DERROCAR LA SOBERBIA – CRECER EN LA VERDADERA
HUMILDAD
Reflexión de Adviento
Si queremos preparar nuestros corazones para su venida,
si queremos derrocar la soberbia,
necesitamos cultivar la humildad.
“Fue el
orgullo,” dice San Agustín, “que
cambió a los ángeles en diablos; es la humildad que hace los hombres sean como
los ángeles. La humildad
es la base de todas las demás virtudes, por eso, en un alma donde no
existe no puede haber ninguna otra virtud, excepto en apariencia.”
Y San Francisco de Sales dice:
“Me parece
que la humildad es la primera y más necesaria de todas las virtudes. La
humildad y la caridad están unidas como Juan Bautista y nuestro Señor. La
humildad es la precursora de la caridad, como San Juan Bautista lo fue para el
Salvador, prepara el camino, es la voz gritando: Haz recto el camino del Señor.
Y como Juan vino antes que el Mesías, igual la humildad tiene que venir para
vaciar los corazones para que en seguida puedan recibir la caridad, la cual
nunca puede habitar en un alma donde la humildad no ha preparado una morada”
“Si la vida
espiritual es un templo,” explica el
gran teólogo el Padre Garrigou-Lagrange, “entonces las columnas principales son la
fe y la esperanza. Y, la cúpula es la caridad. Pero, la humildad es los
cimientos. Y si queremos edificar un templo más alto, es necesario que tengamos
una cimentación más profunda.”
La humildad
está definida así: “Una virtud derivada
de la templanza que nos inclina a cohibir el desordenado apetito de la propia
excelencia, dándonos el justo conocimiento de nuestra pequeñez y miseria
principalmente con relación a Dios.”
Santo Tomás también
explica que la palabra “humildad” viene del latín “humus” que significa tierra
o barro y se refiere al origen del hombre. Su acción más apta es degradarnos
ante Dios e inclinarnos a la tierra mientras adoramos todo lo que es de Dios en
cada criatura, manteniéndonos dentro de nuestros propios límites, no alcanzando
a las cosas que nos sobrepasan.”
Aunque practicar
esta virtud nos cuesta bastante, gracias a Dios, tenemos muchos maestros.
Sabemos que
mientras ciertos santos son más conocidos por ciertas virtudes, no existe
ningún santo que no fuera excelso en la humildad, porque es una de las dos
virtudes específicamente señaladas por el Señor.
“En una
manera especial,” dice San Agustín, “el Señor nos ha propuesto sus humillaciones para que lo imitemos. No
nos ha dicho, ´Aprendan de mí cómo hacer el cielo y la tierra y todas las
cosas, ni cómo hacer milagros, ni como resucitar a los muertos sino que ha
dicho: aprendan de mí cómo ser mansos y humildes de corazón, porque la humildad
sólida es mucho más poderosa y segura que las grandezas vacías.”
LA HUMILDAD DE CRISTO, EL SEÑOR
Consideremos,
entonces, la humildad del Hijo de Dios.
“Teniendo la
naturaleza de Dios, no fue por usurpación sino por esencia el ser igual de
Dios. Y no obstante se anonadó a sí mismo tomando la forma o naturaleza de
siervo, hecho semejante a los demás hombres y reducido a la condición de
hombre. Se humilló a sí mismo,” dice San
Pablo en la Carta a los Filipenses.
El Padre Garrigou-Lagrange explica:
“Empezó a
morar en el mundo en las condiciones más humildes, en este sentido, se vació.
Mientras la naturaleza divina es la plenitud infinita de todas las
perfecciones, la naturaleza humana es como el vacío, aunque anhela aquella
plenitud. El Hijo del Padre unió a su persona divina la naturaleza de un
esclavo, para que la misma persona fuera el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre,
y pudiera ser el Unigénito desde la eternidad y, al mismo tiempo, el infante en
la cuna de Belén y el Hombre de Dolores, clavado a la Cruz.”
Y, según Fray Antonio Royo Marín, podemos
encontrar grandes ejemplos de su humildad en las cuatro etapas de su vida.
Primero en su vida oculta, empezando en el seno virginal de María, como rezamos en las misas
votivas de la Santísima Virgen: “El que no cabe en los cielos, hecho hombre se
encerró en tu seno.” Él escogió esconderse en su nacimiento, pues, no había
espacio ni personas para recibirlo y reconocerlo. También en su vida en familia
donde pasó la mayoría de su vida terrestre, desconocido, como un obrero manual,
sin estudios, sin poder, sin fama, obedeciendo a sus criaturas.
Segundo, en su vida pública. Escogió para discípulos gente ignorante y ruda, pescadores y
publicanos. Vivía pobremente y con sencillez. No buscaba la atención sino que
la evitaba. Hizo sus milagros sin ostentación y exigió silencio de los testigos
y huyó cuando trataron hacerle rey.
Tercero, en su pasión. Entró en
Jerusalén montado en un burro. Lavó los pies de sus apóstoles, incluyendo al
traidor Judas. Recibió las burlas, los golpes, los insultos, los salivazos, y
la corona de espinas, sin quejarse de nada. Y murió en la Cruz mientras las
muchedumbres se burlaban y blasfemaban sin defenderse aunque tenía el poder
para vengarse.
Y Cuarto: Su
humildad sigue como una enseñanza impresionante al mundo en la Santísima Eucaristía en la cual está perfectamente sujeto a
sus ministros indignos. Se queda expuesto a los sacrilegios e indignidades del
mundo. Queda siempre encerrado en el Sagrario, muchas veces olvidado y no
visitado y otras veces rechazado y hasta profanado no solamente por los
increyentes, pero a veces aun por sus supuestos creyentes.
Reconociendo
la profundidad de la humildad de Cristo, no es una sorpresa que todos los
santos alaben la excelencia de esta virtud. Además notamos igual en los santos
como en el Señor la unión de la humildad con otra virtud muy importante – la
magnanimidad, es decir – el deseo de hacer grandes cosas para servicio de Dios.
LA HUMILDAD FRUCTIFICA EN BUENAS OBRAS
Dice el Padre Garrigou-Lagrange:
“La unión de
la humildad profunda y la magnanimidad sobrenatural es particularmente
misteriosa en los santos. En este sentido, reproducen la vida del Salvador. Por
un lado los santos declaran que son los menores de los hombres por su
infidelidad a la gracia y por otro lado que tienen una dignidad sobrehumana.”
La humildad
no es excusa para la flojera ni para ser pusilánimes.
No es
verdaderamente humilde el que simplemente se desprecia. Tampoco es humilde el
que por miedo a las opiniones de los demás no se atreve a hacer cosas que Dios
le exige.
Al
contrario:
“La humildad
siempre fructifica en buenas obras.” Enseña Santo Tomás. “El siervo
de Dios siempre debe considerarse un novato y siempre debe tender a una vida
más perfecta y santa sin cesar nunca.”
¿Por qué?
Porque la humildad es verdad. Y la verdad es que Dios quiere realizar grandes
cosas a través de nosotros, quiere que seamos grandes santos, y si nos
humillemos y lo dejemos libre para hacer lo que quiere.
Fray Marín
lo explica: “La humildad, por
consiguiente, se funda en dos cosas principales: en la verdad y en la justicia.
La verdad nos da el conocimiento cabal que nada bueno tenemos sino lo que hemos
recibido de Dios – y la justicia nos exige dar a Dios todo el honor y la gloria
que exclusivamente a Él le pertenece. La verdad nos autoriza para ver y admirar
los dones naturales y sobrenaturales que Dios haya querido depositar en
nosotros, pero la justicia nos obliga a glorificar, no al bello paisaje que contemplamos
en aquel lienzo, sino al Artista divino que lo pintó”
¿QUÉ HACER PARA CULTIVAR LA VIRTUD DE LA
HUMILDAD?
¿Qué
hacemos, entonces, para cultivar esta virtud?
Primero: Que la
pidamos incesantemente a Dios y la recibamos cuando nos la manda. Podemos, por
ejemplo, rezar diario las letanías de la humildad. Y no debemos ser
sorprendidos si le pedimos a Dios la humildad, y Él nos contesta y nos manda
humillaciones.
Segundo es que pongamos nuestros
ojos en el ejemplo de Cristo
Tercero es que nos esforcemos en
imitar a María, Reina de los humildes, y perfecta imitadora de su hijo.
Pongámonos
entonces a cultivar la humildad durante el Adviento para que estemos entre los que
reciben al niño Dios. La grandeza divina – la única grandeza – es siempre un
empequeñecerse y desaparecer.
Padre Daniel Heenan,
Homilía II domingo de Adviento
Homilía II domingo de Adviento
Es vicario de la cuasiparroquia personal de
San Pedro en Cadenas en Guadalajara, México
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