Una
Europa rejuvenecida que contempla el cielo y tiene ideales
-pidió el Papa Franciso al Parlamento Europeo-
-pidió el Papa Franciso al Parlamento Europeo-
Ante
una Europa envejecida, que da la impresión de una anciana sin fertilidad ni
vivacidad, es necesario abrirse a la dimensión trascendente de la vida. De otra manera, corre el riesgo de perder lentamente su propia alma, aquello que la caracterizó
y la hizo faro del mundo.
Dos grandes temas:
La dignidad humana y la trascendencia.
Dos grandes temas:
La dignidad humana y la trascendencia.
del DISCURSO
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PARLAMENTO EUROPEO
Estrasburgo,
Francia
Martes 25 de noviembre de 2014
Martes 25 de noviembre de 2014
Un
mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores
de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de
trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión
entre todos los pueblos del Continente. En el centro de este ambicioso proyecto
político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o
sujeto económico, sino en
el hombre como persona dotada de una dignidad
trascendente.
Quisiera
subrayar, ante todo, el estrecho
vínculo que existe entre estas dos palabras: «dignidad» y «trascendente».
La
«dignidad» es una palabra clave que ha caracterizado el proceso de recuperación
en la segunda postguerra. Nuestra historia reciente se distingue por la
indudable centralidad de la promoción de la dignidad humana contra las
múltiples violencias y discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa,
a lo largo de los siglos. La percepción de la importancia de los derechos
humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de
muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia
del valor de cada persona humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural
encuentra su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en
el pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y
lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos
y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente,[2] dando lugar al concepto de «persona».
Hoy, la
promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el compromiso
de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona, tanto
en su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata de un
compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las
que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede
programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden
ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente,
¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el
propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué
dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la
fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede
tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación?
¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo
necesario para vivir o, todavía peor, que no tiene el trabajo que le otorga dignidad?
Promover
la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables,
de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en
beneficio de intereses económicos.
Es
necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de
una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los
mismos. Existe hoy, en
efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre más amplia de los
derechos individuales – estoy tentado de decir individualistas –, que
esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y
antropológico, casi como una «mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las
otras «mónadas» de su alrededor. Parece que el concepto de derecho ya no se
asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se
afirman los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está
unido a un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados
a los de los demás y al bien común de la sociedad misma.
Considero por esto que es vital
profundizar hoy en una cultura de los derechos humanos que pueda unir
sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal, con la del bien común, con ese «todos
nosotros» formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen
en comunidad social.[3] En efecto, si el derecho de cada uno
no está armónicamente ordenado al bien más grande, termina por concebirse sin
limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de conflictos y de
violencias.
Así, hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa apelarse a su naturaleza, a
su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa «brújula» inscrita en
nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado;[4] significa sobre todo mirar al hombre
no como un absoluto, sino como un ser
relacional. Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es
la soledad, propia de
quien no tiene lazo alguno. Se ve particularmente en los ancianos, a menudo
abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia
y de oportunidades para el futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que
pueblan nuestras ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han
venido aquí en busca de un futuro mejor.
Esta
soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos perduran todavía
con consecuencias dramáticas desde el punto de vista social. Se puede constatar
que, en el curso de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la
Unión Europea, ha ido creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a
instituciones consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas que se
sienten lejanas de la sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas. Desde muchas partes se recibe
una impresión general de cansancio, de envejecimiento, de una Europa anciana
que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes ideales que han
inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en favor de los
tecnicismos burocráticos de sus instituciones.
A eso se
asocian algunos estilos de
vida un tanto egoístas, caracterizados por una opulencia insostenible y
a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y sobre todo a los más
pobres. Se constata amargamente el predominio de las cuestiones técnicas y
económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación
antropológica auténtica.[5] El ser humano corre el riesgo de ser
reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien
de consumo para ser utilizado, de modo que – lamentablemente lo percibimos a
menudo –, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin
tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de
los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de
nacer.
Este es
el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización de la
técnica»,[6] que termina por causar «una confusión
entre los fines y los medios».[7] Es el resultado inevitable de la «cultura
del descarte» y del «consumismo exasperado». Al contrario, afirmar
la dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida humana, que
se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o de
comercio. Ustedes, en su vocación de parlamentarios, están llamados también a
una gran misión, aunque pueda parecer inútil: Preocuparse de la fragilidad, de
la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere
decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista
y privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte». Cuidar de
la fragilidad de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y
la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal
y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad.[8]
Por lo
tanto, ¿cómo devolver la
esperanza al futuro, de manera que, partiendo de las jóvenes generaciones, se
encuentre la confianza para perseguir el gran ideal de una Europa unida y en
paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de los
propios deberes?
Para responder a esta pregunta,
permítanme recurrir a una imagen. Uno de los más célebres frescos de Rafael que
se encuentra en el Vaticano representa la Escuela
de Atenas. En el centro están
Platón y Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el
mundo de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el segundo tiende la mano
hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra, la realidad concreta. Me
parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un
permanente encuentro entre
el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a
Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra
representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los
problemas.
Famosa pintura de las estancias vaticanas: "La Escuela de Atenas" de Rafael.
El futuro
de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos
dos elementos. Una Europa
que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa
que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel
«espíritu humanista» que, sin embargo, ama y defiende.
Precisamente
a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo
afirmar la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos
de las modas y poderes del momento. En este sentido, considero fundamental no
sólo el patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación
cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy
y en el futuro para su crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro
para la laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de
la Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que la han
formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad
recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la
persona.
Un autor
anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo que
el alma al cuerpo».[13] La función del alma es la de sostener
el cuerpo, ser su conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y al
cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores,
también pecados, pero siempre animada por el deseo de construir para el bien.
Lo vemos en la belleza de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples
obras de caridad y de edificación humana común que constelan el Continente.
Esta historia, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y
también nuestro futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad
de redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres
fundadores, en la paz y en la concordia, porque ella misma no está todavía
libre de conflictos.
Queridos
Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en
torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores
inalienables; la Europa
que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir
plenamente y con esperanza su presente. Ha llegado el momento de abandonar la
idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y
promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores
humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales;
la Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la Europa que camina
sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la
humanidad.
[3] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, 7; Con. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 26.
[4] Cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 37, 37.
[5] Cf. Evangelii gaudium, 55.
[6] Benedicto XVI, Caritas in veritate, 71.
[7] Ibíd.
[8] Cf. Evangelii gaudium, 209.
[13] Carta a Diogneto, 6.
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