, san Pablo, en contraste con las continuas peripecias de
quienes son como niños zarandeados por las olas, nos ofrece estas hermosas
palabras: «hacer la verdad en la caridad», como fórmula fundamental de la
existencia cristiana.
En Cristo coinciden la verdad y la
caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida,
la verdad y la caridad se funden. La caridad sin la verdad sería ciega; la
verdad sin la caridad sería como «címbalo que retiñe» (1 Co 13, 1).
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